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En el ardor. Мишель Смарт
Читать онлайн.Название En el ardor
Год выпуска 0
isbn 9788413751610
Автор произведения Мишель Смарт
Жанр Языкознание
Серия Miniserie Bianca
Издательство Bookwire
Se le hizo la boca agua solo de imaginarse los pasteles de pasta filo ligeros y saciantes a la vez. Esperaba que quedara alguno relleno de crema. No había comido casi nada durante los dos últimos días y en ese momento, después de haber conseguido dormir un poco, estaba hambrienta. Además, se había quedado dormida a pesar del despertador y aceleró el paso mientras subía un tramo de escaleras que llevaba a la sala de reuniones.
–Siento el retraso –se disculpó ella mientras entraba con una mano en el pecho–. Me he…
No pudo terminar la frase cuando vio a Helios sentado a la cabecera de la mesa redonda. Tenía los codos apoyados en la mesa y las yemas de los dedos de una mano pegadas a las de la otra. Estaba recién afeitado y, aunque iba vestido informalmente, con un jersey verde oscuro de cuello redondo, irradiaba un poder abrumador, un poder que, en ese instante, estaba concentrado en ella.
–Me alegro de que nos acompañe, señorita Green –comentó él en un tono equilibrado, aunque sus ojos eran como dos balas marrones que apuntaban hacia ella–. Siéntese.
Ella, desasosegada al verlo allí, parpadeó varias veces y tomó aire. Helios era el presidente del museo del palacio, pero no participaba casi nada en la gestión cotidiana. Solo había asistido una vez a la reunión de los martes durante los cuatro meses que ella había trabajado allí.
Anoche, cuando volvió al palacio, supo que tendría que verlo pronto, pero había esperado que le concediera unos días. ¿Por qué había tenido que aparecer ese día precisamente? Era la primera vez que se quedaba dormida y tenía un aspecto espantoso.
Además, para colmo de la desdicha, el único asiento libre estaba justo enfrente de él. Lo separó de la mesa y se sentó con las manos agarradas sobre el regazo para que no se viera que estaban temblando. Greta, una de las conservadoras y la mejor amiga que tenía ella en la isla, estaba sentada a su lado. Le tomó una mano y se la apretó con delicadeza. Greta lo sabía todo.
En el centro de la mesa estaba la bandeja con bougatsas que tanto había anhelado. Quedaban tres, pero había perdido todo el apetito y el corazón le latía con tanta fuerza que le retumbaba por todo el cuerpo.
Greta le sirvió una taza de café y Amy se lo agradeció.
–Estábamos hablando de las obras que seguimos esperando para la exposición de mi abuelo –siguió Helios mirándola fijamente.
El museo del palacio de Agon era muy famoso y acudían especialistas de todo el mundo, lo que hacía que los empleados hablaran un popurrí de idiomas. Para simplificarlo, el inglés era el idioma oficial en horario de trabajo.
Amy se aclaró la garganta e intentó ordenar las ideas.
–Las estatuas de mármol están de camino desde Italia y deberían llegar mañana por la mañana al puerto.
–¿Hay alguien para recibirlas?
–Bruno me mandará un mensaje en cuanto entren en aguas de Agon –Amy se refería a uno de los conservadores que volvería a Italia con las estatuas–. Acudiremos en cuanto nos lo comuniquen. Los conductores están avisados y todo está organizado.
–¿Y las obras del museo griego…?
–Llegarán el viernes.
Helios sabía todo eso. La exposición era una idea suya y habían trabajado juntos para sacarla adelante.
Amy llegó a Agon en noviembre como parte de un equipo del Museo Británico que le prestaba obras al museo del palacio. Ella, durante aquellos días en la isla, se hizo amiga de Pedro, el director del museo. Él, aunque ella no lo hubiera sabido en su momento, se había quedado impresionado por sus conocimientos sobre Agon y, sobre todo, por su tesis doctoral sobre el arte minoico y su influencia en la cultura de Agon. Pedro había sido quien la había propuesto para que organizara la exposición del aniversario.
