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tuyas y me ofendes al devolvérmelas.

      –Y tú me ofendes a mí al dármelas cuando estás a punto de poner un anillo de compromiso en el dedo de otra mujer –replicó ella sin parpadear.

      Él también se levantó y fue hasta ella, que tenía la silla detrás y no podía escapar. La abrazó hasta que tuvo su cabeza sobre el pecho. Era demasiado fuerte y ella no podía zafarse de él aunque lo intentara. Además, él sabía que esos intentos no significaban nada.

      Notaba su calidez, ella quería estar entre sus brazos.

      Inclinó la cabeza hacia atrás con la respiración acelerada. Él vio que se le oscurecían las pupilas, que pasaban de ser grises a marrones, con una furia que hizo que le bullera la sangre.

      –No te pongas celosa –murmuró Helios estrechándola con más fuerza–. Mi matrimonio no cambia lo que siento por ti.

      Se mordió el carnoso labio inferior y el ojo izquierdo le tembló con una amargura que él no le había visto nunca.

      –Pero sí cambia lo que siento yo por ti.

      –Mentirosa. No puedes negar que sigues deseándome –él le rozó la mejilla con su mejilla y le susurró al oído–. Hace unos días, sin ir más lejos, gritabas mi nombre y todavía tengo los arañazos en la espalda.

      Ella separó la cabeza.

      –Eso fue antes de que supiera que estabas buscando una novia para casarte inmediatamente. No pienso ser tu… querida.

      –No tiene nada de particular. Los reyes de Agon han tenido amantes después de casarse desde hace generaciones.

      Su abuelo había sido la excepción a la regla, pero solo porque había tenido la suerte de enamorarse de su esposa.

      De los treinta y un reyes que había tenido Agon desde 1203, solo unos cuantos habían encontrado el amor y la fidelidad con sus cónyuges. Su propio padre, aunque murió antes de subir al trono, había tenido docenas de amantes y, además, había disfrutado aireando sus infidelidades ante las narices de su entregada esposa.

      –Hace generaciones, tus antepasados también descuartizaban a sus enemigos, pero es algo que ya habéis conseguido dejar de hacer.

      Él se rio y le acarició la barbilla. Era preciosa aunque fuera sin maquillaje.

      –No nos casamos por amor o por tener compañía, como hacen otros, nos casamos por el bien de nuestra isla. Tómatelo como un acuerdo empresarial. Tú eres mi amante, eres la mujer con la que quiero estar.

      Su madre había sido desdichada en ese sentido. Ya amaba a su padre cuando se casaron y ese amor había acabado destrozándola mucho antes de que murieran en aquel accidente de coche.

      Él nunca causaría a nadie el dolor que había causado su padre. Tenía que casarse, pero no disimulaba lo que quería: una esposa que le proporcionara la siguiente generación de herederos. Nada de sentimientos ni expectativas de fidelidad. Sería una unión basada en el deber y en nada más.

      Amy lo miró fijamente y en silencio durante un rato, mientras buscaba algo, aunque él no sabía qué esperaba encontrar.

      Bajó la cabeza para besarle los labios que ella había separado, pero se apartó y solo se rozaron.

      –Lo digo en serio, Helios. Hemos terminado. No seré tu querida –repitió ella con un susurro.

      –¿De verdad…?

      –Sí.

      –Entonces, ¿por qué sigues aquí? ¿Por qué noto la calidez de tu aliento en la cara?

      Le pasó los labios por la mejilla, la agarró del trasero y la estrechó contra sí para que notara cuánto la deseaba. Ella gimió levemente.

      –¿Lo ves? –Helios le mordió con delicadeza el lóbulo de la oreja–. Todavía me deseas, pero estás castigándome.

      –No. Yo…

      –Shh… –él le tapó los labios con un dedo–. Los dos sabemos que podría tomarte en este momento y que no te opondrías, ni mucho menos.

      Sus ojos dejaron escapar un brillo ardiente, pero levantó la barbilla con rebeldía.

      –Voy a darte cinco segundos para que te marches –siguió él hablándole en voz baja al oído–. Si dentro de cinco segundos no te has marchado, te levantaré la falda y te haré el amor encima de esta mesa.

      Ella se estremeció. Fue un estremecimiento muy ligero, pero él lo conocía tan bien que sabía lo que vería en sus ojos cuando los mirara.

      Efectivamente, se habían oscurecido y tenían las pupilas más dilatadas. Asomaba la punta de la lengua entre los labios separados y él sabía que si le ponía las manos en los magníficos pechos, notaría los pezones endurecidos.

      La soltó y cruzó los brazos.

      –Uno…

      Amy se llevó una mano a la boca y la bajó a la barbilla.

      –Dos…

      Ella tragó saliva sin dejar de mirarlo y él casi podía oler su anhelo.

      –Tres… Cuatro…

      Ella se dio media vuelta y salió corriendo hacia la puerta.

      –¡Una semana! –exclamó él.

      Ella estaba a mitad de la habitación y no dio ningún indicio de que lo hubiese oído, pero él sabía que lo había oído perfectamente.

      –Dentro de una semana, matakia mou, estarás en mi cama otra vez, te lo aseguro.

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