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idea de lo que eso quiere decir.

      Leon sonrió.

      —No es el único. Es una industria en gran medida invisible, pero casi todo lo que ha comprado usted ha viajado por transporte marítimo.

      —Mis auriculares fabricados en China, y seguro que muchas cosas más.

      —Sí, claro, esos son los ejemplos más obvios, pero me refiero a casi todo. Lo que está a nuestro alrededor o lo que llevamos puesto. Sus calcetines, los zapatos. Mi loción para después del afeitado. El vaso que tengo en la mano. Podría seguir, pero le ahorro la lista.

      —Me avergüenza confesar que jamás he pensado en eso —admitió Jonathan.

      —Nadie lo hace. Uno va a una tienda, compra un plátano y no piensa en los hombres que llevaron el plátano a través del canal de Panamá. ¿Por qué iba a hacerlo? —«Calma», se dijo. Era consciente de su debilidad: caía en la rapsodia de su sector y se alargaba demasiado—. Tengo colegas a los que la ignorancia del público general los irrita, pero creo que el hecho de que usted no tenga que pensar en ello demuestra que el sistema funciona.

      —El plátano llega a tiempo. —Jonathan sorbió su bebida—. Debe haber desarrollado una especie de sexto sentido. Ahora está aquí, rodeado de todos estos objetos que han llegado por barco. ¿No se distrae al pensar en todas esas rutas mercantiles, en todos los puntos de origen?

      —Es solo la segunda persona que he conocido jamás que ha adivinado eso —confesó Leon.

      La otra persona era vidente, una amistad de instituto de Marie que había llegado a Toronto desde Santa Fe cuando Leon aún vivía en esa ciudad, y los tres habían cenado en el centro, en el Saint Tropez, el restaurante favorito de Marie durante el tiempo que pasaron en Toronto. La vidente (Clarissa, ahora se acordaba) era cálida y amistosa. Le cayó bien de inmediato. Tuvo la impresión de que a un vidente a menudo lo explotaban sus amigos y conocidos, una impresión que los recuerdos de Marie no disiparon, a tenor de todas las veces que le había pedido consejo gratis a Clarissa, así que durante el resto de la velada Leon hizo todo lo posible para evitar preguntarle nada, hasta que finalmente, durante el postre, la curiosidad pudo con él. Le preguntó si estar en una habitación llena de gente no era ensordecedor. ¿Era como estar en una sala llena de radios encendidas, sintonizadas en distintas frecuencias, un clamor de voces que emitían los detalles mundanos u horrendos de docenas de vidas? Clarissa sonrió.

      —Es como esto —dijo mientras señalaba la sala—, como estar en un restaurante lleno. Uno puede prestar atención a la conversación de la mesa de al lado o puede dejar que sea un ruido de fondo. Igual que la manera en que usted ve el transporte marítimo —añadió.

      Leon recordaba esa conversación como una de las más deliciosas que había mantenido jamás, porque nunca había hablado con nadie de la manera en que podía conectar y desconectar de su sector, como girar el dial de una radio. Cuando miraba al otro lado de la mesa, hacia Marie, por ejemplo: veía a la mujer que amaba, o podía cambiar de frecuencia y ver el vestido hecho en Inglaterra, los zapatos fabricados en China, el bolso de piel italiana, o conectar más allá incluso y ver las rutas comerciales Neptuno-Avramidis marcadas en el mapa: el vestido llegaba por la vía occidental transatlántica, la ruta 3; los zapatos o bien por la transpacífica oriental 7 o por el exprés Shanghái-Los Ángeles, etcétera. O, aún más, conectaba con el tipo de idioma que jamás utilizaba en voz alta, ni siquiera con Marie: había decenas de miles de barcos en alta mar en un momento determinado, y le gustaba imaginar cada uno de ellos como un punto de luz que convergía en ríos de brillo eléctrico sobre los océanos nocturnos, que fluía a través de los estrechos canales de Panamá y de Suez, del estrecho de Gibraltar y alrededor de los bordes de los continentes y hacia los océanos, un movimiento incesante que era el motor de los países, un mundo secreto que tanto amaba.

