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del tremendo, fatal, casi irremediable tedio, que está impregnando el mundo…

      Porque, en el fondo, hay mucha gente que no pretende más que engañarse con falsas diversiones, para escapar del aburrimiento. Sin conseguirlo, que es lo peor.

      (Ya lo advertían algunos psiquiatras hace años: que este mal, el tedio, llegaría a ser uno de nuestros mayores castigos de la humanidad en un futuro cercano.)

      Además, hay en estos tiempos —según mi humilde criterio— una falta de ingenio, una escasez de creatividad, una carencia de buen gusto, una pobreza de imaginación y, sobre todo, un exceso de feísmo… muy preocupantes.

      Quizás, como compensación a la extraña estética actual —tan poco estética, desde mi punto de vista— le ha dado a la gente por charlar y charlar. Se diría que la falta de ideas ha sido reemplazada por una descontrolada verborrea.

      A diario, nuestros oídos son martilleados —y martirizados— por miles de palabras huecas, pronunciadas por individuos que, al parecer, solo pretenden escucharse a sí mismos. Son los representantes de una “peligrosa tendencia a la oratoria”, como decía Casona en una de sus obras.

      Mientras tanto, los sueños, los altos ideales y la capacidad de echar la imaginación al vuelo, infravalorados, yacen en el olvido.

      No queda ni un minuto para la fantasía.

      Debe ser muy triste estar toda nuestra vida estancados en la simple realidad. Pero muchos ni siquiera se plantean cómo levantar los pies del suelo. Se sienten más cómodos tal como están.

      Les pasa lo que decía Antonio Machado en su obra Campos de Castilla: “…desprecian cuanto ignoran”.

      Aunque plenamente consciente de pertenecer al grupo de los “perdedores”, pienso —sin la menor presunción, naturalmente— que soy como uno de esos eslabones de características singulares, dentro de una larguísima cadena de eslabones similares, que, por una anomalía —tal vez, a causa de unos extraños genes, que parecen proceder de un mundo aparte—, nació distinto de la mayoría: fantasioso y propenso al idealismo.

      Una cierta ingenuidad, que siempre me ha acompañado —no la confundáis con torpeza—, ha podido contribuir a que no haya parado de recibir golpes. Reconozco, además, que, con mi desmesurada afición a echar a volar la imaginación, es lógico que al volver a caer en tierra acabe dando el brusco, inevitable, batacazo.

      (Creo que soy uno de los poquísimos ejemplares de esos ilusos que, todavía, somos capaces de tropezar con las aspas de un molino —creyéndolo gigante— o exponernos a que nos manteen o apaleen, para regocijo de burlones…)

      Por lo pronto, después de la experiencia que proporciona el paso de los años, tengo la convicción de que, a estas alturas de mi vida, será casi imposible encontrar a alguien de mis características. Es la pura realidad.

      No porque no existan personas como yo. Sé que tiene que haberlas. No aspiro a ser único…

      Pero ya estoy cansado de buscarlas en vano. Y, además, es muy difícil, dada su escasez y lo poco que viajo, que nos tropecemos en el camino.

      (Para mucha gente formal y circunspecta —apegada a las viejas costumbres tradicionales—, hace años, esto de ser “poco corriente” era un gran defecto. Una especie de tara, arrastrada desde niño, que los mayores abrigaban la esperanza de que desapareciera con el paso del tiempo, en cuanto tuvieras la “dicha” de ser mayor.

      Luego, cuando llegabas a la edad adulta, y seguías en tus trece, te miraban con una cara de pasmo…, con una extrañeza…, con una desilusión…)

      Muy de tarde en tarde, tropiezo con alguien que me hace vislumbrar la esperanza de compartir sueños y aficiones.

      Y si, luego, esa ilusión queda ratificada, soy consciente de que he hallado un tesoro: la auténtica amistad. Un filón tan valioso que no puedo dejarlo escapar.

