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de eso, ella se había vuelto más reticente a contar cosas de sí misma.

      –Es por un daño residual en los nervios, de una lesión que tuve a los catorce años.

      –¿Qué ocurrió? –le preguntó Lucas.

      –Fui una idiota –dijo ella, y señaló hacia fuera por el parabrisas–. Si giras aquí en vez de esperar al próximo semáforo, es más rápido.

      Lucas se quedó frustrado ante el cambio de tema, pero no comentó nada más.

      Hizo el giro y aparcó enfrente de un viejo edificio de apartamentos.

      –¿Qué piso es?

      –El número 105, en el piso bajo.

      Molly salió del coche. No le sorprendió que Lucas bajara inmediatamente y se moviera tan rápido como para llegar a darle la mano. No dijo nada al verla estirar la pierna y darle un minuto para que pudiera soportar su peso. En cuanto ella asintió, él dio un paso atrás.

      Empezaron a subir las escaleras del camino que llevaba a la entrada del edificio, y ella se dio cuenta de que Lucas aminoraba el paso para seguir su ritmo lento. Eso fue un golpe en su orgullo, pero la realidad era la realidad. Aquel día le dolía la pierna y tenía que aceptarlo.

      Se había hecho de noche y, aunque las farolas estaban encendidas, el edificio estaba oscuro. Miró a su alrededor, y se sintió agradecida de que Lucas estuviera con ella.

      –Parece un poco… cutre.

      –Toda la calle es cutre –respondió él, y le dio la mano.

      Se puso a caminar delante de ella de un modo protector. A Molly le pareció bien. Ya no pensaba ser nunca más la chica tonta de una película de terror.

      –Vamos a dar la vuelta para ver la parte trasera –murmuró él.

      Rodearon el edificio. Detrás había un callejón, unas cuantas ventanas oscuras y una de ellas, encendida.

      De repente, la ventana se abrió, y una mujer se asomó. Tenía unos cien años y una voz de fumadora de seis décadas.

      –¿Qué estáis tramando?

      –Hemos venido a ver a un amigo, pero no está en casa –dijo Lucas con calma–. Es del número 105.

      –¿St. Nick? –preguntó la mujer.

      –Sí –dijo Molly–. ¿Lo conoce?

      –Juego al bingo en el pueblo, aunque todavía no he ganado. Ahora no es buen momento para ver a ese cabrón. Seguramente está durmiendo. Es un pájaro nocturno, ¿sabéis? Y la noche de ayer fue muy larga con su nueva novia.

      –¿Una noche larga? –preguntó Lucas.

      –Sí, y una de dos: o es fantástico en la cama, o le gusta que ella esté de acuerdo con él. Mucho.

      Lucas hizo un mohín, le dio las gracias a la mujer y volvió con Molly hacia el coche, en silencio.

      –No sé lo que dice de mí que un Santa Claus de sesenta años tenga más acción que yo –dijo ella.

      –¿Te refieres al dinero o al sexo?

      –Probablemente a las dos cosas.

      Lucas no hizo ningún comentario, pero ella se dio cuenta de que le había hecho gracia. Sonó su teléfono, y él exhaló un suspiro.

      –Lo siento –dijo–. Tengo que responder. Prepárate.

      Antes de que ella pudiera preguntar para qué, él respondió a la llamada.

      –Eh, mamá. Estás en manos libres.

      –No me digas «Eh, mamá». Y tú también estás en manos libres.

      –Hola, Lucas –dijo una chica.

      –Hermanita –dijo Lucas.

      –¿Dónde estás? –le preguntó su madre–. ¡Y no me digas que estás trabajando!

      –Bueno, pues no te lo digo.

      –Eres un horror –dijo su hermana–. Diría algo peor, pero tu sobrino se me ha quedado dormido encima, y todavía tiene los oídos muy tiernos.

      –Laura –dijo la madre de Lucas, a modo de regañina, y Molly captó un precioso acento portugués–. Y sé que no se te ha olvidado que es la noche de la partida –le dijo a Lucas–. Dime la verdad. ¿Has aceptado otro caso solo para poder librarte?

      Lucas asintió mirando a Molly, pero respondió:

      –Por supuesto que no.

      –Muy bien. Entiendo que odies las noches de partida, pero Laura dice que tenías un juego de Cartas contra la humanidad en el maletero cuando te pidió el coche prestado hace unas semanas. ¿Nos lo puedes traer?

      –Tenéis otros juegos. Hay un armario lleno.

      –Queremos ese.

      –O es un truco para verme.

      –¿Estás llamando «mentirosa» a tu madre? –le preguntó ella con dulzura.

      Lucas soltó un resoplido.

      –De acuerdo, os lo llevo. Pero no me puedo quedar.

      –Hijo, tienes que cenar.

      –Esta noche no, lo siento.

      –He hecho cozido a portuguesa.

      Lucas gruñó.

      –Vaya. El órdago.

      –No, el órdago es el bolo de bolacha que he hecho de postre. Y, si no vienes, se lo voy a dar a Laura y al niño para que se lo lleven a casa.

      –Eres muy mala.

      –Que no se te olvide. De todos modos, me quieres.

      –Sí –dijo Lucas. Miró a Molly, que estaba haciendo todo lo posible por aparentar que no escuchaba–. Estoy allí en cinco minutos, pero no puedo quedarme, de verdad. Estoy trabajando.

      Colgó la llamada y suspiró.

      –No dejes de quedarte por mi culpa –dijo Molly–. No sé lo que era esa comida, pero sonaba deliciosa.

      –Estofado portugués y tarta de galletas.

      A ella se le hizo la boca agua.

      –Bueno, pues no quiero ser yo el motivo por el que te pierdas todo eso.

      Ella sabía cocinar, si era necesario, pero no le gustaba. Intentaba no hacerlo si no era imprescindible, como, por ejemplo, a fin de mes, cuando estaba más corta de dinero, o si había un apocalipsis zombi. Joe cocinaba, pero solo porque había descubierto que a las mujeres les parecía sexy un hombre en la cocina. Molly había heredado la aversión a la cocina de su padre, cuya idea de guisar era abrir una lata de Chef Boyardee.

      –Parece que tienes una familia normal y muy agradable.

      Él sonrió ligeramente sin apartar la atención de la carretera.

      –¿Ha sido eso una pregunta personal?

      ¿Sí?

      –No. Bueno, puede ser.

      –Para empezar, yo no diría que mi familia es exactamente normal. Nos queremos mucho, pero también discutimos con pasión. En cualquier momento, mi madre te tira un zapato o te da un abrazo. Es un riesgo acercarse a ella sin saber si cuentas con su estima.

      Molly sonrió.

      –Me parece muy bien.

      Él la miró.

      –Joe y tú estáis muy unidos.

      Ella se encogió de hombros.

      –Yo te he visto darle una colleja tan fuerte que casi se

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