      Cuando Walter se acercó a Leon Prevant y a Jonathan Alkaitis lo bastante para escucharlos, algo más tarde, la conversación había virado del trabajo de Leon al de Alkaitis, del transporte marítimo al de las estrategias de inversión. Walter no entendía nada de nada. Las finanzas no eran su mundo, no hablaba ese idioma. Alguien del turno de día había tapado el grafiti con cinta reflectante, una extraña raya plateada de espejo en la ventana oscura. Dos actores norteamericanos cenaban en el bar.

      —Dejó a su primera mujer por ella —explicó Larry mientras los señalaba con la cabeza.

      —Ah, ¿sí? —contestó Walter, a quien le importaba un comino. Veinte años trabajando en hoteles de primera categoría le habían enseñado a no sentir el menor interés en los famosos.

      —Quería preguntarte —dijo—, entre nosotros dos, ¿no te parece que el tipo nuevo es un poco raro?

      Larry miró por encima del hombro y alrededor del vestíbulo en un gesto teatral, pero Paul estaba en otro sitio, pasando la mopa por el pasillo detrás de la recepción, en el centro neurálgico de la residencia.

      —Quizá un poco deprimido, nada más —admitió Larry—. No es la personalidad más chispeante que he conocido, eso seguro.

      —¿Te preguntó por los clientes que llegaban anoche?

      —¿Cómo lo sabes? Sí, me preguntó cuándo llegaría Jonathan Alkaitis.

      —¿Y se lo dijiste…?

      —Bueno, ya sabes que no estoy muy bien de la vista, y acababa de empezar mi turno. Así que le respondí que no estaba muy seguro, pero que pensaba que el tipo que estaba en el vestíbulo bebiendo whisky era Alkaitis. No me di cuenta de mi error hasta más tarde. ¿Por qué? —Larry era un hombre bastante discreto, pero, por otro lado, el personal vivía junto en el mismo edificio en el bosque y los chismes eran una especie de divisa del mercado negro.

      —Por nada.

      —Vamos.

      —Te lo contaré después.

      Mientras avanzaba hacia la recepción, Walter aún no sabía la razón, pero no albergaba la menor duda acerca de que Paul era el responsable de lo sucedido. Miró alrededor del vestíbulo, pero nadie parecía necesitar su atención en ese momento, así que se deslizó por la puerta reservada al personal que había detrás del mostrador de recepción. Paul limpiaba la ventana oscura que había al final del vestíbulo.

      —Paul.

      El encargado de mantenimiento nocturno dejó lo que estaba haciendo y, por su expresión, Walter supo que sus sospechas eran acertadas. La expresión de Paul era la de un animal perseguido.

      —¿Dónde conseguiste el marcador de ácido? —preguntó Walter—. ¿Se compra en una ferretería o tuviste que hacerlo tú mismo?

      —¿De qué hablas?

      Pero Paul era un mentiroso terrible. Su voz se había disparado casi media octava.

      —¿Por qué querías que Jonathan Alkaitis viera ese desagradable mensaje?

      —No sé a qué se refiere.

      —Este sitio significa algo para mí —dijo Walter—. Verlo degradado así… —Era el «así» lo que más lo preocupaba, la absoluta vileza del mensaje en el cristal, pero no sabía cómo explicárselo a Paul sin abrir una puerta a su vida personal, y la idea de revelar algo remotamente personal a ese desvergonzado asqueroso se le hacía insoportable. No pudo ni acabar la frase. Se aclaró la garganta—. Me gustaría darte una oportunidad —prosiguió—. Prepara tu maleta, vete en el primer barco y no llamaremos a la policía.

      —Lo siento. —La voz de Paul era un susurro—. Yo solo…

      —Tú solo pensaste que ensuciarías el ventanal del hotel para dejar grabada la frase más malvada, más vil y perturbada… —Walter estaba sudando—. ¿Por qué lo hiciste? —Pero Paul tenía la mirada furtiva de un chico en busca de una historia verosímil y Walter no soportaba escuchar ni una mentira más esa noche—. Mira, vete de aquí. No me importa por qué lo hiciste. No quiero verte más. Guarda los productos de limpieza, vuelve a tu habitación, recoge tus cosas y dile a

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