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Debemos reorientarnos hacia otras formas de abastecer a estas necesidades, por lo que cabe preguntarse: ¿Qué estoy buscando en esta dependencia? ¿Qué otras vías debo hacer el esfuerzo de explorar para satisfacer esta necesidad? ¿Cómo sería una vida sin esta dependencia, pero en la que quedara satisfecha la necesidad y me sintiera feliz?

      — No olvidar jamás que la vida es la más eficaz de las terapias. Por mucho que yo sea terapeuta y crea en lo que hago, he constatado que la vida puede ser tan benefactora, por no decir más, como la psicoterapia o los medicamentos, ¡porque aporta todos los reconstituyentes al mismo tiempo! El ejemplo que pongo a menudo es el de la vitamina C. Puede encontrarse en forma de comprimido, ciertamente, pero también en los kiwis, en las naranjas y en muchas otras frutas: la vitamina C así absorbida es mucho mejor, porque la acompañan numerosos nutrientes (ausentes de las pastillas) que amplifican su efecto. En la vida, de forma similar, hay cambios, circunstancias, que, de modo simultáneo, nos traen encuentros, fuentes de placer diferentes, un nuevo entorno, emociones nuevas. Y de pronto, todos esos elementos, asociados a nuestros esfuerzos, sintonizan entre sí y nos ayudan a tomar la buena dirección. De modo que hay que hacer todo lo posible por no apartarse uno mismo, por mantenerse en el curso de la vida cotidiana: acciones, salidas, encuentros, descubrimientos… ¡Es ahí donde radica el mayor filón de soluciones y de recursos!

      MATTHIEU

      — Evitar los factores desencadenantes. Abstenerse de apretar el interruptor y exponerse a los factores que dan inicio a un deseo irresistible. Expulsar del campo visual las sustancias, las imágenes y cualquier otra cosa u objeto asociados a la adicción. Si esto no es posible, tomar distancia, alejarse de todo, buscar un paraje natural, salir de paseo con amigos, hasta poder regresar más fuerte y resiliente.

      — El momento crítico. Las investigaciones muestran que el momento crítico es el de la confrontación con el estímulo: la visión del polvo blanco, de la botella, ya sea en la realidad o a través de una imagen mental que se impone con fuerza. Entonces es cuando, rápidamente, todo se torna irrefrenable. Si uno deja que el proceso se ponga en marcha, este adquiere tal fuerza que es muy difícil mantenerlo a raya. No es posible decirse: «Bueno, tomaré un poquito, y lo dejo». Hay una práctica meditativa que puede ayudarnos y que consiste en «ampliar» el espacio temporal de ese momento de confrontación, para poder disponer de un mayor margen de maniobra. Al contemplar directamente los pensamientos engendrados por la imagen mental del objeto de deseo, y dejando que nuestra mente repose en el momento del presente, estamos dando a esos pensamientos tiempo para que pierdan su intensidad y se desvanezcan por sí mismos, del mismo modo que si quisiéramos hacer un dibujo sobre la superficie del agua, se diluiría a medida que lo trazamos. Si conseguimos suspender el proceso de los pensamientos que nos afligen por un tiempo lo suficientemente largo, reposando en el momento del presente, podemos evitar vernos atrapados por el encadenamiento subsiguiente, en cuyo transcurso perdemos todo control.

      — Observar la pulsión en el espacio de la plena conciencia. El gran sabio budista Nagarjuna decía: «Sabe bueno rascarse, ¡pero sabe mucho mejor que no te pique nada!». Con tal finalidad, es recomendable contemplar durante un tiempo suficientemente prolongado la picazón con el ojo de la presencia atenta, hasta que se difumina y uno vuelve a sentirse libre. Hay quienes son capaces de rascarse hasta sangrar. Si suspendemos este gesto, y aunque ciertamente durante unos momentos cuesta soportar el picor, este termina por desaparecer. Si aplicamos esta metáfora al contexto de la dependencia, diremos que es necesario movilizar el suficiente contingente de determinación, de fuerza de voluntad, para hacer que esta pulsión lacerante disminuya por ella misma, de forma similar a una fogata a la que dejamos de añadir leña: el fuego arderá con intensidad cada vez menor, hasta apagarse. Está en la naturaleza de las cosas.

      ALEXANDRE

      — Apuntarse a la escuela de Spinoza. Abrirse a la gaya ciencia es identificar aquello que realmente nos llena de gozo, aquello que nos alimenta en lo más hondo de nuestro ser, de verdad.

