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de la Conferencia sobre Sexualidad en la Universidad Barnard en 1982, pero verlo influyó en mi confianza en la evolución del feminismo radical al feminismo de la dominación en ese momento.[44] Para muchas de nosotras, fue una época en la que realmente nos replanteábamos lo básico. Y al mismo tiempo, se daba la liberación gay y luego el VIH, un conjunto de eventos políticos que hizo que muchas de nosotras en los Estados Unidos nos alejáramos más del feminismo radical y del feminismo en sí.

      En mi caso, fui a la escuela de derecho a mediados y finales de la década de 1980 (Escuela de Derecho de Yale, JD, 1988) y, a principios de mi estadía allí, una mujer que se identificaba a sí misma como gay, aunque aún en el armario, se me acercó y me dijo: “No tenemos que preocuparnos por esta epidemia [del VIH] simplemente porque no nos afecta médicamente”. Tuve ganas de pegarle. En lo personal, yo estaba con las lesbianas que tomaban la muerte de los hombres gay como un problema propio. Pero la mayoría de sus políticas en torno a la sexualidad no eran feministas, y concuerdo con Eve Sedgwick en que no debían serlo. Así que, incluso en ese entonces, mi identificación con los hombres gay hizo que me resultara difícil ver al feminismo como la explicación absoluta de todo lo relacionado con la sexualidad.

      AA: ¿Tu primera relación con el feminismo fue una participación activista?

      JH: Mi compromiso con el feminismo siempre se ha sentido activista, aun cuando lo que hago es un trabajo intelectual. No me gusta mucho la distinción entre teoría y práctica, porque el trabajo con las ideas me parece muy demandante y difícil.

      AA: En tu carrera, pasaste de estudiar literatura a estudiar derecho. ¿Cómo fue ese paso de las humanidades al derecho?

      JH: Era miltoniana, una estudiante de la literatura inglesa del siglo XVII. Obtuve mi doctorado en literatura inglesa en 1980 y fui a enseñar al Hamilton College, un pequeño instituto de artes liberales en el norte del estado de Nueva York. Enseguida, mis estudios dieron un giro bastante habitual en esa época entre la gente de izquierda y de la literatura crítica, un giro hacia el texto cultural. Esto significa que teníamos la idea de que las prácticas textuales de, digamos, un libro o un poema, o de la censura o la puesta en escena de representaciones teatrales, o incluso el juicio estético, sucedían de forma bastante paralela con la cultura, en términos generales, y que el crítico literario podía ir más allá de la literatura sin dejar de hacer una crítica literaria.

      JH: Hasta hace poco, no me consideraba una persona de derecho y humanidades, pero al parecer otros me ven así. Me formé en dos disciplinas, literatura y derecho. No me parece que se superpongan demasiado. Pero, al mismo tiempo, creo que es probable que yo lea el derecho como un escrito, como un texto, más de lo que lo haría alguien sin mi formación literaria, y veo las intervenciones poderosas que los textos (tanto literarios como jurídicos) hacen en nuestras vidas y en nuestro entorno social posiblemente de una manera más política que algunas personas de la literatura. Soy muy cuidadosa con esta intersección en parte porque los dos campos profesionales, el derecho y la literatura como instituciones académicas, sufren un caso agudo de amor mutuo no correspondido y pueden ser muy poco benevolentes en términos de esfuerzos para construir una “interdisciplina”. Es un espacio peligroso, y lo abordo con cautela.

      Entonces, pensé: “¿Por qué no vuelvo a mi yo literaria y salgo de mis contextos jurídico y político, y en especial de ese contexto feminista, y leo algo que represente un tratamiento literario realmente bueno del problema, de lo que es la violación y lo mala que es en comparación con otras cosas, como la muerte?”. “Rape in Berlin” fue un intento de usar la literatura para escapar de algunas de las restricciones a las que me sentía atada por mi trabajo en una escuela de leyes, el contexto del derecho y el mundo creado por la política del feminismo jurídico en la que me encontraba inmersa.

      Bueno, tuve mucha suerte. Mi hermano me comentó acerca de la existencia del diario de una mujer que había estado en Berlín cuando la ciudad cayó en manos de los soviéticos en 1945, y muy pronto me quedó claro que este era una obra de arte fabulosa, lo cual, por extraño que parezca, fue una razón para que en algunos círculos políticos alemanes lo desacreditaran y consideraran “una fabricación”. Pero a mí me parecía una gran oportunidad para pensar en cómo la violación es tanto una representación como un evento. Lo que quiero decir es que la violación ocurre, pero incluso mientras está ocurriendo los participantes de cualquier “evento de violación” advierten toda una serie de tropos culturales y las narrativas sobre ella.

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