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entrado jamás. Nunca lo he hecho, ni jamás lo haré.

      Ni aspiro a estar emparentado con gente encumbrada, ni, mucho menos, quiero sentirme víctima de sus desprecios —generalmente, inmotivados.

      Si alguien me dice que es familiar mío —y no lo recuerdo en ese momento—, lo recibo entre palmas y olivos y me alegro, de verdad, de saberlo. Pero jamás ha partido de mí la pretensión de ser familia de gentes de ringorrango, que, muchas veces, no son mejores por el hecho de serlo. En multitud de ocasiones, todo lo contrario.

      ¡Qué cosa tan elástica y personal es el amor propio! ¡Qué distinta la forma de interpretarlo de unos y otros…! Tiene tantas facetas, es tan variopinto, que no sabemos a qué carta quedarnos. ¡Y qué vano y estúpido resulta cuando solo lo domina el orgullo!

      Yo, de momento, me reservo el derecho de no aspirar a ser pariente de gente de alta alcurnia, que, para empezar, me dé la espalda. Prefiero ignorar el tema. (Mientras tanto, observo —entre irónico y divertido— cómo otros lo intentan.)

      Jamás iría detrás de nadie, rogándole que me tuviera en cuenta a la hora de reconocer el parentesco. Puede que a algunos les parezca que mi orgullo, por esto mismo, es aún mayor que el de aquellos que buscan altos linajes. Pero no se trata de orgullo, sino de la más elemental dignidad.

      Además, pertenezco a una familia normal y corriente, sin pergaminos ni blasones. Pero, eso sí, ¡me consta que llevo en mis venas sangre goda!

      Algo es algo.

      Me lo aseguró un oculista, al reconocer mis ojos. Y parece ser que los ojos no engañan (por lo menos, al oftalmólogo).

      He de admitir que me gustó lo de mis parientes godos. Visigodos, probablemente: los que —como todos sabemos— se establecieron en España, entre otras razones, para que los niños, muchos siglos más tarde, nos viéramos obligados a memorizar aquella larga serie de nombres, tan raros y altisonantes.

      Aunque ni en sueños se me ocurriría desenterrar los restos de Ataúlfo, Sigerico o Sisebuto —pongo por caso—, después de tanto tiempo, para que se hiciera evidente mi posible parentesco.

      Además, ¿por qué iba a dar la coincidencia de que mis familiares fueran, precisamente, reyes y no vasallos, con lo humilde que me considero?

      ¡Y qué más da, después de todo!

      Sin duda —al menos, para mí— el hecho de poseer unas gotas de sangre nórdica no está nada mal. Aunque, de ser cierto, podría estar emparentado, también, con los belicosos vikingos. Y, no sé…, no sé… A veces, tengo un genio tan iracundo como ellos, lo reconozco. Y ese defecto no me gusta nada.

      Así que, de momento, los pasaré por alto. Además, ¡Dios me libre de colocarme un par de cuernos en la cabeza a estas alturas!

      ¡Era lo único que me faltaba…!

      Y siguiendo con el tema de antes, dejémonos de esas pamplinas, propias del “año de la polka”, que consisten, entre otras cosas, en ir por el mundo buscando parentescos.

      La dignidad es lo primero que cuenta, y está muy por encima de esas sandeces —tan, supuestamente, pasadas de moda—. En nuestro tiempo, debería saberlo cualquiera que tenga dos dedos de frente.

      A propósito: yo otra cosa no tendré, ¡pero lo que es frente…!

      Eso nadie me lo puede negar. Puesto que, aparte de poseer un exagerado frontal —posiblemente, también, de herencia nórdica—, mi hermosa calva va avanzando peligrosamente, conquistando terreno, avara y dominante, y me llega ya casi al cogote.

      …Pero, después de todo, más vale así. Porque —por el tamaño de mi alopecia, unida a la frondosidad de mi vello torácico— de andrógenos, por lo menos, debo andar sobrado.

      Algo es algo.

      El duende

      Aunque os cueste trabajo creerlo —viviendo en estos tiempos materialistas y prácticos, donde apenas hay cabida para la fantasía— tengo un duende en mi casa.

