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a cerrar sus fronteras. En pocas semanas, casi todos los automatismos de una soberanía celosa de sus prerrogativas, han recuperado sus derechos, el primero de los cuales es defender el interés (en este caso, la supervivencia) de los «suyos», aunque sea en detrimento de la de los demás. Lo habrá atestiguado dolorosamente la «carrera por las máscaras», el desvío de los cargamentos prometidos, a voluntad de una última subasta en el medio. Es de temer que tales prácticas amplíen, a largo plazo, la lista de «indeseables». ¿Cuándo aquí y allá se caza a los extranjeros?

      Puesto que se trata de una pandemia, la situación compromete, de parte de todos y para todos, una responsabilidad indisociablemente ética y política. Es por eso que ella llama, al igual que la proliferación de las armas nucleares y el calentamiento global, una ética-cosmo-política garantizada y llevada por las instituciones internacionales, cuya refundación nunca habrá parecido más urgente. Las sociedades se encuentran, así, ante una encrucijada en el camino. Como cada vez que ellas son puestas a prueba, la tentación es grande (y fácil) respecto de un repliegue sobre sí mismo defensivo, que ya se puede prever (son siempre tristemente previsibles) en el que los partidarios de un nacionalismo populista agresivo se harán los voceros incondicionales.

      Lo será tanto más cuanto que las últimas semanas han puesto de manifiesto las fallas, si no la ruina de una globalización, cuya lógica financiera y sus consecuencias industriales, empezando por la deslocalización de la producción de bienes esenciales para la protección sanitaria de las poblaciones, han retrasado las medidas esenciales (el uso de la máscara, el diagnóstico), poniendo en peligro el abastecimiento de los hospitales, extendiendo considerablemente la contaminación y han puesto bajo tensión las capacidades de acogida de las estructuras hospitalarias. En consecuencia, y por todas estas razones, ha aumentado in fine el número de muertos.

      Dicho de otra manera, la alternativa a un repliegue nacional, agresivo y exclusivo, no podrá consistir en la recuperación, la continuación o la repetición de lo mismo, de las mismas reglas y prácticas, como si la pandemia no hubiera sido más que un accidente de la historia, un paréntesis desafortunado en la marcha del mundo. Por ende, se inventarán nuevas solidaridades, nacionales y transnacionales; vínculos liberados de los círculos de la pertenencia y de las trampas de la identidad, llevados por el sueño de una nueva justicia que hará del cuidado de los vivos su principio rector.

      IV

      ¿Por qué ahora esta política venidera debería ser ético política? De una manera general, es todo el tejido de las relaciones de las que está hecha la existencia de cada uno, el que se ha visto afectado repentinamente por el miedo al contagio, por un tiempo indefinido. Ya no ha sido posible tomarse de la mano, estrechar en sus brazos a aquellos a los que habitualmente se suele ofrecer estas señales de atención, estos gestos del cuidado, estos signos de ayuda que son la expresión ordinaria de la responsabilidad que reclaman su vulnerabilidad y su mortalidad, en el mismo momento en que se vieron incrementadas, de manera exponencial, por una pandemia, que nadie vio venir su manifestación, se ha vuelto imposible en condiciones de alejamiento y aislamiento, que han tenido para cada uno de los afectados por la enfermedad o la pérdida de un ser cercano, la brutalidad de una negación y la violencia de un desgarro.

      Ya no es más posible acompañar a los que están agonizando, decirles «adiós», asistirlos en su último aliento y enterrar a sus muertos. La dolorosa prohibición que ha pesado sobre la organización de los rituales funerarios nos recuerda de repente que uno de los pilares del «vivir juntos», que nos une los unos a los otros, desde el nacimiento hasta la muerte, en una misma sociedad, se basa en la promesa del «último camino».

      Sabemos bien que los muertos no sabrán nada de nuestra ausencia o de nuestra presencia, el día de su funeral, que nuestras palabras de despedida no tendrán eco y que no volverán. Y sin embargo les debemos (y nos debemos a nosotros mismos) estar allí. Ninguna obligación nos vincula más que este compromiso tácito. Por eso, la imposibilidad de suscribirse es el denominador común de las violencias colectivas que conforman la trama de la historia. Las guerras, con su cortejo de «soldados desconocidos», los asesinatos en masa, los genocidios, las deportaciones, las desapariciones orquestadas por los regímenes totalitarios tienen en común imponer la doble privación que significa, en los períodos más oscuros de la historia, el incumplimiento de esta obligación. Su catástrofe priva tanto a las víctimas como a los supervivientes de toda posibilidad de pagar la deuda que habían contraído mutuamente, según la cual quien sobreviva al otro no lo dejará solo en su «último camino». Es esta promesa que, desde la primavera pasada, la virulencia de la pandemia ha llevado a decenas de miles de hombres y mujeres, niños, hermanos, hermanas y amigos a renegar.

