Скачать книгу

más que de manera imperfecta la ausencia de aquellos y aquellas con los cuales tenemos el deseo de vivir. Vivir con, esto no sería más que vivir de manera duradera a distancia. De esta forma, no podemos más que estar de acuerdo con Giorgio Agamben cuando afirma no creer que “una comunidad fundada sobre el distanciamiento social es humana y políticamente vivible”.

      En los tiempos del confinamiento –lo recordábamos recientemente– hemos inventado llamadas, enlaces, tantas maneras de prestarnos atención mutuamente. Acechados por el cansancio o esta forma de inatención propia de la melancolía, encontramos en ellos el recurso de una vigilancia compartida para no hundirnos. Nuestra preocupación fue la de no cortar los mil y un hilos que nos unían a los otros y hacer la vida vivible. En la prolongación de los días, los gestos, los signos que ataban estos hilos llevaban el rechazo ético de estas formas insidiosas que implica el abandono de los otros, la exclusiva autoprotección de sí, el repliegue sobre sus propias defensas, la indiferencia o el silencio.

      El reto del des-confinamiento, ¿qué es lo que persigue? Sería de guardar la medida de las fragilidades inducidas por la catástrofe de manera cada vez más singular. No será fácil dar vuelta la página y sus efectos no desaparecerán por la acción de una vara mágica, reencontrando progresivamente la libertad. Las marcas específicas de la atención, del cuidado y de la ayuda que nos tocará a cada uno inventar quedarán largo tiempo todavía con la fuerza de una llamada, a la cual el ejercicio de la responsabilidad ordenará que no se nos escape.

      Suponiendo que se insista en querer hablar de «barbarie», es preciso reconocer entonces que, en tales circunstancias, su riesgo se debe menos a los residuos del «estado de emergencia sanitaria», de las cuales cualquiera se prolongará, que a la voluntad que se impondría de poner a la sociedad en movimiento, en marcha forzada. Esta se manifestará menos en la excepción misma que en las infracciones cometidas en nombre de esta marcha, al reconocimiento de que lo que el traumatismo tuvo de «excepcional», a la consideración patente de sus efectos físicos y psíquicos. «Excepcionales», las semanas pasadas lo fueron sin duda, y la mayor farsa sería minimizar esto o ignorarlo en nombre de una norma ética indebida, como la de afrontar la muerte en masa con valentía, sin tenerle miedo.

      La urgencia será, desde entonces, no precipitarse en nada, de dejar a cada uno, se tratará de comenzar por aquellos a quienes la epidemia habrá golpeado más duramente, el tiempo de recuperar su aliento, de no imponer, en otros términos, ninguna norma a la resiliencia. He aquí porqué la barbarie, si es así, debe ser temida en todas las formas de brutalidad, cuya voluntad política y el deseo social de un «retorno a la normalidad» serían susceptibles de acomodarse. De igual forma que el tiempo del duelo es incomprensible y que no es decretable, las secuelas, individuales y colectivas, de un trauma no se borran por orden de nadie.

      Lo anterior no se impone en ninguna parte tanto como en el terreno económico y social. Ya en las filas inquietas de los aduladores del liberalismo que quisieran que nada sea cuestionado ni cambiado, una pequeña música se hace escuchar que quisiera que el des-confinamiento sea sinónimo de una vuelta al trabajo sin fechas y que la viabilidad de las empresas sea asegurada a cualquier precio. No tomó mucho tiempo para que la reducción progresiva del desempleo parcial, la disminución de las cargas de las empresas, y sobre todo el aumento del tiempo de trabajo sean presentados como anticuerpos necesarios para resistir a los efectos económicos y sociales del virus –como sí lo que se excluyera por principio fuera el cuestionamiento de un sistema a los efectos desastrosos, como si fuera necesario salvar todo pasando por encima–.

      Podemos ya imaginar los «sacrificios» que este mundo demandará para hacer posible el «retorno a lo normal», asumiendo las presiones ejercidas por los gobiernos para que estas se impongan. Acomodándose desde siempre en el drama social vivido por aquellos y aquellas que sacrifican sobre el altar de la competitividad y rentabilidad, es de temer que la pandemia sirva de coartada para, en esto, sacrificar más. Quizás si en todo esto, a fin de cuentas, es la «barbarie» la más temible, la forma moderna más insidiosa de un consentimiento asesino que esconde su verdadero rostro.

