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el pueblo en el que su abuela ondeó una bandera amarilla dos años después de que le mataran a un hijo por sus creencias políticas. Hablamos de los orgasmos de las mujeres indígenas y me contó que, en una ocasión, en un congreso, un compañero comentó que las mujeres indígenas no tenían orgasmos porque eso era un invento occidental, y que ellas ni lo tenían ni lo necesitaban. Nos reímos y le pregunté qué opinarían de ello las mujeres indígenas mayores y si había una palabra para referirse al orgasmo en su lengua materna y me dijo que no lo sabía, que tendría que preguntárselo a su madre. Un año después, para la celebración del Día de Muertos, viajé a San Blas de Atempa, conocí a su madre y frente al altar se lo pregunté.

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      [LUCES EN EL MAR, FEBRERO 2007] La entrevisté de noche, fumando «la gran maestra» en el tapanco de madera de coco más alto de Nuestra Casa, al que se subía por una escalerita, y donde ella dormía cada vez que llegaba para descansar y refugiarse. Vero es psicóloga y cuando hicimos la entrevista trabajaba en educación capacitando a maestros en zonas indígenas.

      Es hija de una mujer de Oaxaca y un hombre del D.F. que fundaron en Acapulco un cabaret llamado El Gato Negro. Vero, como sus hermanas, lleva el nombre de una de las bailarinas porque creció en medio de ese espléndido puterío. Me contó que una vez vio cómo una artista del local se desabrochó su bata roja, mostrándose delante de un cliente chino que abrió tanto sus ojos que dejaron de ser rasgados. Vero le preguntó a su padre qué había visto aquel hombre para abrir así los ojos, y su padre le dijo: «¡El cielo, hija, el cielo!». Su padre era un hombre muy femenino, la primera vez que se acostó con la madre de Vero se vistió con una bata de mujer; y, en otra ocasión, cuando por un desamor Vero llegó llorando a casa buscando a su madre, su padre, viendo que no había mujer que pudiera consolarla, le dijo: «Voy a agarrar mis testículos y me los voy a poner hacia atrás y se va a hacer una vagina. Entonces vamos a poder hablar de mujer a mujer, ¡ven!».

      Vero ama a los hombres y a las mujeres, y explicaba, entre risas, que estas le gustaban más porque su madre le había contado que, cuando estaba embarazada de ella, hizo el amor con una mujer en unos baños. Y porque, de pequeña, cuando estaba triste o enojada, su madre le agarraba la cabeza y jugando se la metía entre sus piernas diciéndole: «¡Métase a su hoyo, métase, que jamás tendría que haber salido de ahí!». Le pregunté sobre algún orgasmo en especial y terminamos hablando de los orgasmos místicos. Vero decía que eran como meterse en una cueva o en una matriz, y creía que demasiado placer te podría matar.

      Cuando era niña, una tarde sus padres la sorprendieron con su hermano mayor en un juego erótico que ella, de algún modo, había provocado. Los padres regañaron mucho a su hermano; desde ese día, se estableció una distancia entre ellos dos con la sombra de una situación malentendida. Luego me habló de la noche en que, muchos años más tarde, asesinaron a su hermano cuando la defendía en un asalto a la casa en el que un hombre la intentó violar. Recibió un balazo. Ella le tocó el pecho y le pidió que aguantara y la esperara.

      Me dijo emocionada que esa fue la primera vez que pudo tocar a su hermano después de tantos años. Pero no fue hasta que estuvo junto al ataúd cuando le pudo decir que todo estaba bien, que aquella tarde de niños no pasó nada malo.

      La madre de Vero, que le había enseñado mucho y escuchado sin hacer juicios sobre su placer, murió de cáncer acompañada por todos sus hijos y en el momento que ella decidió. Pasó parte de sus últimos días en la misma casa donde hicimos la entrevista. Vero describió Nuestra Casa como un gran útero que todo lo contenía y que nada negaba. En el momento de su muerte, Felisa, su madre, pidió que le cantaran «La llorona», esa canción mexicana que dice así: «… tú eres como el chile verde, llorona, picante, pero sabroso».

