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confió en él, trascendió su condición. Muchas mujeres tienen luchas que van desde su condición de mujer, hasta ex­periencias traumáticas que inhiben su desarrollo personal. Se sienten incapaces, quedándose por decisión o imposición en su zona de confort por temor a fra­casar. La mujer con flujo de sangre tenía muchos impedimentos para acercarse a Jesús, pero los resolvió con creatividad, tenacidad y fe inquebrantable, sa­biendo que no sería rechazada por el Maestro.

      Si crees que donde vives no hay oportunidades de crecimiento para ti, o si alguien te ha condicionado haciéndote creer que tus obstáculos son infran­queables, recuerda que Dios es tu Salvador y la solución a todos tus conflictos. Confía en él y camina hacia tus sueños sin temor, asegurándote de estar en sintonía con su voluntad y escuchando los consejos de las personas que te aman. “Dios ve las posibilidades a las que puedes llegar, él tiene un plan, él ve tu po­tencial. Él quiere que el potencial que hay en ti se desate para que puedas llegar a ser la persona para la que fuiste creada” (T. D. Jakes, Mujer, ¡eres libre!, p. 218).

      Crea tu propia imagen

      “Tus ojos vieron mi cuerpo en formación; todo eso estaba escrito en tu libro. Habías señalado los días de mi vida cuando aún no existía ninguno de ellos” (Sal. 139:16).

      A través del tiempo, construimos nuestra propia imagen. En este proceso interviene lo que nuestros padres, hermanos y amigos nos dicen que somos. Nuestra “autoimagen” es una fotografía de noso­tros mismos que aparece cada vez que decimos “yo”.

      El escritor norteamericano Maxwell Maltz dice que nuestra autoimagen establece los límites de nuestro éxito personal. Cuando pienso en esto, recuer­do los calificativos que los adultos significativos de mi vida me dijeron en mi infancia y juventud y que, a pesar de los años trascurridos, todavía hacen eco en mi presente.

      Muchos de los comportamientos que adoptamos de adultas vienen de las etiquetas que alguien nos colgó cuando éramos niñas. Las palabras de elogio, así como las palabras que denigran nuestra esencia de hijas de Dios, dejan hue­lla en el concepto que tenemos de nosotras mismas. Por eso debemos ser cui­dadosas de lo que decimos cuando nos referimos a otros, y muy selectivas en la forma en que pensamos de nosotras mismas.

      Amiga querida, si tu vida ha quedado “marcada” por los comentarios ne­gativos que tus padres u otras personas cercanas hicieron sobre ti, intenta res­catar todas las cualidades que Dios te dio al crearte. Eres su hija, creada a su imagen y semejanza, y no hay ninguna circunstancia que pueda desvirtuar esta realidad. El proceso de reconstruir tu propia imagen debe estar basado en lo que vales para Dios, con una actitud valiente pero revestida de humildad. Analiza tu vida con Dios, toma ánimo y comienza a caminar hacia tu desarro­llo pleno. El Señor, que te creó, te dice: “No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú” (Isa. 43:1, RVR 95).

      Para desarrollar una adecuada imagen de ti misma, nunca aceptes que al­guien te rebaje en tu calidad de hija de Dios. Aprecia tus cualidades físicas, emocionales y espirituales, pues son las herramientas que Dios te ha otorgado para que construyas tu vida. Respeta a los demás para que puedas pedir que te respeten. Si piensas que hay algo en tu vida que necesita ser cambiado, atré­vete a hacerlo; Dios está de tu parte.

      Que tu oración sea: “Gracias, Señor, por la forma maravillosa en que me creaste; ayúdame a perdonar las ofensas recibidas y otórgame la oportunidad de ser un agente de amor”.

      ¿El que se enoja pierde?

      “Si se enojan, no pequen; que el enojo no les dure todo el día. No le den oportunidad al diablo” (Efe. 4:26, 27).

      Se nos ha enseñado que el enojo es una emoción que debemos evi­tar a toda costa. Algunos aseguran que es un atentado a nuestra salud, pues quien se enoja somete a sus órganos internos a una agresión por la que paga un precio muy alto. Entonces ¿qué hacer con esta emoción? ¿Hay que inhibirla a toda costa? ¿Es posible hacerlo? Más aún, ¿es pecado enojarse?

