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yo, ni caso. ¡Feliz, pletórico y dichoso, pisando el escenario!…

      Si encuentro un papel adecuado a mi edad y aptitudes. Porque, de lo contrario, prefiero permanecer entre bastidores, o incluso sentado en mi butaca, formando parte del público.)

      No os podéis imaginar lo que significa para mí ese momento único, sublime, en que las luces de la Sala se apagan, mientras se ilumina el escenario y el telón comienza a subir. Es magia pura. Un sueño hecho realidad.

      Hace un montón de años —estando recién llegado al mundo de la farándula— decía una amiga mía, cargada de razón, que cuando yo me encontraba en escena —ensayando o representando— se me notaba mucho más relajado, distendido y cómodo que en la vida real.

      Y era la pura verdad. Porque allí, subido al escenario, me sentía más yo.

      Ha sido muy positivo que, después de más de veinte años de inactividad escénica, haya vuelto a los escenarios. Me ha hecho muy feliz.

      Sin duda, desde mi lejana infancia llevo en mis venas el amor —mejor dicho, la pasión— por el Teatro. Lo que ocurre es que, cuando yo era pequeño, a los ojos de los demás —que, aparentemente, me veían serio y callado— no resultaba el típico niño precoz, lleno de desparpajo, adecuado para incluirlo en un cuadro escénico.

      Pero lo cierto es que encima de las tablas…, es curioso, ¡pierdo la vergüenza! ¡Lo digo así de claro!

      “¡Con lo serio que parece…!”, seguro que dirá cualquier antequerano —o antequerana, como dicen los políticos, pretendiendo obtener más votos, mientras tratan de engañar a cuatro tontos— al verme subido al escenario, haciendo aspavientos y dando alaridos.

      …Cierto es que la imagen que proyecta al exterior este hombre que, generalmente, va despistado por la calle —y que, a veces, ni se da cuenta de que se cruza con un conocido, a no ser que este le llame la atención—, el que los demás creen que soy, no tiene nada que ver con mi auténtico yo.

      No me cuadra el personaje que me tocó vivir. ¡También es mala suerte! Ni siquiera me cae bien.

      (He aquí una de las ventajas que tiene el llegar a ser viejo: la de decir verdades. Te entran tantas ganas de soltarlas que, si se te quedan dentro, puedes estallar. Antes, hace unos años, no me hubiera atrevido a hablar de cosas personales. Hoy lo hago con una facilidad pasmosa.)

      Harto, pues, de representar en la vida real un papel que no es el que me corresponde, reconozco que los que hago en escena —por absurdo que parezca— son mucho más parecidos a mi verdadero yo.

      Del mío —lo repito—, estoy ya, más que cansado, extenuado.

      (Aparte de mi mujer y de mis hijos, pocos son los que han llegado a conocerme como realmente soy: el hombre que se levanta cantando, saludando al día que comienza, lleno de alegría… y al que ciertos sujetos se empeñan, cada dos por tres, en amargarle la vida. El que, después de unas horas bajas —generalmente, las del atardecer— vuelve a resurgir, dichoso y alegre de nuevo.)

      Aunque siempre es hora de rectificar, de intentar mostrarme ante los demás tal como soy. Es cuestión de dar el salto.

      En el escenario, donde parece que el trampolín no es tan alto, me cuesta menos. Lo consigo, aunque sea solamente en el momento de la representación. Como, por supuesto, en cada uno de los ensayos.

      Y, tal vez —salvando la enorme, insalvable, distancia que separa a Charles Chaplin de mí—, guarde en el fondo de mi alma la anhelada pretensión de morir en escena —ojalá tarde muchos años en hacerlo; aunque, teniendo una edad tan avanzada, no me quede más remedio que representar El okapi, de Ana Diosdado— como le pasó a Calvero, el conmovedor, inmenso, único, payaso de Candilejas…

      Pero dejando olvidados por un momento mis sueños de gloria, opino que la magia del Teatro sería aún mayor si de nuevo volvieran a brillar a lo largo del borde del escenario las antiguas candilejas, hoy en desuso.