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      [PIE DE LA CUESTA, FEBRERO 2007] Eva llegó a la entrevista vestida con un traje indígena, los labios pintados, una pluma en la cabeza y la mirada más altiva y penetrante que había visto en mucho tiempo. Me habían contado de ella que era una mujer muy cabrona, que dormía con un machete, al que le había puesto nombre, debajo de la almohada y no permitía que nadie la maltratara. Pero en la entrevista lloró como hacía mucho que no lloraba. Eva es psicóloga y nació en la región norte del estado de Guerrero, en un pueblo llamado Apaxtla. Trabaja atendiendo a mujeres víctimas de violación en aquella zona y gracias a ella muchos violadores están en la cárcel. Mientras releíamos juntas esta biografía, me dijo que se daba cuenta de que al atender a otras mujeres en realidad ella se estaba atendiendo a sí misma.

      A Eva, como a tantas otras mujeres de Guerrero, la casaron de niña con un tipo que la secuestró y que, al día siguiente, manteniendo las tradiciones de la zona, fue a pedir el perdón y el permiso de los padres, que, sin preguntarle a ella su opinión, firmaron el acta matrimonial. Además, Eva recibió una tremenda paliza de su madre y eso le confirmó que era mejor irse con ese pendejo que no quedarse allí. Le pregunté por su vida con él y me respondió, con una gran sonrisa en el rostro, que, tiempo después y gracias a Dios, su marido murió. Ya viuda, de regreso en la casa de su madre, siguió sufriendo el control y los maltratos de las mujeres de la familia. «Antes como antes y ahora como ahora», sentenciaba su madre.

      Se volvió a casar con un hombre mayor y adinerado, pero con el que apenas tenía relaciones sexuales. Conoció a un primo lejano e inexperto que se convirtió en su amante. Eva quería tener un hijo. Y, a pesar de que pensó que su relación solamente duraría hasta que ella quedara embarazada, se enamoró de él, lo llevó a casa y, al cabo del tiempo, dejó a su marido y se fueron juntos. Eva tuvo dos hijos: un varón al que llamó Adán y una mujer a la que llamó Yamel. Los dos mejores orgasmos de su vida fueron cuando se quedó embarazada de ellos dos. Eva cree que un orgasmo es como agarrar las alas de un ángel. Después empezaron los maltratos mutuos e incomprensiblemente su nueva vida se convirtió en una relación de violencia en la que ella estuvo a punto de morir.

      Me contó que pensó muchas veces en suicidarse porque no podía entender que ella fuera capaz de hacer el amor con un tipo que la maltrataba. Un día se lo confesó a su hijo y él le dijo que sí, que se quitara la vida. Fue así como reaccionó y entendió que no era ella la que tenía que morir, porque ella había dado vida y placer. Una noche, en la cama, bañó al hombre en alcohol, prendió un encendedor y le dijo que si alguna vez la volvía a mal tocar, mal mirar o mal hablar lo mataría. A partir de entonces ese hombre se dio la vuelta como un calcetín y se convirtió en un hombre que la cuidaba, la tocaba y le hablaba exactamente como a ella le gustaba, y al que, si quería, le podía decir «No me gusta cómo me estás tocando». El padre de sus hijos sabía silbar canciones bellísimas iguales a las que tarareaba su padre, al que siempre adoró, pero Eva ya no le permitía ni eso. Aunque nunca se separó él, ha tenido amantes mujeres porque son maravillosas. La última vez que la vi me dijo que se hacía cargo de su madre enferma en casa. ¿Por qué? ¡Si te maltrató tanto!, le pregunté yo. «Porque yo no soy como ella.»

      Al final de la entrevista me comentó que le gustaba ver y sentir que había tanta gente viva, pero que ella no estaba viva. Que yo estaba entrevistando a una mujer que había muerto hacía tiempo. Tan cabrona era que le había ganado la batalla a la muerte.

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