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bien porque los cargadores le habían dado cuerda para gastarme una broma, un tremendo estruendo salió de mi guardapolvo. El despertador sonaba a todo meter. Antes de que tuvieran tiempo de darse cuenta, subí a cubierta y lo escondí.

      »Nada más abrir la puerta de mi camarote, mi tío me espetó: “Bastardo de mierda, maldito ladrón. Da gracias a que es el día que es”.

      Yerásimos se reía.

      —Pues, créeme, aquel despertador sigue funcionando después de dieciocho años. ¿Tú has robado alguna vez?

      —Yo también he metido mano en alguna de las cargas que recibía. Una vez forcé una caja de zapatos ingleses. Eran marrones, de piel de cerdo. Por la noche, llamé al bodeguero para repartírnoslos. Estaba orgulloso. Pero el otro, un ladrón de marca, les echó una mirada, meneó la cabeza y dijo: «Pedazo de bestia, bruto. Vaya una metedura de pata. Todos son del pie derecho». Yo le contesté: «Ya encontraremos la caja que tiene los del pie izquierdo».

      »Pero qué va. El fletador conocía su oficio. En el siguiente viaje volvimos a cargar cajas de zapatos en el mismo puerto. Sacamos algunas para ver. Todos negros del pie izquierdo. El fletador, que era judío, los enviaba a través de dos o más compañías, mezclando las cajas.

      —Vaya, hombre, ¿y qué hicisteis con ellas?

      —Espera y verás. Se las vendimos a un tipo del Pireo de esos que hacen toda clase de trabajos. A los quince días vino a buscarnos al muelle: «Si tienes todavía de aquellos zapatos desparejados, te los compro», me dijo.

      »Me quedé con la boca abierta. Él añadió: “No me mires como un idiota. No se me ha escapado ni un solo tipo con muleta. He visitado los lugares que frecuentan los tullidos, la sede de su asociación, he calzado a todos los mutilados, y han quedado la mar de agradecidos”.

      El Pytheas se sumergía suavemente en mares taciturnos. El viento parecía ir perdiendo fuerza.

      El oficial Yerásimos entró en la caseta del timón, encendió la luz y volvió a salir. Vino a sentarse junto al radiotelegrafista. Prendió un cigarrillo y comenzó a hablar:

      —Te he preguntado antes si has amado alguna vez.

      —No, no recuerdo. Iba siempre con prisas. Todo el tiempo con una maleta en la mano. Detrás de la puerta de mi casa había siempre un macuto de marinero preparado. No he tenido tiempo. ¿Y tú?

      —¿Yo? Me dejé enredar una vez. Todavía me escuece. Estuvimos amarrados cuatro meses en Saigón. Desde el primer día, todos se echaron una querida. Unos se la llevaban al barco; otros iban a sus casas. Un capataz chino me sirvió de intermediario en la compra de una, como entonces era costumbre. Me llevó a uno de esos barrios bajos que apestan a ajo y huevos podridos. El cabeza de familia debía de tener siete hijas, eso sin contar los hijos.

      »Me dijo:

      »“Elige. Y, si quieres un chico, no tengas vergüenza, pero yo te aconsejo que te lleves a esta”, me dijo señalando a un retaco de trece años, sucia y despeinada. “No la veas así, en dos días estará hecha un pimpollo. ¡Tao!”, la llamó; la pequeña se acercó con la cabeza gacha. “¡Has visto qué ojos! Mira, toca, ¡como el caucho! Solo le falta comida.”

      »Pagué quince dólares, y nos marchamos. La llevé a un local donde se encargaron de lavarla y vestirla. Al cabo de una hora estaba irreconocible. Tenía la cara reluciente. Mientras nos dirigíamos al puerto, iba agarrada de mi chaqueta y daba saltitos para alcanzarme. Entramos en una pastelería. Se comía los pasteles con las manos y reía. Había anochecido. En un puesto callejero regateé un brazalete de coral, pero ella escogió una pelota y una peonza y dejó el coral. Al subir al barco, nos vio el capitán Yannis, el de Spartia,2 que Dios tenga en su gloria. Nos hizo un gesto de desaprobación: “Pedazo de cabrones, me habéis convertido el barco en un parvulario. Vais a tener que pagar un chelín con noventa por su comida, tenedlo en cuenta”. Dirigiéndose al jefe de máquinas, añadió: “Hoy estos cerdos se han liquidado una lata de petróleo para despiojarlas”.