      — Romper el monopolio. Diversifiquemos el placer; mejor aún, obtengamos gozo de todo. La vida es dura: dudas incesantes, insatisfacción contumaz, pruebas, contratiempos, deterioro, aflicción. De ahí a arrojarse sobre la primera migaja que se nos presenta para anestesiarnos no hay más que un paso. Para sustraerse a la adicción, y Dios sabe qué fácil es decirlo, acabemos con el exclusivismo para no darle al primer llegado el mando a distancia capaz de enviarnos de cabeza al infierno. Nada ni nadie puede convertirse en el «todo» del mundo.

      — Atreverse con la transparencia. Pedir ayuda, abrir las heridas del alma y no olvidar nunca que el hombre no es causa sui, no es una entidad hermética, separada, autárquica. Indudablemente hay otras maneras de relacionarse con los seres humanos sin tener que acarrear con el miedo, los celos, el apego.

      — Saber discernir. Aprender a distinguir aquello tras lo que corremos día y noche, de aquello que deseamos de verdad, en lo más hondo. Prestar oídos para identificar las necesidades y los placeres de nuestro corazón.

      3

      EL MIEDO

      Alexandre: Durante mi estancia en Corea, tuve ocasión de realizar un retiro zen de tres meses en el campo. Las primeras semanas transcurrieron sin un atisbo de sombra, un auténtico paraíso en la tierra. Un día vinieron a verme mi mujer y los niños. Salimos juntos a retozar alegremente por el bosque, a tirarnos por las pendientes, saboreando una dicha perfecta. Llegado el momento, ellos se volvieron a Seúl. Entonces, ciertos recuerdos de un pasado lejano se agolparon de improviso en mi mente. Me acordé de aquellos tristes domingos por la noche, en que perdía por así decir a mis padres para volver al instituto. No sé qué mosca me picó, pero me puse a navegar por internet y descubrí que se había producido un caso de rabia en la región, en el pasado. Esta enfermedad, si no se trata con rapidez, es mortal. No hizo falta más para desencadenar en mí una ansiedad de locos… Me moría de angustia solo de pensar que podía haberme sentado sin darme cuenta encima de un mapache rabioso. Recuerdo algunas meditaciones en que hube de morderme los labios para no gritar, hasta tal punto me consumía el miedo. Lo intenté todo: meditar, pasear, ver películas; no había nada que pudiera calmar aquel estado de alarma permanente.

      Cuando estaba a punto de perder la cabeza, di con un vídeo que proponía un extraño ejercicio: había que imaginar que uno podía aumentar el volumen de la angustia imaginando situaciones aterradoras. Así pues, visualicé cómo un animal rabioso mordía a uno de mis hijos, y este moría sin remedio. Al cabo de diez minutos, el vídeo instaba a doblar la dosis, para observar la ansiedad, el tormento, el sudor, la crispación. Aquel ejercicio, contrario como mínimo a toda intuición, me ayudó mucho. Tomé conciencia de que si estaba en mi mano aumentar el volumen de mi angustia, también podía dejar de alimentarla. Como fondo de pantalla de mi teléfono móvil, puse la imagen de un enorme botón de volumen. El infierno duró meses. A pesar de aquella valiosa práctica y de su moderado efecto sobre la angustia, no pude por menos de constatar que la voluntad no era soberana. Pero el ejercicio presentaba otro interés: revelaba que mis tormentos los creaba exclusivamente mi mente.

      Christophe: En psicología, el miedo designa el conjunto de reacciones corporales y anímicas frente a un peligro. Se distingue de su prima hermana, la ansiedad, la cual reúne las reacciones frente a la posibilidad de un peligro, es decir, un peligro próximo o imaginario. Como se dice a menudo, y como tú has contado, Alex, la angustia es propiamente un miedo sin objeto. Sin objeto fáctico y presente, pero no sin realidad, ¡hasta tal punto subyuga a nuestro cuerpo y a nuestra mente!

      El miedo, en todas sus formas, es sin duda una de las emociones más inhibidoras de libertad, tanto de la libertad exterior, puesto que con frecuencia nos impulsa a huir o a escondernos, como de la libertad interior, ya que el miedo contamina nuestros pensamientos, nos mueve a vigilar lo que nos rodea, a prever todos los peligros posibles, a calcular por anticipado qué sería más seguro para nosotros y para nuestros allegados: nuestro cerebro se transforma en una máquina de vigilar, de eludir, de planear.

      Incluso

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