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te hayan hecho alguna jugarreta, por eso estás amargado y hablas así, pero ya se te pasará.

      —Todo lo contrario. Es una bendición de Dios verlas desnudas. Pero siempre que les pagues o te paguen. Es lo mejor. ¿No estábamos juntos aquella noche, en Amberes? Habíamos reservado el Rigel. Nos quedamos solos con una docena de chicas que estaban bailando el cancán sobre las mesas. Al amanecer nos pusimos a hacer cuentas. Tanto las bebidas, tanto los platos rotos, tanto cada chica. Seis meses de paga. Estoy seguro de que no nos tacharon de tacaños cuando nos fuimos. Para mí, las mujeres de verdad son las que están encerradas en aquellas jaulas del Tardeo. O las de Yokohama, sentadas en banquetas en los escaparates; las de los burdeles populares de Fu-Chu y las de las mugrientas casas de Massawa. Recuerdo una choza de bambú, a catorce millas de Colombo. La cingalesa, que andaba desnuda a gatas, mostrando sus maravillosos dientes amarillos. Una esterilla en el suelo, un cántaro con agua, una astuta mangosta para las cobras, un basilisco con los ojos de colores para los mosquitos y unas hierbas que ardían constantemente para ahuyentar con el humo a los escorpiones. Tumbado boca arriba, destrozado por las guardias, la humedad, la bebida y el cuerpo de la mujer que dormía junto a mí, miraba el techo de caña. Había un escorpión abotargado, presto a caer entre mis ojos. Lo veía, pero no podía moverme. Me dormí. Siempre he aborrecido esas manidas palabras: «Déjame, no quiero… Dime primero que me quieres, que nunca me abandonarás». Y cuando has terminado, no poderte marchar enseguida, estar obligado a consolarla, como si le hubieras dado una paliza, como si la hubieras ofendido. Me dan náuseas.

      »Las únicas lecciones que he recibido en mi vida me las han dado siempre las llamadas mujeres públicas. Cuando era un crío, iba a un burdel de mala muerte en Atenas, el de Sakula, en el Gasómetro. Me acostaba con una esmirnea fea a quien llamaban la Mora. Afable y compasiva, no dejaba irse a un mendigo sin limosna. Me guardaba caramelos y pasteles. Pon atención: una noche, un chófer me llevó a su casa pasada la media noche para fumar hachís de Brusa. “Verás a mi chica”, me dijo. Fuimos. La Mora estaba esperándonos. Solo le faltó lavarnos los pies. Me marché por la mañana. A los pocos días me pasé por el burdel de Sakula. En cuanto la Mora me vio, corrió hacia mí llevando a otra mujer de la mano. “Te presento a la cretense, es mucho mejor que yo”, me dijo.

      »Me quedé extrañado, sin comprender. “Sí, Nicolasito”, me dijo. “Nosotros hemos comido del mismo plato y no debemos volver a acostarnos juntos. Que te vaya bien. Y ven con Mijalis a comer cuando quieras.”

      »Fui su padrino de bodas, en una iglesia de las afueras de Atenas. Ella iba sin pintar, llevaba un traje antiguo reformado y no paró de llorar mientras el cura salmodiaba. Me la volví a encontrar una noche, durante la Ocupación, después del toque de queda, buscaba una farmacia de guardia para su hijo. Y otra cosa: en algunas ciudades cerca de la frontera, cuando muere un soldado, estas mujeres, las “malas”, piden permiso para amortajar al muerto y velarlo. Lo acompañan hasta la iglesia y se quedan fuera. Y le llevan trigo cocido a la tumba; durante un tiempo…

      Dejó de hablar y encendió un cigarrillo.

      —Se apagan, los cabrones —murmuró.

      —Es la humedad. Dondequiera que te apoyes, te empapas —dijo el primer oficial—. ¿Has terminado? Una puta es una puta. La han educado así, es a lo que está acostumbrada. Puede que tengan buen corazón, no digo que no. Muchos se casan con ellas. Como queridas se portan de maravilla, pero como esposas ya es otra historia. Son tres los oficios que necesitan carné: el suyo, el de comediante y el nuestro. Palangana, tablas y puente. Toda la gente puede cambiar de trabajo como de camisa. Nosotros no.

      La campana repicó tres veces; después, una sola. Un marinero pasó junto a ellos y descendió la escala.