      Estas medidas reclamadas por las voces más conservadoras conducirán, al final del día, a sumar violencia a la violencia. Será entonces responsabilidad política de cada uno, individual y colectiva, de manifestar el rechazo intransigente. Sería desastroso, en efecto, que la pandemia pase, sin haber revelado las conciencias suficientemente para que recuerden que la urgencia sanitaria no es la última palabra de la crisis.

      Una vez salido de los combates dados cotidianamente para salvar vidas, son otras las luchas futuras que será necesario saber inventar; es otro mundo el que será necesario imaginar y encontrar los medios de imponer. Hemos remarcado mucho, este último tiempo, la manera que han tenido los gobiernos de dirigirse a la población, igualmente a las medidas tan necesarias para forzar la protección de la población misma, planteando el tema de que a los ciudadanos se le había negado la capacidad de hacerse cargo de ellos mismos.

      Incluso, se habló del fenómeno de «infantilización ». Esto no es exagerado. Tratados como una banda de niños indisciplinados a los que hay que advertir, amenazar, vigilar, controlar, regañar y sancionar, la población habrá soportado el peso de una fuerza infantilizante, imponiéndose obligaciones, restricciones y privaciones, al mismo tiempo que ésta generaba un corto circuito y no podía participar de los debates, de discutir y oponerse, asumiendo sin duda que esto hubiera sido una pérdida de tiempo. El estado de urgencia no tiene otro sentido.

      Lo anterior, porque el estado de urgencia habrá impactado nuestras condiciones de existencia confiscando la palabra, sin que se nos deje ningún poder para combatir y defenderla. Conviene aquí, sin embargo, preguntarse en qué medida la fuerza de este estado, tal como lo encarnan las autoridades sanitarias y políticas, no debe ser reconocido, también, como una violencia, y llevar adelante entonces lo que toda fuerza denomina: interrogar, de manera crítica, su destino. Si hay violencia, es una violencia que salva vidas, he aquí la paradoja. Y esto habrá sido suficiente para darle legitimidad. Tanto como sean necesarias para su rescate, las autoridades tendrán pues todas las razones de mantener las medidas de excepción. Pero mientras más éstas duren, en nombre de la precaución y de la prevención requeridas, más estaremos en derecho de inquietarnos respecto del espíritu que rige su mantenimiento. ¿A qué nos acostumbraremos? ¿Cuál será la predicción sobre el estado de emergencia? ¿Se tratará de un nuevo tipo de sociedad fundada sobre más control y vigilancia? ¿De una biopolítica liberada de la vergüenza y del escrúpulo de las libertades? ¿Del triunfo de un nuevo complejo político, sanitario e industrial? Estas son las razones del porqué los imperativos sanitarios abren la ruta hacia una urgencia política: aquella, para la población, de reapropiarse reinventando el espacio democrático. Vamos a tener, entonces, tres sueños. El balance de una catástrofe es siempre la escuela de una falta. Esto hace aparecer lo que habrá faltado para superar la prueba a un menor costo, en términos de vidas perdidas.

      El balance revela las desventajas, las fallas que la han agrandado, denuncia las elecciones políticas anteriores, las doctrinas impuestas, las que, llegado el momento, la herencia no habrá ayudado a enfrentar, a menos que su peso no haya contribuido a agravar la situación. Soñar es dar derecho a la imaginación. Toda voluntad de poner a la sociedad «en marcha» volviéndola atrás equivaldría a confiscarla, como si la pandemia no debiera ser más que un paréntesis que habría que cerrar lo más rápido posible, como un mal recuerdo que nos haría volver al mundo anterior por injusto y desigual que éste sea. ¿Qué significa entonces imaginar? La pandemia tiene de común con el calentamiento global que no conoce fronteras. El tiempo que declara es siempre tardío, el virus ya ha circulado y su progresión no puede ser limitada a los límites de un territorio. Es común que los estados deban enfrentar aquí urgencias, con debilidades y fuerzas divergentes.

      No está prohibido entonces –este es el primer sueño– soñar una solidaridad que implicara, para los estados prioritariamente, no buscar sacar ventajas los unos de los otros a fin de aumentar su propio poder, en detrimento de las naciones que compiten. De esta carrera, en efecto, sabemos que su primer efecto es sumar víctimas a las víctimas, de instalar a los Estados en políticas económicas y sociales que, en nombre de la competencia, impongan el mantenimiento compartido de injusticias y desigualdades. No «hacer demasiado» por

Скачать книгу