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XXX

       CANTO XXXI

       CANTO XXXII

       CANTO XXXIII

       CANTO XXXIV

      INTRODUCCIÓN

       Alfonso López Quintás

      Me alegra sobremanera esta nueva edición de la Divina comedia del gran Dante Alighieri. Las obras excelsas definen la calidad de la cultura humana, como los picos dan la medida exacta de la envergadura de una cordillera.

      La Divina comedia es una de las creaciones culturales que decidieron durante siglos la cultura de la vida europea. Bien estaría que volviéramos a la lectura de las obras cumbre, una lectura participativa, verdaderamente creativa. Entonces vislumbraríamos lo que fue la gran Europa, vista a través de sus fuentes, que son a la vez —como en este caso— sus frutos más logrados.

      Hoy hablamos mucho de volver a nuestras raíces. Y hacemos bien, porque es una tarea apremiante, ineludible. Pero no deberíamos limitarnos a lanzar proclamas, sino comenzar rápidamente a fomentar en los jóvenes su amor a lo esencial, que se alberga en las obras más valiosas.

      Uno de los grandes estudiosos de Dante fue Romano Guardini, proclamado en su día como el primer humanista europeo.1 En uno de sus diarios confiesa que conserva vivo el recuerdo de cuando, en su infancia, oía de labios de su padre los versos más celebrados del Dante.2 Ahí, sin duda, estuvo el origen de su posterior entusiasmo por la figura del gran poeta florentino.

      La Divina comedia es la historia poética de una gran transfiguración. El fenómeno de la transfiguración toma cuerpo en la figura de Beatriz, una joven que, con su «belleza que salva» —por ir unida a la virtud— anuncia a las gentes que es posible una «vida nueva», impulsada por diversas transfiguraciones de la conducta que nos llevan a optar por los cuatro grandes valores —unidad/amor, bien/bondad, justicia, belleza—, y entrar, así, en el estado de pleno logro que se llama de antiguo «la verdad».3 Por ser ejemplar y modélica, la figura de Beatriz se convierte en guía para conocer la vida celeste.

      VIDA NUEVA Y AMOR AUTÉNTICO

      Por eso, tal vez la mejor preparación para leer creativamente la Divina comedia, participando en ella como si la estuviéramos gestando, sea leer de la misma forma esa joya de la literatura que es el librito titulado expresivamente Vida Nueva.4 Fue escrita por Dante en prosa, pero la esmaltó con poemas breves muy expresivos, que forman parte esencial del conjunto, como para decirnos a las claras que se trata de una prosa poética, en el sentido de «transfiguradora».

      La verdadera poesía convierte las «realidades cerradas» en «realidades abiertas» o «ámbitos».5 Al comenzar Federico García Lorca su Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías con el verso «Eran las cinco en punto de la tarde», no quiere aludir sencillamente al momento en que comenzó la fiesta taurina en la que falleció su amigo. Este sería un mero dato para una crónica prosaica. Desea reavivar en el lector el hervor de los sentimientos que se agolpan en nuestro ánimo al acceder a la plaza. Con solo ver el ruedo, iluminado a menudo por un sol de justicia, se transforma la temporalidad. A partir de ese momento, se inaugura un tiempo nuevo, el que vayan creando los protagonistas, como hacen los intérpretes con el tiempo de las obras que interpretan, y que designamos con el término italiano tempo. De este género de transfiguraciones vive la poesía.

      En la Vida Nueva describe Dante ese plus enigmático que añade el amor a la mera pasión para proclamarse «amor verdadero». Amor verdadero es el que no arrastra, domina, esclaviza, sino que eleva nuestra libertad y la convierte en «libertad creativa» o «libertad interior».

      Y ocurría —escribe— que, aunque su imagen (la de la joven Beatriz),6 que continuamente estaba conmigo, por osadía de Amor me señoreaba, era de tan nobilísima virtud que nunca sufrió que Amor me rigiese sin el fiel consejo de la razón en todo aquello en que aquel consejo fuera provechoso de oír.7

      La belleza de su gentilísima dama era transfigurada por una admirable virtud:

      Digo, pues, que se mostraba tan noble y llena de todas las gracias que cuantos la miraban sentían dentro de sí una dulzura tan honesta y suave que no sabían significarla, como tampoco había nadie de cuantos la miraban que al punto no se viese obligado a suspirar. Estas cosas y otras más admirables procedían de su virtud (…).8

      Al final de la obra, Dante decide no hablar más de esta singular mujer «hasta tanto que pudiese hacerlo más dignamente».

      Y en conseguirlo me esfuerzo cuanto puedo, como ella en verdad sabe. Así, pues, si le place a Aquel por quien toda cosa vive que mi vida dure algunos años, espero decir de ella lo que nunca de nadie se ha dicho. Y luego quiera aquel que es señor de toda cortesía que mi alma pueda irse a ver la gloria de su señora, esto es, de la bienaventurada Beatriz, la cual gloriosamente contempla el rostro de aquel qui est per omnia saecula benedictus (que es bendito por todos los siglos).9

      El lenguaje poético

      Por ser fruto de una transfiguración —un cambio a mejor—, este amor requiere ser proclamado con lenguaje poético, entendido este vocablo en su sentido más profundo. La figura de Beatriz simboliza este tipo de amor elevado, promotor de relaciones desbordantes de sentido. Tal fertilidad nos indica que dicho simbolismo es plenamente real, eficiente, no una vana figuración literaria. Si puede parecerlo a primera vista, es precisamente porque su tipo de realidad es muy elevado.10

      Como el tema del amor a las personas se vincula en la Divina comedia muy estrechamente con el amor a la sabiduría, nos ayudará a penetrar en esta obra experimentar de cerca el fervor que sintió Dante por la vida de la razón y, en general, por la «filosofía». Los estudios filosóficos le ayudaron a profundizar en la experiencia que tenía de la vida y le permitieron analizar las diversas actitudes que adoptaron ante la vida quienes se hallan ahora en el infierno, en el purgatorio, en el paraíso.

      El infierno

      Conducido por el admirado poeta Virgilio, Dante se encuentra, en su viaje, ante la puerta del infierno. En ella figuraba una pavorosa inscripción, cuyas palabras, más que escritas, parecen talladas en bronce:

      Por mí se va a la ciudad doliente;

      por mí se va a las penas eternas;

      por mí se va a estar con la gente perdida.

      (…) Antes que yo no hubo cosa creada,

      sino lo eterno, y yo permaneceré eternamente.

      Vosotros, los que entráis,

      dejad aquí toda esperanza (Canto 3, 1-9).11

      Dante advierte que quienes ahí habitan —sin esperanza de un futuro mejor— «nunca vivieron de verdad» (ibid., 64-60); se dejaron llevar de una actitud de soberbia y prepotencia, y se sometieron a toda suerte de adicciones viciosas; entre ellas, la gula (Canto 6, 49-63) y la avaricia… (ibid., 64-76). De sus extralimitaciones no mostraron arrepentimiento en vida, y murieron sin contrición.

      El purgatorio

      Las personas que aquí se encuentran cometieron también faltas graves, pero se arrepintieron sinceramente antes de morir. Por eso su estado es de purificación. Lo anota cuidadosamente el autor: «Virgilio me dijo: “Hijo mío, aquí puede haber tormento, pero no muerte”» (Canto 27, 1-32).

      Dante se dirige a quienes se hallan en tal estado con estas palabras: «¡Oh almas seguras de gozar, cuando sea, de eterna paz! (…)

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