      El radiotelegrafista se metió la mano por la abertura de la camisa:

      —Me está devorando la urticaria con este calor. Te pones polvos de talco y se convierten en barro. Desde pequeño eres terco como una mula, Yerásimos. Bueno, para terminar con esta historia. Estaba a bordo del Estrella Polar, que cubría la línea El Pireo - Salónica. Delante de la despensa, sentada sobre su baulito, estaba una de ellas. Más fea que Picio. No tardó en abordarla un marinero.

      »“Vamos a tener mar gruesa, ¿quieres que te busque una litera?”

      »“No.”

      »Por la noche le llevó un plato de comida.

      »“No quiero.”

      »A media noche volvió a acercársele:

      »“¿Un cigarrillo?”

      »“¡Que no, sátiro! ¿No ves que estoy fumando? Y eso no te lo pienso dar, métetelo en la cabeza. He dejado Los Juncos y voy para El Vardar. Si te gusto, ven a verme allí. Pero aquí, nones. ¿Le has pedido alguna vez queso al tendero al encontrártelo un domingo por la calle? Anda, vete a entretener a una de las pasajeras de primera clase y déjame en paz.”

      »Mientras tanto, en el camarote del capitán, una dama respetada por todo el mundo en su país, con cuatro hijos y un apuesto marido, tenía las piernas más levantadas que las orejas de una liebre. ¿Has pensado alguna vez lo que dan las prostitutas por cuatro perras? Se echan encima a lisiados, tuertos y jorobados, a tipos que huelen a muerto, con fístulas en el cuerpo, a los locos, a todo el que no encuentra una mujer que lo acaricie. Viven en los burdeles, y las llamamos “públicas”. A las otras, las que están fuera, ¿cómo deberíamos llamarlas? A ver si encuentras la palabra.

      El primer oficial volvió la espalda y se metió en la caseta del timón.

      Amanecía. Un viento cálido comenzó a soplar por la proa. De la camareta salió un marinero abrochándose el pantalón. Tras él, un maquinista.

      TERCERA GUARDIA

      Mar sosegada, olas grandes pero inofensivas penetraban por el estanque de proa y se batían un instante sobre la bodega para terminar sumiéndose por los imbornales. El Pytheas sumergía un instante la proa para volver a levantarla enseguida. Hacía veinte horas que duraba este juego.

      Vanguelis, el contramaestre, de Farsa, se dirigía al primer oficial con su engolada voz:

      —Todo como has dicho. Las cuñas están ajustadas. Dos trombas de agua habían arrastrado la balsa. La hemos asegurado. He llevado a la popa los refuerzos del timón. All right. Va más hundido de la cuenta, pero la hélice se sale del agua. Lo nunca visto. Y cada vez más forzado.

      —Está bien, Vanguelis, ve a acostarte.

      De vez en cuando relampagueaba por el este.

      —¡Diamandís!

      Se aproximó.

      —Despierta a tu tío y dile que el tiempo se está avinagrando, que suba si quiere.

      «¿Que suba a hacer qué?», pensó. «A hacer porquerías. ¿Será cerdo? ¡Mira que mear en el puente!»

      Diamandís llegó jadeante.

      —Oficial Yerásimos, me ha dicho que no puede. Se ha puesto una bolsa de agua caliente en los riñones. Que hagas lo que te parezca y que se lo mandes decir.

      El primer oficial sopló el audífono del cuarto de máquinas y gritó:

      —Reducid revoluciones a la mitad.

      Enseguida el barco comenzó a estabilizarse. El cabeceo disminuyó, como si de pronto reinara la calma. El radiotelegrafista subió y se detuvo un momento para habituarse a la oscuridad.

      —El boletín de Hong Kong, toma.

      —¿Qué dice?

      —Que el tifón ha cambiado de rumbo, de Palawan a Mindoro. Aquí, entre nosotros: está bastante lejos.

      —Que se vaya al diablo —murmuró el primer oficial—. No nos faltaba más que eso. ¿Acaso tenemos barco para ir contra corriente? Claro que, a decir verdad, ni con un último modelo soporta terquedades el mar. Lo importante es coger velocidad para alejarse del festín. ¡Pero con esta chatarra! Cuarenta años lleva danzando. Ha tenido suerte, eso es todo.

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