      Aun así, hay veces en que me pregunto, atónito: “¿Será verdad que he encontrado un amigo, o se tratará solo de un momentáneo espejismo?”.

      Pero, al menos, ya que me hallo un poco limitado en cuanto a “amistades” —huyendo a toda velocidad de las que acostumbran a buscar las gentes, solo para medrar o escalar puestos—, cuento con ese entrañable amigo, mi duende particular: el que habita desde tiempo inmemorial en esta vivienda antigua, con profusión de escaleras, que aún conserva —como si de viejas reliquias se tratara— antiguas cámaras abuhardilladas. Y, sobre todo, que guarda entre sus gruesos muros inevitables ecos fantasmales de los numerosos seres que vivieron en ella.

      Entiendo que, para la mayoría de los mortales, un duende que se entretiene burlándose de sus dueños —haciendo caso omiso al orden que deseo para mi casa, y trastocándolo todo— debe ser molesto e inoportuno. Pero, como soy tan especial…, hasta le he tomado cariño. La verdad es que, a pesar de sus constantes barrabasadas, me gusta tenerlo entre nosotros.

      Así estoy de loco.

      ¡Ay, viejo duendecillo, que nos traes de cabeza, perdiendo toda suerte de objetos caseros! (olvidado por todos, menos por mí, tu único amigo). ¡Qué poca vida debe quedarte el día en que yo exhale el último suspiro…! Espero que no te me mueras de pena y soledad. Que el ingrato olvido no sepulte tu recuerdo.

      …Pero, sobre todo, te ruego encarecidamente que, en el caso de que me sobrevivas, no se te ocurra —por un momentáneo deseo de cambiar de profesión— dedicarte, jamás, a la Política.

      —Mira que es un oficio muy tentador, hijo mío… Y tú, a pesar de tu longevidad y de tus travesuras sin fin, demasiado inocente.

      Por muy permisivo que yo sea, para esto soy inflexible.

      Jamás te consentiría tal cosa.

      En primer lugar, porque, aparte de que estoy convencido de tu arraigado idealismo, a tu edad no estás ya para esos trotes.

      Pero te lo prohíbo, sobre todo, porque no quiero pensar que, con esa afición tuya a quitarlo todo de en medio, se te vaya a ocurrir esconder el dinero de alguien —el mío, no, por supuesto, porque no lo tengo— y, cuando se pongan a buscarlo, encuentren que, sin darte cuenta de lo que hacías…, de la manera más inocente y despistada…, te lo has llevado a Suiza.

      O, para mayor comodidad, ¡a la misma Andorra, que está más cerca!

      Trigo y Esmeralda

      Este era el título de una película de los años cincuenta —aunque existió otra versión anterior— protagonizada por la, entonces, dulce Jane Wyman, y dirigida por Robert Wise, basada en la novela So big, de Edna Ferber.

      En ella se hablaba de dos clases de personas, que son las que merece la pena tener en cuenta:

      Las que se afanan por los bienes materiales, y nos proveen de lo necesario, son Trigo.

      En cambio, las que se dedican a embellecer el mundo por medio de la creación artística son Esmeralda.

      Vi esa película siendo un adolescente: tendría doce o trece años. Me gustó tanto que nunca la olvidé. De mayor, he vuelto a verla… y me ha gustado todavía más.

      Más tarde, compré el libro. También lo supe valorar, naturalmente.

      Pero ya tenía otra edad. Las cosas que hemos conocido en la adolescencia nos dejan una huella mucho más profunda.

      La protagonista, Selina, al empezar la narración, es una muchacha muy joven, que está terminando sus estudios en el colegio.

      Pierde a su padre repentinamente, y, con esta muerte, la vida que había llevado hasta entonces da un giro completo. (Su padre había sido un hombre extraño, de poca cabeza; pero, por contraste, siempre le daba unos consejos propios de sabio.)

      Selina era valiente, y sabía afrontar las dificultades.

      Encontró trabajo en un pequeño pueblo de Nueva Holanda, para ejercer como maestra.

      El hijo de los

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