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haber garabateado ese ventanal.

      —Ni siquiera es posible tragarse vidrios rotos.

      —¿Cómo?

      —Quiero decir que es físicamente imposible.

      —¿En serio? ¿Esa es tu defensa?

      Paul se ruborizó y apartó la mirada.

      —¿Se te ha ocurrido pensar en tu hermana? —preguntó Walter—. Fue ella quien te consiguió la entrevista de trabajo, ¿verdad?

      —Vincent no tuvo nada que ver con esto.

      —¿Vas a irte, sí o no? Me siento generoso y no quiero avergonzar a tu hermana, así que te estoy dando una oportunidad de marcharte y nada más, pero, si prefieres tener antecedentes penales, por mí no hay ningún problema.

      —No, me iré. —Paul miró los productos de limpieza que tenía en la mano, como si no supiera cómo habían llegado allí—. Lo siento.

      —Mejor vete a hacer la maleta antes de que me arrepienta.

      —Gracias —respondió Paul.

       5

      Pero el horror de la cosa en sí. «Por qué no tragáis cristales rotos. Por qué no os morís. Por qué no empujáis a todos los que amáis a la perdición». Pensaba de nuevo en su amigo Rob, con dieciséis años para siempre, y en el rostro de la madre de Rob durante el funeral. Walter caminó como un sonámbulo durante el resto de su turno y se quedó hasta tarde para reunirse con Raphael por la mañana. Mientras pasaba por el vestíbulo a las ocho de la mañana, cuando ya hacía mucho que tendría que haber ido a dormir y estaba exhausto, vio a Paul bajando hacia el muelle y cargando sus bolsas en la lancha.

      —Buenos días —saludó Raphael cuando Walter sacó la cabeza por su despacho. Tenía los ojos rojos y estaba recién afeitado. Él y Walter vivían en el mismo edificio, pero en zonas temporales opuestas.

      —Acabo de ver a Paul subirse a la lancha con todas sus pertenencias —dijo Walter.

      Raphael suspiró.

      —No sé qué ha pasado. Esta mañana ha venido a verme balbuceando una historia incoherente sobre lo mucho que echa de menos Vancouver. Pero hace tres meses el muchacho prácticamente me suplicó para que lo contratara porque decía que necesitaba cambiar de escenario.

      —¿No ha dado ninguna razón?

      —No. Tendremos que buscar a alguien para su puesto. ¿Algo más? —preguntó Raphael, y Walter, con sus defensas bajo mínimos a causa del cansancio, comprendió por primera vez que no le gustaba demasiado a Raphael. La comprensión aterrizó con un triste ruidito en su mente.

      —No —respondió—. Gracias, lo dejo tranquilo.

      En el camino hacia la residencia del personal, deseó no haberse enfadado tanto cuando habló con Paul. Tras las horas transcurridas, se preguntó si se había equivocado: cuando Paul dijo que tenía deudas, ¿se refería a que necesitaba el empleo en el hotel o a que alguien le había pagado para que escribiera el mensaje en el cristal? Porque nada tenía sentido, la verdad. Parecía obvio que el mensaje de Paul iba dirigido a Alkaitis, pero ¿qué significaba Alkaitis para Paul?

      Leon Prevant y su mujer se fueron esa mañana, seguidos dos días después de Jonathan Alkaitis. Cuando Walter empezó su turno nocturno la noche en que Alkaitis se iba, Khalil estaba al frente del bar, aunque no era su noche habitual; Vincent, contó, se había tomado unas repentinas vacaciones. Un día más tarde llamó a Raphael desde Vancouver y le dijo que había decidido no volver al hotel, así que alguien de limpieza de habitaciones guardó sus cosas en una caja y las puso al fondo de la lavandería.