Esa propuesta había sido como un sueño hecho realidad y un honor inmenso para alguien con tan poca experiencia. Amy, que solo tenía veintisiete años, compensaba con entusiasmo la experiencia que no tenía.
También aprendió, cuando tenía diez años, que la familia feliz y perfecta que le había parecido lo natural no era como le habían hecho creer. Ella tampoco era lo que le habían hecho creer. Su padre era su padre biológico, pero sus hermanos solo eran medio hermanos. La mujer que le había dado a luz era de la isla de Agon, y la mitad de su ADN era… agonita.
Desde que se enteró, para su asombro, le había fascinado todo lo relacionado con Agon. Había devorado libros sobre su pasado minoico y su transición a la democracia. Se había apasionado con las historias sobre las guerras y lo vehemente y belicoso que era su pueblo. Había estudiado los mapas, se había fijado tanto en las montañas, en las playas y en los mares que conocía tan bien su geografía como la de su propio pueblo.
Agon se había convertido en una obsesión.
La historia de ella estaba en la historia de Agon y también lo estaba la clave para entender quién era ella de verdad. Jamás podría haberse imaginado que tendría la oportunidad de pasar allí nueve meses en comisión de servicios. Era como si el destino estuviera dándole el empujoncito que necesitaba para que encontrara a su madre. La mujer que le había dado a luz estaba allí, en esa isla de medio millón de habitantes.
Había estado pensando en ella durante diecisiete años y no había dejado de preguntarse si se parecería a ella, si tendría su misma voz, si se arrepentía de algo… ¿Se avergonzaba de lo que había hecho? Seguro que sí. ¿Cómo iba a ser posible que alguien hiciera lo que había hecho Neysa Soukis y no estuviera avergonzada?
La había encontrado enseguida, pero ¿cómo iba a presentarse a ella? Esa había sido la gran pregunta. No podía aparecer un día en su puerta porque, seguramente, se la cerraría en las narices y no conseguiría las respuestas que quería conseguir. Había pensado en escribirle una carta, pero tampoco había sabido qué decirle. «¿Se acordaba de ella? La había llevado nueve meses dentro y luego se había desentendido de ella. ¿Podía, por casualidad, decirle el motivo?».
Las redes sociales, gracias a Greta, habían resultado fructíferas. Neysa no las usaba, pero ella había encontrado a un medio hermano. Habían establecido una comunicación incipiente y había esperado que él llegara a ser un puente entre ellas.
–¿Has organizado el transporte para el viernes? –le preguntó Helios con una mirada sombría y los sensuales labios apretados.
–Sí, todo está organizado –le repitió ella con una punzada que le atravesaba por dentro al darse cuenta de que esos labios no volverían a besarla–. Vamos por delante de lo previsto.
–¿Estás segura de que la exposición estará organizada cuando llegue la gala?
Él lo preguntó en un tono despreocupado, pero se traslucía algo implacable y un escepticismo que no le había transmitido antes.
–Sí.
Amy apretó los dientes para contener el dolor y la rabia.
Estaba castigándola. Debería haber contestado a alguna de sus llamadas. Había tomado el camino de los cobardes, se había escapado del palacio con la esperanza de que, después de unos días alejada de él, reuniría la fuerza que necesitaba para resistirse. La mejor manera, la única manera de dejar de anhelarlo era pasar el síndrome de abstinencia como pudiera. Tenía que resistirse a él, no podía ser la… otra.
Aun así, no podía haber llegado a imaginarse que le dolería físicamente volver a verlo…, y le dolía atrozmente.
Helios la había entrevistado antes de que la contrataran. La exposición del aniversario era su prioridad absoluta y había querido cerciorarse de que el organizador fuese el que tenía más afinidad con la isla.
Afortunadamente,