      Cierto es que no se trata de un ser maligno, de esos que hacen daño a sabiendas y son capaces de amargarte la vida. No, afortunadamente.

      Es travieso, pero no es malo…, como se decía cuando yo era chico, para evitar futuros complejos de culpabilidad, como el que padecía, por ejemplo, el personaje que interpretaba Gregory Peck en Recuerda.

      Aunque nunca he llegado a verlo, sé que —a pesar de su vejez— mi duende tiene reacciones propias de un niño. Tal vez sea una extraña amalgama de ambas cosas. En cierto modo, parecido a mí.

      No me gusta hablar de sus defectos, pero he de reconocer que es bastante díscolo, maleducado, indómito…, y, en contadas ocasiones —si he de ser del todo sincero—, casi digno de un correccional. ¡Vamos, que siempre nos trae de cabeza el puñetero, cambiando las cosas de sitio! Le ha dado por ahí.

      Y lo más grande, lo más asombroso, es que, para colmo, ¡a mí me divierte…!

      Por supuesto, aunque nadie me crea, estoy convencido de su existencia. Y de su longevidad (porque hace mucho tiempo que los duendes, como nadie les presta atención, ni se molestan en nacer).

      Debe tener, por lo menos, tantos años como mi casa, y, sin duda, muchísimos más que yo…, que ya es decir.

      Cada dos por tres, cuando más tranquilos estamos, he aquí que se nos pierde algo: cualquier objeto, que estábamos seguros de haber dejado en un determinado sitio. Pues resulta que a la hora de ir a cogerlo no hay forma de encontrarlo, porque el Duende se lo ha llevado consigo para esconderlo —como tiene por costumbre—, trastocándolo todo. Y estas cosas, para un hombre como yo, de mi edad y mis canas, que pretende ser muy ordenado —aunque no siempre lo consiga—, son fastidiosas. Pero, una vez superadas, hasta me hacen gracia.

estrellas

      Nunca he sido riguroso, ni autoritario, ni de la dureza del pedernal con los míos. Ni con nadie. La severidad no va conmigo, aunque no me enorgullezco de ello. Pero no sería fiel a mí mismo si la pusiera en práctica.

      Soy permisivo por naturaleza. Nací con esa cualidad (o, quizás, llamémosle defecto). Dejo a cada cual que siga su camino, a su aire, sin interferir en su vida más de lo estrictamente necesario.

      Y, por lo tanto, ni siquiera con el duende puedo ser duro.

      Con él menos que con nadie. ¿Qué culpa tiene de no pertenecer al grupo de los seres vulgares y corrientes, o de llevar en su sangre, como algo congénito, esa afición por las travesuras?

      Dentro de mi casa, el único que conoce a ciencia cierta su existencia —e, incluso, lo menciona con frecuencia— soy yo: este hombre un poco extraño, que acostumbra a soñar despierto, dejando volar la imaginación en busca de mundos mejores. Y que, por imperativos de la vida —¡qué le vamos a hacer!—, pasa numerosas horas enfrentado a la soledad.

      Que, además, de cuando en cuando, desplegando sus alas invisibles, casi llega a levitar, subiendo hasta las nubes con el pensamiento —aunque luego no tenga más remedio que volver a posar los pies sobre la tierra.

      …Y que, aun siendo bastante mayor —y sintiéndose, con frecuencia, cansado—, todavía, puede creer en la existencia de semejantes seres.

      Tal vez nuestro perro, Polo —un labrador de pura raza, que era muy guapo en su niñez y juventud, y que ya está muy viejecito, aquejado de una aguda artrosis— también lo conozca, y hasta es posible que haya llegado a entablar lazos de amistad con él. Es un animal tan sensible que debe captar su presencia. Por eso, muchas veces, se pone a ladrar —al parecer, sin ton ni son— cuando el duende —en ese momento, invisible para los otros mortales— está cerca de él.

      Durante el invierno, mi duendecillo suele buscar nuestra compañía. Lo intuyo, porque durante ese tiempo se incrementa el número de sus travesuras. Sé que le encanta, además, acercarse al fuego de la chimenea

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