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mano por encima de la mesa.

      –Sé a qué se dedica Clay, y también que tiene mucho éxito.

      Los ojos de May brillaron de diversión.

      –Rafe no lo aprueba, así que no suelo hablar mucho de Clay delante de él, pero creo que es muy divertido. Mi hijo convertido en modelo de trasero. Y también le va muy bien.

      –Que supongo que es parte de lo que le fastidia a Rafe.

      –Exacto.

      Sonó el temporizador del horno. May se levantó y lo abrió. Sacó el bizcocho y sacudió la cabeza al ver que no se había hecho por dentro.

      –¡Vaya, se me ha olvidado darle la vuelta! –giró el molde y volvió a poner el temporizador–. ¡Todavía quedan tantas cosas por arreglar!

      –Sí, se necesita un horno nuevo.

      –Y un calentador de agua más grande.

      Heidi no quería pensar qué motivos podía tener May para necesitar un calentador de agua más grande, pero sabía la respuesta. Las duchas para dos tendían a durar más de lo normal. Se esforzó en apartar aquella imagen de su cerebro y bebió a continuación varios sorbos de café con intención de darse valor.

      –May, eres una mujer encantadora.

      May se reclinó contra el mostrador.

      –Ese es un principio casi amenazador. Si fueras mi médico estaría pensando ya que voy a morir.

      –Quiero hablarte de Glen. Estoy preocupada por ti. Él no me hace caso, pero espero que tú sí.

      –Tienes miedo de que me rompa el corazón.

      –Sí.

      May asintió.

      –Eres muy amable al preocuparte por mí. El propio Glen ya me advirtió. Me dijo que él no era la clase de hombre que asentara la cabeza y que yo soy la clase de mujer que busca algo permanente.

      Se pasó la mano por el pelo y continuó hablando.

      –Mi marido murió hace más de veinte años y yo ya he aceptado que jamás volveré a querer a nadie como le quise a él. Me dio a mis hijos y siempre será mi primer amor. Pero ya va siendo hora de que me divierta un poco –sonrió–. No quiero casarme con Glen, Heidi. Quiero divertirme, y él es el hombre adecuado para recordarme cómo se hacía.

      Demasiada información, pensó Heidi.

      En ese momento sonó nuevamente el temporizador. May sacó de nuevo el bizcocho. Seguía un poco inclinado, aunque no tanto como la vez anterior.

      –Quedará mejor con el azúcar por encima –la consoló Heidi.

      May se echó a reír.

      –¡Esa es mi chica! ¿Qué crisis no puede arreglarse con un poco de azúcar glaseada?

      Heidi sabía que debería echarse a reír. Pero en aquel momento estaba demasiado sobrecogida por una repentina sensación de pérdida. Siempre se había dicho a sí misma que no podía perder lo que nunca había tenido. Que cuando sus padres habían muerto, ella era tan pequeña que apenas podía recordar nada sobre ellos. Pero en aquel momento, se descubrió añorando la oportunidad de haber crecido con una madre. Con alguien que le horneara bizcochos, le diera consejos y pudiera ayudarla a elegir el vestido para el baile del instituto.

      El pasado no lo podía cambiar, de modo que solo le quedaba el futuro. De alguna manera, tendría que solucionar el desastre del dinero y del rancho, sin perderlo todo y sin hacer sufrir a May.

      Rafe cruzó el tejado del establo. Desde aquella altura podía contemplar la mayor parte del rancho. Las cabras estaban en el norte de la propiedad, pastando los primeros brotes de la primavera. Sin duda alguna eran todo lo felices que podían ser unas cabras.

      Ya habían terminado la cerca. No quería ni pensar en la cantidad de postes que habían tenido que reemplazar, ni en los miles de metros de alambre que habían sido colocados en su lugar. Para él, era un trabajo excesivo para beneficiar únicamente a ocho cabras, pero su madre había insistido en que lo hiciera.

