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de que tuvieran agua, llevó la leche al interior de la casa y la guardó en el refrigerador del vestíbulo. Desayunó rápidamente, tuvo la suerte de evitar a su madre, y salió de nuevo para reunirse con los hombres de Ethan, que continuaban trabajando en la cerca.

      Poco antes de las nueve, una desvencijada camioneta de color rojo paraba cerca del cobertizo de las cabras. Salió de ella un hombre del tamaño de un oso, con el pelo rubio, barba y la clase de músculos que podrían doblar una viga.

      –Tú debes de ser Lars –dijo Rafe mientras se acercaba a él.

      Lars frunció el ceño.

      –¿Dónde está Heidi? –preguntó con un acento muy marcado.

      –Esta mañana no se encuentra bien y me ha pedido que te proporcione todo lo que necesites.

      –Pero yo veo siempre a Heidi.

      Rafe no sabía si Lars no le entendía o, simplemente, era un hombre muy obstinado.

      –Normalmente sí, pero está enferma. Las cabras están allí –señaló hacia la puerta.

      Atenea ya se había asomado a investigar.

      –¿Quién eres tú? –preguntó Lars mientras sacaba una caja de madera llena de lo que parecían unas tijeras viejas, además de diferentes botes y cepillos.

      –Rafe Stryker.

      –¿Y estás con Heidi?

      Era una pregunta complicada.

      –Voy a quedarme por aquí durante una temporada.

      –¿Con Heidi? –la indignación añadía volumen a aquella pregunta.

      Rafe se apoyó en la cerca y se permitió sonreír.

      –Sí, con Heidi.

      Lars enrojeció y apretó los puños. Aquel hombre le sacaba más de diez centímetros y probablemente pesaba treinta quilos más que él. Rafe sabía que era capaz de ganar en una pelea equilibrada, ¿pero contra una montaña? Se encogió de hombros. Qué diablos. Había superado peores obstáculos en su vida.

      Pero Lars no atacó. Sus hombros parecieron desplomarse mientras alargaba la mano hacia su caja.

      –Voy a ocuparme de las cabras.

      Heidi inhaló con recelo. May estaba haciendo algo en el horno, y aunque normalmente el olor de un bizcocho la alegraba el día, aquella tarde no estaba segura de estar a salvo de la más deliciosa fragancia.

      Había dejado de vomitar antes del amanecer, pero eran ya casi las doce cuando por fin había decidido que a lo mejor no iba a morir. En algún momento cerca de las diez, había aparecido Rafe con un té y unas tostadas. Había dejado allí el plato y la taza y se había marchado sin decir nada. Algo por lo que Heidi le estaría siempre agradecida. Apenas recordaba nada de la noche anterior, pero había algo que no había olvidado: se recordaba diciéndole a Rafe que podía besarla.

      Como si sentirse como si la hubieran atropellado no fuera suficiente castigo, tenía también que sentirse humillada. Aquello era completamente injusto.

      Cruzó la cocina y se sirvió un café. El primer sorbo la ayudó a recuperar la fe en un futuro mejor, aunque continuaba sintiendo un latido insoportable detrás de los ojos. Tenía que moverse muy, muy despacio. Se prometió a sí misma que no volvería a cometer tamaña estupidez jamás en su vida, y si lo hacía, despertaría a su abuelo a la hora que fuera para que le preparara el remedio contra la resaca.

      –¡Ya te has levantado!

      Aquel grito tan alegre la hizo sobresaltarse. El dolor de cabeza se transformó en un taladro y tuvo que reprimir un gemido.

      Se volvió e intentó sonreír a May.

      –Sí, he decidido que ya era hora de intentarlo.

      –Debes de habértelo pasado muy bien anoche.

      –Supongo que sí –miró hacia la ventana–. No vine en la camioneta, ¿verdad?

      –No. Te trajo una de tus amigas. Glen y Rafe han ido a buscar tu camioneta. No creo que tarden –May la agarró del codo y la condujo a la mesa de la cocina–. Todavía estás un poco verde.

      –Y me siento así –admitió Heidi, alegrándose de no tener que arriesgarse a ver a Rafe tan pronto–. Demasiado tequila.

      –Por lo menos te divertiste.

      –Eso espero. La verdad es que no recuerdo muy bien lo que pasó.

      Había salido con sus amigas, y Rafe había quedado con su cita. Eso la había afectado. Bueno, eso, y el hecho de saber que la afectaba. Había sido el efecto de las dos cosas, más que de una sola.

      Le dirigió a May una mirada fugaz.

      –¿Te desperté al llegar?

      May se sonrojó, corrió a la despensa y sacó una hogaza de pan.

      –No oí nada, pero Rafe me ha comentado que has pasado una noche difícil.

      Heidi esbozó una mueca al recordar cuánto había vomitado.

      –Digamos que quien quiera que dijera que el alcohol es un veneno, no mentía.

      May metió una rebanada de pan en el tostador.

      –Hoy te sentirás mejor. Procura hidratarte. Eso te ayudará.

      Heidi asintió, aunque le bastaba pensar en enfrentarse a un vaso de agua para que le entraran ganas de vomitar.

      –Es bueno que tengas amigas aquí –comentó May mientras le servía más café a Heidi–. He vuelto a ver a algunas de las mujeres a las que conocía cuando vivíamos aquí. Muchas de ellas se quedaron. No puedo evitar envidiarlas.

      Dejó la jarra de café en su lugar y miró por la ventana.

      –Jamás he olvidado la vista que se contempla desde esta ventana. Y tampoco el cambio de las estaciones –miró a Heidi y sonrió–. Yo me crié en el Medio Oeste. Cuando vinimos aquí, no podía dejar de admirar lo altas que eran las montañas. Me parecían maravillosas. Cuando murió mi marido, supe que no quería estar en ninguna otra parte. Teníamos poco dinero, pero teníamos esta casa, y Fool’s Gold.

      A Heidi se le había aclarado suficientemente la cabeza como para ser capaz de seguir la conversación.

      –Rafe me contó que el propietario del rancho, el señor Castle, te había prometido dejártelo en herencia.

      May asintió. La tostada saltó. May la colocó en un plato, le untó un poco de mantequilla y se la llevó a Heidi.

      –Así es. No me gusta hablar mal de un muerto, pero fue un hombre mezquino. Le creí, confié en él, y al final, lo perdí todo. Cuando murió y me enteré de que le había dejado el rancho a un pariente, me quedé destrozada. Tenía que marcharme de aquí. Probablemente debería haberme quedado en Fool’s Gold, donde tenía buenos amigos, pero me parecía humillante.

      –No habías hecho nada malo.

      May se sentó frente a ella.

      –Ahora lo sé, pero en aquel momento no podía pasar por alto que el señor Castle se había aprovechado de mí. Había perdido a mi marido pocos años antes y después me quedé sin el rancho. Así que nos mudamos y empezamos de nuevo.

      Heidi mordisqueó la tostada. El dolor de cabeza estaba un poco mejor. Desgraciadamente, sin la distracción de aquellos latidos, le resultaba más fácil imaginar el suplicio de May. Cuatro hijos, sin casa y sin dinero. Una situación realmente desesperada.

      –Pero seguro que hiciste las cosas bien. Mira a tus hijos.

      May se echó a reír.

      –Sí, son maravillosos, pero aunque me encantaría concederme todo el mérito, en gran parte han salido adelante por sí mismos. Rafe estudió en Harvard.

      –Sí,

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