      Porque esas luces, casi mágicas, contribuían a añadirle un encanto más a la representación, señalando una especie de frontera, una cierta distancia —que considero necesaria— entre el público y los actores.

      A mí, personalmente, no me gusta que se mezclen. Aunque ahora se lleve.

      Y además de las candilejas, cada vez que piso un teatro —¡no lo puedo remediar!— sigo añorando con toda mi alma la desaparecida concha del apuntador. Constituía para mí un elemento esencial, imprescindible. Le tenía cariño.

      Y aumentaba, además, la confianza en sí mismos de los actores desmemoriados. ¿Por qué no va a tener derecho un actor a padecer amnesia de cuando en cuando, como cualquier mortal?

      Los parientes

      Tengo entendido que, antiguamente, lo de formar parte de un linaje ilustre era importantísimo. La cúspide.

      De los que pertenecían a la nobleza, unos eran verdaderamente nobles en todos los sentidos, además de serlo por sus apellidos. Otros, por desgracia, creo que exhibían los suyos con una satisfacción que solía tener más de soberbia, de un ancestral orgullo mal entendido, que de auténtica nobleza.

      Creíamos que todo aquello había quedado atrás. Que lo del orgullo de raza —que formaba parte de uno de los defectos más enormes con que puede contar un ser humano, creerse superior a los demás— estaba más que superado.

      Pero, mira por dónde, ahora, en pleno siglo xxi, resulta que aún quedan numerosos vestigios de esos delirios de grandeza, aunque hayan tomado distintos derroteros: que mucha gente, si no sigue empecinada en ostentar apellidos ilustres, pretende, al menos, ser pariente de gente importante. Eso les subyuga, les enloquece…

      (Si pertenecen a la más rancia nobleza, aún mejor. Pero, como valor primordial, insustituible —muy propio de estos tiempos, tan materialistas—, que manejen las riendas del poder y el dinero. La cosa es estar cerca de gente de probada categoría, de influencia, de pro. Y es que aún hay muchos individuos que, pretendiendo ser “modernos”, en el fondo siguen viviendo de rancios residuos de los usos y costumbres del siglo xix, lo que me saca de quicio.)

      En cualquier acontecimiento que reúna a una masa de personas, suele surgir la consabida frase:

      —Hace tiempo que no nos veíamos. Por cierto, ¿te acuerdas de que tú y yo estamos emparentados? Creo que ya lo hablamos en otra ocasión.

      Esto suele decirlo el que —al menos, ante el público— es de clase más humilde. El otro, el soberbio, el encumbrado, contesta:

      —Pues, hijo, ¡yo no tengo ni idea de tal cosa…! —Luego, añade—: ¡Aseguraría que no; que, aun coincidiendo en el apellido, pertenecemos a ramas distintas!

      Mientras dice esto, pone una cara muy despreciativa y displicente—hincha las aletas de la nariz, levanta una ceja, y tuerce la boca— dejando al pariente pobre hecho polvo, con el rabo entre piernas, molesto y picajoso.

      Luego, cuando el orgulloso, que acaba de menospreciar a su familiar “de medio pelo”, pretende, a su vez, ser pariente de otro, mucho más importante, este último —creído, hinchado, rebosante de orgullo— no se digna ni a contestarle, o lo hace con el más absoluto desdén.

      Y así sucesivamente.

      Estas cosas suelen pasar en todas las clases sociales, formando una serie de estratos escalonados que no tiene fin.

      Una absurda, estúpida escalada, la del que dedica su vida entera a subir a la cúspide, a alcanzar la cima más alta —aun a costa de tener que pisotear su propia dignidad— sin apenas fijarse en los valores de la gente normal y corriente que tiene a su alrededor. Aunque no estén en la cima.

      En lo que respecta al deseo de ser parientes de gente de “rompe y rasga”, es como si dijeran: “Me interesa que sepa todo el mundo que soy primo —aunque algo lejano— de Fulano, que está en un lugar privilegiado. Eso me hará subir varios puestos en la escala social. ¡Pero, por Dios, que no se vayan

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