      Sin duda, saldremos del confinamiento y estos gestos volverán a ser posibles, pero nada será como antes, porque ahora sabemos que estas medidas extremas pueden repetirse, que otras emergencias sanitarias, dictadas por los gobiernos futuros, vendrán, que los repetirán. Debemos aprender a vivir con la conciencia de que la columna vertebral del «morir-acompañado», sostenido por los principios de la atención, del cuidado y del socorro, en apariencia indestructibles, que nos permiten estar y vivir juntos, puede derrumbarse. Debemos proyectarnos en el futuro, sabiendo que las obligaciones que nos unen los unos a los otros, vivos y muertos, pueden ser «deshonrosas» por la urgencia sanitaria, y es probable que no estemos en medida de respetarlas.

      V

      Todas las tardes, a las 20 hrs. de Francia y a las 18 de Italia, nos encontramos en nuestras ventanas o en nuestros respectivos balcones para aplaudir, a tambor batiente, al personal de salud, los médicos, los enfermeros y enfermeras, los auxiliares, a quienes conducen las ambulancias. En tiempos ordinarios saludamos el cuidado que ellos dan a aquellos y aquellas a quienes nosotros les confiamos en tanto expertos médicos, mientras que nosotros nos encargamos, por nuestra parte, del afecto y el consuelo que se le debe entregar a los enfermos, de las palabras de paz, de los gestos de atención que ellos requieren cuando los visitamos y nos acercamos a ellos. Lo que nos toca es preservarlos del sentimiento de abandono y de soledad que les reserva ineluctablemente su hospitalización y su cara a cara con su cuerpo sufriente. Para ellos, nosotros buscamos, inventamos las sonrisas, las palabras que los hagan sentir seguros, les damos las noticias, les contamos las historias que los distraen, tanto como se pueda, del repliegue, de la ausencia y el distanciamiento que crea la enfermedad. El personal que los cuida, sin duda, no se queda atrás. Estos gestos, estas palabras, esta atención, que les corresponde al momento de aliviar la experiencia, cuando la organización de todo el servicio les deja tiempo. Ellos no son sin embargo los únicos en asumirlos. La mayor parte del tiempo los cercanos (la familia, los amigos) de aquellos que cuidan comparten esta carga esencial de reconfortar a los enfermos.

      Es este sentimiento el que no es más posible compartir en tiempos de la pandemia. Cuando aplaudimos en las tardes para dar testimonio de nuestra gratitud a los «cuidadores» , no los saludamos únicamente por su entrega, por el riesgo que asumen para salvar la vida de los que queremos, que ellos/as mismos/as asumen, les agradecemos, más profundamente todavía, por su vicariato. En las ambulancias, los pasillos del hospital, las piezas donde la enfermedad los ha hecho fallar, el personal de salud hace más que asegurar los gestos que cuidan, esperando que curen, él nos sustituye en el apoyo a nuestros enfermos y que las reglas estrictas del confinamiento no nos permiten asumir. No tenemos otra posibilidad, otros medios, que el de abandonarnos a estos seres que no conocemos, a sus sonrisas, a sus palabras amables, a sus gestos de bondad y de humanidad, para llevar a nuestro lugar todo el socorro posible a aquellos y aquellas que no podemos acompañar más, como lo quisiéramos, en la enfermedad y, por mucho, en el fin de la vida.

      En el tiempo del Coronavirus, ellos palían nuestra ausencia, hacen lo que sea, para nosotros mismos y para aquellos que amamos, un poco más soportable, un poco menos invivible. Todos los testimonios concuerdan en decir cuánto este vicariato es ejemplar, impulsando a médicos, enfermeros, auxiliares a asumir como evidencia del corazón la responsabilidad de la atención, del cuidado y de la ayuda que experimentan como un sentimiento de deber hacia los enfermos y a los moribundos, indirectamente a sus familiares, hasta que se le acaben las fuerzas.

      En tiempos difíciles y frecuentemente dramáticos, el riesgo al cual las sociedades están expuestas es el de la frustración. Nada acecha más a

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