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esculturas los maestros quedan obligados por ciertos contratos a hacer por sí mismos cabezas y manos, como se estipulaba en el contrato de Alonso Berruguete para el retablo de San Benito en Valladolid. Se trata de una obligación que se refleja también en los contratos de Gregorio Fernández y Martínez Montañés. El cliente se conforma con que estas partes, al menos, sean propiamente de los maestros con quienes ajusta las obras.[19]

      En Cataluña el gremio de los carpinteros –llamados fusters (como en Aragón)– se mantuvo tan prepotente, que tuvo bajo sí toda la actividad de los escultores. Los escultores, al carecer de gremio propio, tenían que agremiarse en el más próximo, que era el de los fusters. Para liberarse, venían, desde comienzo del siglo XVII, intentando lograr formar una cofradía de escultores, a lo que se oponían los carpinteros. En 1679, un grupo de escultores de Barcelona, entre los que figuraban los más acreditados (Lázaro Tramullas, Antonio Riera, Luis Bonifás, Francisco Santacruz, Francisco y Juan Grau, Domingo Rovira, etc.), se dirigen al Consejo de Ciento, solicitando que se les permitiera erigirse en cofradía o gremio, “para la conservación, beneficio y aumento del dicho arte”. Los fusters informan que se les podía conceder, a condición de que fuera cofradía subsidiaria, dependiente de la suya. Como la petición fue denegada, los escultores acudieron en alzada ante la Corte madrileña de Carlos II. A pesar de que la petición fue tramitada en secreto, los fusters escribieron oponiéndose, pero en vano, porque el 7 de noviembre de 1680 el rey despachó un privilegio, estableciendo en Barcelona la Cofradía de los Santos Mártires Escultores. Este privilegio permitía a los escultores abrir taller, permitiendo trabajar en piedra o madera, tanto de escultura como de arquitectura (ensamblaje). El asunto dio completamente la vuelta, ya que el gremio se llamaba de escultores, y se podían integrar en él escultores, entalladores y ensambladores, ocupándose de retablos, sillerías, órganos, sepulcros, etc.

      El gremio se mantuvo poderoso en España durante todo el siglo XVII, mientras se extinguía en Europa, y no será hasta el siglo XVIII cuando proliferen las academias. Francisco Salzillo había establecido una academia en su casa. En 1714 abrió una en su domicilio Juan Ramírez, que más adelante alcanzaría rango oficial. También establecen academias Luis Bonifás y Massó en Cataluña e Ignacio Vergara en Valencia.

      En este contexto, los ensambladores, como los pintores y escultores, juntos o por separado, individual o corporativamente, intentaron con persistencia durante los siglos XVII y XVIII librarse de la presión fiscal y de los reclutamientos militares, y desde mediados del seiscientos se sucederán los pleitos para reivindicar la exención de tal servicio.

      1.5. Devoción y ostentación. Acerca de la clientela

      Resulta excepcional en el siglo XVII español la realización de una obra sin un encargo previo, por lo común objeto de un contrato. La alta nobleza constituyó una selecta clientela, así como las distintas jerarquías eclesiásticas, comenzando por las parroquias, que encargan retablos e imágenes de culto. Muchas catedrales solicitaron también retablos, sillerías, cajoneras y órganos, y tampoco faltaban los encargos de los monasterios. Sigue pesando el mecenazgo de los obispos, que buscan perpetuar su memoria, pero que tiene sobre todo consecuencias beneficiosas en las catedrales. Las cofradías se convirtieron también en importantes clientes al potenciar las procesiones de penitencia.

      En ocasiones se costearon las esculturas por iniciativa popular, como sucede con motivo de la consagración a la Inmaculada. También puede ocurrir que surja el encargo por un hecho accidental, como una desgracia, por este motivo se realizó en Salamanca el retablo hecho por los Paz, con la advocación de san Gregorio y san Agustín, para protegerse de la peste y la invasión de langosta. Y no falta el regalo, sobre todo cuando se trata de acceder a una cofradía.

      El plazo de ejecución es uno de los requisitos fundamentales del contrato. Con toda precisión se hace constar en meses y años, señalando la fecha de comienzo y la de finalización. Es tal la exigencia del plazo, que las condiciones solían señalar que pasado éste, el cliente no estaba obligado a recibir la obra. También se preveía la imposición de multas por demora; y en un extremo, el maestro podría ingresar en la cárcel si había ido recibiendo entregas y no había finalizado la obra. Curiosamente, el incumplimiento de los plazos era una señal de los nuevos tiempos, como apuntó Martín González, “el momento en el cual se señala con mayor claridad la libertad del artista, es aquel en el que no se respeta el vencimiento del plazo”.

      En el arte español del siglo XVII el retraso deliberado en la entrega de la obra contratada va unido al instinto de creatividad que tenían los mejores. Una excepción sería Juan de Mesa quien, como se ha indicado, estipulaba con rigor en sus contratos las sanciones que cumpliría en caso de no respetar el plazo. La ruptura con esta actitud de sujeción implacable al plazo procede de Martínez Montañés quien, habiendo concertado la ejecución del retablo de la Concepción, para la catedral de Sevilla, por encargo de doña Jerónima de Zamudio, fue insistentemente apercibido por incumplimiento. En su defensa daba argumentos como que “le encargaron que la obra fuese muy excelente y la mejor que fuese posible…”,

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