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se sintiera avergonzado por los asuntos íntimos de una mujer. Estiró el brazo, agarró el jarro y el cuenco y los colocó sobre la mesa situada junto al catre. Cuando se dio la vuelta para darle las gracias, sólo vio su espalda al abandonar la tienda.

      Luchó contra las lágrimas mientras echaba agua caliente en el cuenco y se preparaba para lavarse. Luchó contra ellas mientras se limpiabas las señales de su virtud perdida. Pero, cuando terminó sus abluciones y miró a su alrededor, al lugar donde había ocurrido aquel evento tan importante y a la vez decepcionante, las lágrimas ganaron la batalla y ella dejó de luchar. Se arrodilló y permitió que fluyeran con la esperanza de aliviar así su dolor y su desilusión. Algunos minutos después oyó la voz profunda de Brice fuera de la tienda.

      —¿Lady Gillian? —preguntó—. Os acompañaré si estáis lista.

      Gillian suspiró, empleó el último trapo limpio en secarse las lágrimas, se trenzó el pelo apresuradamente y lo ocultó bajo el velo. Suspiró de nuevo, salió de la tienda y se colocó la capa sobre los hombros.

      El aire frío la rodeó cuando salió de la tienda. Aunque le pareció que aquéllos que estaban cerca se detuvieron y la miraron al salir, pronto regresaron a sus tareas. Gillian divisó el montón de trapos ensangrentados en el suelo y tiró el que llevaba en la mano con la esperanza de que nadie la viese hacerlo. Dio unos pasos más y vio a Brice con un grupo de hombres, conversando tranquilamente mientras ella se acercaba.

      —Buenos días, milady —dijo un joven. Sin levantar la cabeza lo suficiente para que vieran que había estado llorando, asintió. Él hizo una reverencia y sonrió—. Tendré el desayuno listo para cuando regreséis.

      —Muchas gracias por vuestra amabilidad, señor —dijo ella suavemente con la esperanza de que Brice la acompañara.

      —Nada de «señor», milady —dijo él—. Éste es mi escudero, Ernaut. Se encargará de vuestras necesidades y también podemos buscar a una doncella para que os sirva.

      —Será un placer, lady Gillian —dijo el escudero.

      —Ahora vamos. Queda poco para la batalla y primero quiero encargarme de vuestra comodidad —dijo Brice, despidió a los otros hombres y le ofreció la mano.

      Gillian agachó la cabeza y lo siguió hasta un grupo de árboles que la protegerían de la vista de los demás.

      Intentó no pensar en los sentimientos y el placer que había despertado en ella hacía pocos minutos la misma mano que ahora sostenía. Un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar la excitación y la pasión. Luego recordó el sombrío final, negó con la cabeza y siguió caminando por el bosquecillo.

      Considerando su conducta de la noche anterior, esperaba que se quedara a su lado, pero por suerte no lo hizo. Incluso logró sorprenderla.

      —¿Me dais vuestra palabra de que no intentaréis escapar? —le preguntó.

      —¿Escapar, milord? ¿Ahora?

      —Oui, milady. Ahora. ¿Me dais vuestra palabra de que no intentaréis huir ahora?

      Gillian consideró sus palabras y se dio cuenta de que no tenía ningún lugar al que huir después de que la hubiera poseído. Con la virtud intacta, Oremund habría tenido algo con lo que negociar, pero ahora ya no era virgen. Lo miró durante unos segundos y asintió.

      —Entonces podréis disfrutar de unos minutos de privacidad y yo os esperaré en la tienda —dijo él antes de alejarse.

      Gillian estuvo a punto de perder el equilibrio al darse cuenta de que realmente estaba sola allí. Escuchó, pero sólo oyó los sonidos del campamento a lo lejos y nadie lo suficientemente cerca como para evitar que se fuera. Lo más extraño era que no encontraba en su interior la necesidad de huir.

      Se frotó la cara con la mano y supo que ya no era la chica inocente que había buscado refugio tras los muros del convento. Y aunque no se sentía como una verdadera esposa, los acontecimientos de aquella mañana la habían convertido en una a los ojos de la ley y de la Iglesia. A pesar de querer negarlo, su corazón, su alma y su cuerpo sabían que Brice le había robado la virtud.

