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      Christophe: Sí, conocer a seres humanos que personifican la posibilidad de superar nuestros miedos nos hace bien. Los maestros espirituales, las personas que encarnan la fuerza y el consuelo de toda una tradición espiritual pueden aportarnos mucho en el terreno de nuestras preguntas existenciales, pero sobre todo nos ofrecen aquí y ahora remedios concretos a nuestros sufrimientos, especialmente si no están demasiado lejos de nosotros, en la cima de una montaña, y si dan muestras de saber escuchar, de empatía y de buena voluntad. Estas son las cualidades que hacen que los sintamos cercanos, que reducen la distancia entre ellos y nosotros; porque si la distancia es demasiado grande, no pueden ser fuente de ayuda o de inspiración. Si los sentimos cercanos a nosotros, nos demuestran que continuando por ese camino vamos a superar realmente nuestros miedos y encontrar una zona de tranquilidad.

      Matthieu: He sido testigo de la forma en que ciertos maestros tibetanos ayudan con discreción y habilidad a personas que experimentan dificultades psicológicas y no se sienten bien en su propia piel. Es muy habitual que no intenten convencerlas de gestionar su desequilibrio por medio del intelecto o los razonamientos. Les proponen que se acerquen a compartir con ellos su día a día y que los acompañen en los viajes que realizan para difundir sus enseñanzas. De este modo, poco a poco, como por ósmosis, los discípulos se impregnan de la tranquilidad y la sabiduría de aquel o de aquella al que acompañan. Se crea así un clima de confianza y, cuando reciban instrucciones más formales acerca de la práctica propiamente dicha, las aplicarán con un espíritu sereno y confiado. Tal es la fuerza silenciosa del ejemplo.

      Christophe: Con todo, los maestros de verdad no abundan, y sucede a veces que sus mensajes no siempre son lo suficientemente concretos, ¡a mis ojos de educador, al menos! Entonces es cuando intervienen los terapeutas, más fáciles de encontrar, menos intimidatorios, ¡y más anclados en la realidad concreta! Pienso en esos pacientes hostigados por la ansiedad o la tristeza. Tienes la sensación de que no miran hacia la dirección adecuada: conceden mucha más importancia a las experiencias existenciales desdichadas que a las felices. Y pasan de largo momentos en sus vidas que podrían contribuir a salvarlos —por ejemplo, cuando pasean en medio de la naturaleza, o cuando están con amigos—, porque no se hacen presentes, porque su espíritu no capta su atención, porque su corazón no los acoge. Mi papel en cuanto terapeuta es el de ayudarles a corregir este pequeño error; y digo «pequeño» porque el esfuerzo que realizar no es tan grande, y puede generar cambios inmensos. Hay momentos en que un pedazo de cielo azul, una palabra amistosa, podrían tocarles la fibra del corazón. Es fundamental abrirles los ojos sobre este hecho: «¿Acaso la verdad de vuestra existencia no se extiende sobre los dos territorios, el territorio del sufrimiento, como también el territorio de la paz, del amor, del afecto, de la admiración?». Intento reequilibrar estos dos tipos de experiencias vitales, de atraer también su atención a estas pequeñísimas parcelas de tranquilidad, y preguntarles acerca del hecho de que también ellas dicen cosas sobre lo que puede ser la condición humana: un pie en la adversidad, un pie en la felicidad.

      Matthieu: El abogado del diablo te dirá: «Sí, es un momento mágico, pero ¿qué conseguirá cambiar? Eso no durará.». No cabe duda, pero uno puede también esforzarse por comprender por qué ha sentido esa paz durante esos momentos privilegiados. ¿Por qué no intentar prestar mayor atención a las características de ese estado, como tú dices, y cultivarlas?

      Christophe: La dificultad que afecta a nuestros pacientes es que no se hallan verdaderamente presentes en esos momentos de belleza, de amistad, de consuelo: beber una taza de té ofrecida por un amigo que nos quiere, etc. Siguen aún inmersos, a veces con empecinamiento, en su tristeza, en su sufrimiento, en su angustia, y su objetivo se reduce a una sola obsesión: dar con la solución duradera, con la respuesta definitiva. De los buenos momentos, dirán: «Ha sido agradable, pero no ha resuelto nada, no me ha impedido volver a mi angustia». Y lo que tenemos que decirles, hacia lo que debemos guiarles a que comprendan por ellos mismos, es esto: «Mientras consideres los buenos momentos como un remedio a los malos momentos, la cosa no va a funcionar. Lo importante es que te entregues plenamente a la amistad, a la admiración, a la naturaleza, a esos instantes, sin asignarles una finalidad prestablecida. Si los sometes a tu angustia, si continúas estableciendo una jerarquía y considerando que la ansiedad, el miedo, la tristeza, el sentimiento de soledad son intrínsecamente más importantes, más verdaderos que esos momentos de felicidad, de tranquilidad, la cosa seguirá sin funcionar. Concede a los momentos de serenidad tanta realidad como a tus inquietudes, da vueltas en tu cabeza en torno a los buenos momentos como lo haces con los malos, ¡trátalos en pie de igualdad y dejarás de cojear!».