      El panel de cristal se cambió a un precio muy alto, pero el grafiti quedó borrado, también del recuerdo de los empleados. La primavera se transformó en verano y luego llegó el hermoso caos de la temporada alta, con el vestíbulo lleno de gente cada noche y un cuarteto de jazz temperamental que causaba estragos en la residencia del personal cuando no entretenía a los clientes; el cuarteto se alternaba con un pianista al que toleraban su dependencia a la marihuana porque era capaz de tocar cualquier canción bajo el sol; el hotel estaba lleno hasta los topes y había el doble de personal. Melissa pilotaba la lancha todo el día yendo y viniendo de Grace Harbour hasta bien entrada la noche.

      El verano se trocó en otoño, y luego llegó la calma y la oscuridad de los meses de invierno, las tormentas cada vez más frecuentes y el hotel medio vacío, la residencia del personal más silenciosa con la marcha de los trabajadores de temporada. Walter dormía durante el día y llegaba a su turno a primera hora de la tarde (el placer de las largas noches en el vestíbulo, Larry frente a la puerta, Khalil en la barra del bar, las tempestades que nacían y estallaban durante la noche) y a veces se unía a sus colegas para una comida que era la cena para la gente del turno nocturno y el desayuno para los diurnos, compartía a veces algunas copas con el personal de cocina, escuchaba jazz a solas en su apartamento, daba paseos alrededor de Caiette y pedía libros por correo que leía cuando se despertaba a última hora de la tarde.

      En una noche tormentosa de primavera, Ella Kaspersky llegó al hotel. Era una clienta habitual, una empresaria de Chicago a quien le gustaba ir allí para escapar «de todo el ruido», como decía ella, una clienta que se distinguía sobre todo porque Jonathan Alkaitis había dejado claro que no quería verla. Walter no tenía ni idea de por qué Alkaitis evitaba a Kasperksy y, francamente, no quería saberlo, pero, cuando ella llegó, comprobó como siempre que Alkaitis no hubiera hecho una reserva de última hora. Se dio cuenta entonces de que hacía tiempo que Alkaitis no aparecía por el hotel, más tiempo del intervalo habitual que separaba sus visitas. Cuando el vestíbulo se quedó en calma, hacia las dos de la mañana, hizo una búsqueda en Google de Alkaitis y encontró fotografías de una reciente gala benéfica, con Alkaitis resplandeciente en un esmoquin con una mujer joven del brazo. Le resultó muy familiar.

      Walter amplió la fotografía. La mujer era Vincent. Una versión más brillante, con un corte de pelo caro y maquillaje profesional, pero era sin lugar a duda ella. Llevaba un traje de noche metálico que debía costar lo que ganaba en un mes de camarera en el hotel. La leyenda decía: «Jonathan Alkaitis con su esposa, Vincent».

      Walter levantó la vista de la pantalla hacia el vestíbulo silencioso. Nada había cambiado en su vida desde que Vincent se había ido, pero era porque así lo había decidido y deseado. Khalil, que ahora era el camarero del turno de noche a tiempo completo, charlaba con una pareja recién llegada. Larry estaba al lado de la puerta, con las manos a la espalda y los ojos entrecerrados. Walter abandonó su puesto y salió fuera, a la noche de abril. Esperaba que Vincent fuera feliz en ese país extranjero, en la extraña y nueva vida que había encontrado para sí misma. Trató de imaginar cómo sería adentrarse en la vida de Jonathan Alkaitis: el dinero, las casas, el jet privado, pero todo era incomprensible para él. La noche estaba despejada y era fría, sin luna, pero el brillo de las estrellas era abrumador. Walter nunca habría imaginado, en su vida anterior en el centro de Toronto, que se enamoraría de un lugar donde las estrellas eran tan brillantes que podía ver su sombra en una noche sin luna. No quería nada excepto lo que ya tenía.

      Pero, cuando regresó al hotel, el recuerdo de las palabras escritas en el cristal hacía un año lo golpeó de nuevo. «Por qué no tragáis cristales rotos», el misterio absoluto y perturbador del incidente. El bosque era una masa de sombras informes. Se cruzó de brazos contra el frío y volvió a la calidez y a la luz del vestíbulo del hotel.

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