      Con un suspiro, Gillian terminó de hacer sus necesidades y comenzó a caminar de vuelta hacia la tienda. Ya no tenía la oportunidad de evitar las batallas inminentes ni sus resultados. Sólo podía rezar para que se perdieran pocas vidas en la lucha.

      Seis

      El segundo al mando, junto con su escudero y Stephen estaban de pie bloqueándole el camino cuando se acercó a la tienda. Si su actitud, con lo brazos cruzados y las piernas separadas, no le detuvo, sus expresiones sombrías sí lo hicieron. Aunque Ernaut parecía nervioso por la confrontación, ni Stephen ni Lucais parecían darle importancia.

      —¿Cuál es el problema? —preguntó él—. No la he matado ni la he dejado por muerta, si es lo que sospecháis —explicó. Tal vez Gillian le hubiera dejado inconsciente y hubiera intentado escapar la noche anterior, pero aquella mañana ya era su esposa en todos los sentidos y más valiosa para las batallas que su caballo recién adquirido. Aun así lo miraban con odio mientras él aguardaba una explicación para su comportamiento—. Decidme lo que os pasa o regresad a vuestras tareas —les debía algo de flexibilidad por su pasado compartido y su amistad, pero él estaba al mando allí y no dudaría en ejercer su poder.

      Los tres hombres intercambiaron miradas y finalmente Lucais dio un paso al frente. Señaló con la cabeza hacia la tienda y preguntó:

      —¿Qué ha ocurrido entre la dama y tú, Brice?

      —Las cosas normales que ocurren entre un hombre y su esposa —contestó con los dientes apretados. Empezaba a enfadarse; no tenían ningún derecho ni razón a interrogarlo sobre asuntos tan personales—. ¿Por qué me cuestionáis cuando no tenéis derecho a hacerlo?

      Ernaut se puso rojo y por un momento pareció tener menos de los catorce años que tenía. Tartamudeó una vez, luego otra, antes de señalar con la mano hacia la tienda. Brice se volvió para seguir su gesto y vio una pila de paños ensangrentados tirados en el suelo. Sin pensar en las implicaciones, asintió y se explicó.

      —No sabía que había derramado tanta sangre.

      Los tres se le quedaron mirando con expresión de sorpresa, no de comprensión. Brice comprendió entonces lo que debían de estar pensando, pero no tuvo ocasión de explicarse porque la mujer en cuestión se acercó a ellos. Brice les ordenó que se fueran, pero lo ignoraron.

      —Milady —comenzó Ernaut—. El día es cálido. ¿Preferís desayunar aquí fuera en vez de en la tienda?

      Viendo la escena, con todos los malentendidos, Brice trató de no carcajearse mientras veía a sus hombres intentar calmar la incomodidad de Gillian. Pronto los sacaría de su error, pero les permitió encargarse de la comodidad de Gillian mientras él llevaba a cabo otras tareas, todas en anticipación al ataque inminente al castillo de Thaxted.

      Más tarde, cuando el estómago comenzó a rugirle de hambre, se dio cuenta de que su escudero no había regresado, ni con Gillian ni sin ella. Y tampoco le había llevado la comida.

      Caminó hacia el centro del campamento, donde los cocineros se encargaban de la comida, y pronto oyó las carcajadas de su esposa. Siguió el sonido y encontró a Gillian sentada en un taburete, cubierta por varias mantas y rodeada de sus hombres.

      O más bien entretenida por sus hombres, pues estaban todos de pie a su alrededor, presentándose y contándole sus orígenes mientras le ofrecían carne y queso. Por primera vez tuvo oportunidad de observarla desde la distancia y de presenciar el modo en que sus ojos se iluminaban cuando sonreía y disfrutaba de los placeres de la comida y de la compañía.

      Vio el modo en que sus labios se curvaban mientras hablaba y bromeaba con Ernaut, y su cuerpo respondió una vez más a la idea de saborear su boca y de besarla hasta dejarla jadeante y sin aliento. Y también quiso degollar al joven escudero

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