      »Cuando nos tendimos en la litera, comprendí que era la primera vez que la pequeña se acostaba con un hombre. Dobló el brazo derecho para taparse la cara; le rechinaban los dientes (no sé si todas hacen lo mismo la primera vez, no me ha vuelto a pasar); con la otra mano jugueteaba nerviosa con la cruz que me colgaba del cuello.

      »“¿Por qué lloras, Tao?”, le pregunté en mi tosco inglés.

      »“No, no Sorr, go on... Please put on the light.”

      »Se levantaba antes de que amaneciese, me hacía un té, me lustraba los zapatos y después arreglaba el camarote. No conocía ni la proa ni la popa. Hasta aprendió a cocinar. Con decir que el capitán Yannis, aquel animal, le traía caramelos y manzanas acarameladas… Las del resto de la tripulación eran vagas y guarras; se pasaban el día tumbadas en los camarotes o en la proa rascándose la entrepierna. Un día fletamos para Burdeos. De pronto, vio a sus compatriotas recoger sus atavíos y bajar la escala con el ceño fruncido. La noche anterior yo había comenzado a prevenirla. Estuvo llorando toda la noche. Tenía derecho a llevármela conmigo, puesto que la había comprado. Pero el capitán no quería ni oír hablar de ella. Y, además, ¿adónde podía llevarla? Acababa de obtener el diploma, y la cefalonia de mi madre no habría aceptado una cosa así. Hablé con el capo que había hecho de intermediario.

      »“¿Y por eso te preocupas? Puedes venderla a un burdel en menos que canta un gallo”, me dijo el coolie3 con una sonrisa burlona, “y recuperar tu dinero”.

      »Se me pusieron los pelos de punta. “Llévala a su casa… Aunque lo mejor es que la dejes en el muelle, y que decida ella sola.”

      »Por la tarde le dije que se vistiera. Se puso ropa europea, un traje verde y unos zapatos de tacón, y emprendimos la cuesta arriba. El sudor le bañaba la frente. Los dientes no paraban de rechinarle, como la primera noche. El riksa4 se detuvo delante de su casa. De pronto, me tomó las manos y me las apretó con fuerza… Se quedó en el umbral de la puerta. Dirigió la mirada hacia la esquina de la sucia calleja. Entramos. El viejo nos miró con desconfianza. Rompimos el contrato. La vi jugar nerviosamente con los trozos de papel. Tenía que irme y, sin embargo, permanecía mudo; sentía las piernas pesadas como el plomo. Tao cayó de rodillas y se colgó de mi chaqueta… Solamente escuché, antes de doblar la esquina de la calle, una especie de acorde desafinado, como cuando el viento rasga los toldos. Eché a correr y no paré hasta unas dos millas más abajo. En la calle Catinat me detuve ante la tienda de juguetes y bisutería. Me apoyé en una columna y vomité. “Chólera…, chólera”, gritaron unos chinos y salieron corriendo.

      »Zarpamos al día siguiente. He vuelto muchas veces a Saigón. El capataz había muerto. En el barrio donde se encontraba su casa habían hecho un parque y levantado unas escuelas francesas. La busqué por todos los burdeles, cabarés, clubs y fumaderos de opio que encontré, pero nada. Solo su llanto me sigue visitando por las noches.

      —¡Está escorando a la derecha! ¡Me cago en sus muertos! Vuelve a retomar el rumbo.

      El audífono del cuarto de máquinas silbó.

      —Sí, mantened la marcha. Si amaina al amanecer, le daremos caña.

      Cerró la tapadera y se dio la vuelta.

      —¿Dónde está Diamandís? ¿Dónde anda ese bastardo? Hace una hora que se ha esfumado. ¿Dónde coños está el imaginaria? —Sacó el silbato y pitó.

      El radiotelegrafista echó el aliento sobre el cristal de la garita y escribió algo con la uña. El imaginaria subió por la escalera de babor y se introdujo a hurtadillas en la caseta del timón. Lo mismo hizo Diamandís por la de estribor. El cabreo del primer oficial se había apaciguado.

      —¿Por qué te escondes, hombre?

      Ninguno respondió.

      El radiotelegrafista llamó al agregado. Hablaron en voz baja.

      —¿Estás seguro?

      —Sí.

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