      –¡Rafe!

      Se volvió y uno de los tipos con los que trabajaba le lanzó una botella de agua. Su madre las llenaba todas las noches y las metía en el congelador. A media mañana estaban todavía frías, pero se habían derretido lo suficiente como para poder beber. Desenroscó el tapón y bebió un sorbo.

      Se suponía que él ocupaba la mayor parte de sus días con reuniones. Era insuperable consiguiendo cuanto se proponía y dando instrucciones a otros. Dante solía bromear diciendo que si Rafe terminara una reunión teniendo alguna tarea que hacer, lo consideraría un fracaso.

      Pero últimamente se pasaba el día sudando. Cazando ganado a lazo, construyendo cercas y, en aquel momento, reparando un establo.

      Ya no se molestaba en ducharse y afeitarse por la mañana. Se levantaba, se ponía los vaqueros y las botas y salía a trabajar hasta que le dolían los músculos.

      Había retrocedido en el tiempo, había vuelto a vivir junto a su madre en un lugar al que se había jurado no volver. Pero todo era diferente. Ya no le importaba el trabajo físico. Disfrutaba siendo capaz de sacar adelante el trabajo, colocando un poste o parte del establo y sabiendo que todo estaba mejorando gracias a él.

      En vez de salir a restaurantes acompañado de mujeres atractivas, se descubría a sí mismo en el viejo comedor del rancho, frente a Heidi, con Glen y su madre a la mesa. Pero la conversación fluía con facilidad. Glen tenía cientos de historias que contar sobre su vida como feriante. Heidi también tenía su buena dosis de anécdotas y Rafe disfrutaba escuchándolas. También disfrutaba del sonido de la risa de Heidi, y de la anticipación que sentía cuando le sonreía.

      Algunos días, cuando terminaba de trabajar e iba a ducharse, pensaba en llevarla con él. La imaginaba desnuda bajo la ducha, imaginaba su boca sobre la de Heidi y sus manos recorriendo su cuerpo entero. Se recreaba pensando en el jabón, en la piel húmeda y en todas las cosas que podían hacerse el uno al otro. Pero rápidamente se recordaba que Heidi no era la mujer que estaba buscando y que involucrarse con ella sería una estupidez que no se podía permitir.

      Aun así, un hombre tenía derecho a soñar.

      Terminó la botella y la tiró al contenedor que tenían debajo. Los trabajos de reparación del tejado avanzaban con firmeza. Imaginaba que al día siguiente podrían haber acabado. Por supuesto, para entonces su madre ya tendría otra lista de proyectos. Un par de días atrás, a la hora del almuerzo, había pedido una cocina nueva.

      Rafe quería recordarle que todavía no estaban seguros de que fueran a recuperar el rancho, pero sabía que sería una pérdida de tiempo.

      Apenas acababa de levantar un martillo cuando vio un enorme transporte de ganado entrando en el rancho. Rafe observó cómo reducía el vehículo la marcha hasta detenerse. No había pasado mucho tiempo con Heidi durante el último par de días, desde la noche en la que había vuelto bebida a casa. Imaginaba que le estaba evitando. Aun así, estaba seguro de que si fueran a llegar cabras nuevas, se habría enterado.

      Se acercó hasta el borde del tejado y bajó con mucho cuidado la escalera de madera.

      Su madre salió corriendo del interior de la casa.

      –¡Ya están aquí!

      Con los vaqueros y la camiseta parecía mucho más joven. Unió las manos y, prácticamente, bailaba de emoción. A Rafe se le cayó el corazón a los pies.

      –Mamá, ¿qué has hecho?

      –Ahora mismo lo vas a ver.

      Se acercó al vehículo. El ayudante del conductor bajó, rodeó el remolque, abrió la puerta y bajó una rampa. Rafe oía ruido en el interior del remolque, pero no conseguía identificarlo.

      Seguramente

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