      En primera instancia, pensemos que el enojo es una emoción, igual que la alegría o la tristeza. Es una reacción fisiológica y tiene componentes cogniti­vos que identifican la emoción; es decir, es la respuesta a una experiencia que da sentido a lo que estamos sintiendo. Algunos expertos en psicología de las emociones afirman que el enojo, como todas las demás emociones, tiene una parte funcional y otra disfuncional.

      La parte disfuncional del enojo se refleja cuando la energía que lo precede hace que se convierta en rabia, ira y cólera incontenida. En este caso, el enojo no solo daña al que lo siente, sino también a los que reciben dicha energía que desborda violencia y que se traduce en golpes, palabras o gestos ofensivos.

      Tal vez te estés preguntando cuál puede ser la parte funcional del enojo. Efesios4:26 quizá tenga la respuesta: “Si se enojan, no pequen, y procuren que el enojo no les dure todo el día”. Creo que de este texto bíblico se desprende que el enojo es válido cuando es necesario para poner límites, si alguien está invadiendo o atropellando nuestra dignidad.

      Los abusos, la violencia, los golpes y las groserías no deben ser permitidos. El enojo “bueno” se traduce en fortaleza, firmeza o disgusto frente a alguien o algo que representa un atentado a nuestro derecho. En este caso, lo que produce enojo no está contaminado con ira ciega, rabia incontenida o descontrol.

      Si no quieres perder a la hora de enojarte, no reacciones frente a tu ego he­rido; cuida tus palabras, no busques culpables, espera el lugar y el momento apropiados para manifestar tu disgusto, y pide fortaleza a Dios en oración. No busques pleitos; solo busca sanidad para ti y para tu ofensor. Que el Señor te ayude en la gestión de esta emoción humana básica, que todos sentimos.

      Cuando el duelo toca tu corazón

      “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento” (Sal. 23:4, RVR 95).

      Tenían el dolor a flor de piel, la mirada triste y larga, y un gesto de profundo sufrimiento en los labios. Hacía unos días habían perdido a uno de sus hijos de forma violenta e inesperada. La madre luchaba con una tristeza tan intensa que, a veces, le parecía una agonía; el padre, querien­do ser fuerte, buscaba lugares solitarios para llorar hasta no poder más. La muerte es, sin duda, el mayor dolor que experimentamos en esta tierra, y más aún cuando se trata de la muerte de un hijo. Ese tipo de dolor parece no tener fin; las noches se hacen interminables, y los recuerdos que deja quien ya no está nos invaden constantemente, generando un gran vacío.

      Nuestra estancia en este planeta nos ha alejado de Dios, acercándonos al dolor; sin embargo, debemos estar seguras de que Dios “nos consuela en todos nuestros sufrimientos, para que nosotros podamos consolar también a los que sufren, dándoles el mismo consuelo que él nos ha dado a nosotros” (2 Cor. 1:4). He ahí una de las pocas cosas buenas del dolor.

      Viktor Frankl asegura que el sufrimiento sin sentido aniquila y produce desesperanza; mientras que, por el contrario, el sufrimiento con sentido nos hace crecer. Dios permite que pasemos por el túnel del dolor porque, a través de la prueba, salimos refinadas como el oro pasado por el fuego. ¿Estás ahora mismo en el fuego de la prueba? ¿Lloras por una pérdida? ¿Una enfermedad amenaza tu vida? ¿Has perdido a un hijo? ¿Tu matrimonio está en crisis? No estás sola; Dios está contigo, aunque no sientas su presencia. No pretendo de­cirte que no sufras; solo intento que comprendamos juntas que, al final del duelo, hay algo nuevo que valdrá la pena.

       No fuerces al dolor para que se vaya. Déjalo fluir; se irá lentamente. El dolor de una pérdida es muy personal; sigue tu propio ritmo.

       La aceptación vendrá; solo pide a Dios fortaleza para esperar su llegada.

       Apóyate en una red de personas cercanas a ti.

      Las pérdidas parecen ser nuestras compañeras de

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