      Alexandre: Sí, deberíamos prestar más oídos a la interioridad y atrevernos decididamente a desconectarnos de todo lo que nos inclina de forma permanente a la hiperactividad. Sin pretender dárselas de carca, ¿cómo no darse uno cuenta de que hoy en día la vida interior, la introspección, están como parasitadas por los mil reclamos que nos acosan: Facebook, Twitter, correo electrónico, noticias…? En medio de este tumulto incesante, ¿cómo tomar en consideración un retorno a lo más hondo? ¿Quién nos impide concedernos minirretiros que sean otras tantas etapas para abandonar el modo de piloto automático y mudarnos a un hogar más profundo? Hiperestimulados como estamos, ¿sabríamos convivir con el tedio, con nuestros fantasmas, con la aridez de esas horas que, en apariencia, no conllevan fruto alguno? Incluso mientras meditamos, queremos vivir experiencias excepcionales, sensaciones fuertes. ¿Cómo no instrumentalizar la vía, el camino? Zambullirse en lo más hondo es ya desprogramarse, creer que ninguna circunstancia prohíbe la alegría verdadera. El pesimismo del ego responde a una mentira, a una superchería.

      Mil veces al día hay que perseverar en la ascesis, disipar las nubes adventicias que nos impiden acceder a nuestra naturaleza búdica. Abandonar una lógica del consumo, conectar con aquello que es más grande que yo, con el medio ambiente si es el caso, ¡he ahí el desafío! Según parece, en nuestros días hay niños que no han visto nunca una vaca de verdad, y que piensan que un pez se parece a un objeto cuadrado y empanado… Pero cuidado con hacernos los moralistas, cuando más bien se trata de desprenderse de las adicciones afectivas, de prestar oídos sordos a las sirenas de las apariencias.

      ¿ENGANCHADOS A LA ANSIEDAD?

      Alexandre: Hay una cuestión que me atormenta: ¿es posible que en el corazón del ser humano haya un mecanismo de autodestrucción? ¿A qué se debe que, con plena conciencia de causa, sigamos adelante con insistencia por una carretera que nos conduce directamente contra una pared? ¿Por qué, en determinados momentos de nuestra vida, nos obcecamos en comportamientos que nos arrastran al abismo? ¿Qué fuerzas imperiosas nos convierten en adictos a las causas de nuestro sufrimiento? Todo esto nos devuelve una vez más de lleno al tema de la acrasía y de la adicción…

      Christophe: ¿Enganchados a la ansiedad? No me gusta demasiado acusar a las personas que sufren de «complacencia» con respecto a sus síntomas. Pero en efecto, puede haber en cada uno de nosotros una dependencia, ciertamente involuntaria, a sus sufrimientos. En ocasiones, cuando intentas aliviar a alguien que está muy angustiado, tienes la impresión como si estuviera apegado a ese sentimiento. Incluso en determinados momentos, en una especie de pulso argumentativo, intenta convencerte de que tiene buenos motivos para estar angustiado, y entonces tú, con la misma tonta obstinación, tratas de convencerlo a él de que no hay por qué estarlo. Se llega a un callejón sin salida: convicción contra convicción.

      Alexandre: ¿Será que preferimos un hábito nocivo, incluso doloroso, antes que abrirnos a lo desconocido, o acoger de buena gana el vacío?

      Christophe: Exactamente. Es por eso por lo que, aun siendo terapeuta, pienso que en toda sanación, en determinado momento, se da un acto de fe: uno se suelta de sus certidumbres negativas para arrojarse al vacío, para agarrar el trapecio que le tiende su maestro espiritual, el terapeuta, o un amigo que quiere su bien. Uno está colgado sobre la sima, tambaleándose sin poder parar, incapaz de controlarse, y allá abajo hay alguien que grita: «¡Suéltate! ¡Arrójate y atrapa esta solución que te lanzo!». Es normal que uno tenga miedo de precipitarse al vacío y que se sienta tentado a permanecer

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