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y que había venido para vaciar y vender la casa de su padre recientemente fallecido. Había sido el único de la familia que se había quedado para siempre en México. Mientras la ayudaba a hacer cajas, hablábamos de mi proyecto sobre los orgasmos y me llevó a conocer a una vieja amiga. Hicimos la filmación con Amanda en su casa. Su entrevista quedó a medias porque las dos estábamos nerviosas, se me acabaron las cintas y nos emborrachamos con mezcal. Nunca la terminamos y siento que eso es un símbolo de la imposibilidad de terminar este proyecto y la aceptación de ello.

      Amanda nació en Ciudad de México, aunque allí nadie cree que es mexicana porque es blanca y pelirroja. Es la segunda hija de una familia de intelectuales judíos dedicados al arte, y en su casa tiene un original de ese grabado de Siqueiros en que se ve a un perro rabioso ladrando, y otro de Picasso de dos amantes que se besan. Durante la entrevista los observaba como una especie de escenografía de lo que hablábamos.

      Me contó que había sido una niña con mucha curiosidad sexual y una gran capacidad de disfrutar de su cuerpo, pero que de pequeña fue secuestrada junto con una amiga por un hombre que las violó en un coche; a partir de ahí, su relación con el placer se complicó. Había contado poco de ello porque se sintió incómoda cuando se vio obligada a comentarlo y a superarlo demasiado pronto, sin la ayuda profesional necesaria. Luego, a lo largo de los años se fue dando cuenta de todos los matices que en la mente y en la imaginación le dejó esa violación.

      Poco a poco, con el paso de las horas, como una suerte de biografía y construcción de su placer, me fue hablando de todos los amantes que había tenido. Recuerdo que, al llegar a una intensa aventura con un amante negro que tuvo en Londres, le pregunté si antes de él había tenido algún orgasmo; me dijo que no y que con el negro tampoco. Nos reímos mucho de esto. Me encantó poder reírme con ella de algo triste como la falta de orgasmos, a pesar de los bellos amantes –algo que yo también había vivido–. Después me habló de otros hombres y de cómo sus orgasmos llegaron más tarde. Se casó en Israel con un hombre judío que la amaba, pero con el que no pudo seguir viviendo por falta de deseo. Me contó lo doloroso que es darse cuenta de que no deseas a alguien a quien amas. Se separó y regresó a México embarazada, sin saberlo. Fue un embarazo ectópico y tuvo que abortar. A partir de eso hablamos de lo complejo que es, hoy en día, saber si quieres o no ser madre; del enredado deseo de la maternidad. Al final de la entrevista, Amanda sostuvo que el orgasmo es como la felicidad, que no puede retenerse, porque es algo que cuando llega ya está a punto de desaparecer. Y que, a veces, el dolor también puede ser algo muy liberador; que es algo a lo que tememos profundamente, pero que, en el fondo, necesitamos. Porque ante nuestra necesidad de intensidad en esta vida, a falta de placer, el dolor puede darnos en algunos momentos la fuerza necesaria para vivir.

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      [CENTRO HISTÓRICO, DICIEMBRE 2006] A Helena me la presentó una amiga que me insistió mucho en que la entrevistara. Nos fuimos a tomar unas cervezas. Le conté mi proyecto y aceptó sin dudar.

      Nació en Serbia, en la antigua Yugoslavia de Tito. Llegó a México en 1996 huyendo de la guerra, y porque ya se tenía que ir a algún lugar de este mundo. En Serbia se enamoró de un mexicano. Y se casaron allí, sin avisar a la familia, de un día para el otro. Era la única forma legal de obtener permiso para salir. Se fueron a México y allí se quedaron. Fueron muy felices, luego dejaron de serlo, se separaron y muchos años después lograron el divorcio. Me comentó que todavía conserva su pasaporte yugoslavo. Yo le pregunté si pensaba volver a su país. Me respondió que sí pensaba en un hipotético regreso aunque, al fin y al cabo, ¿qué era un país?

      Hablamos de la guerra con dificultades, con muchos silencios, con dudas, y gran parte de lo que me contó no lo filmé en esa entrevista. Huyó antes del final de la guerra. Allí, por el hecho de pertenecer a una minoría católica y debido a la limpieza étnica que se llevó a cabo en Serbia, recibió amenazas de muerte, pero tuvo suerte y no fue violada ni mataron a nadie de su familia. Sin embargo, varios familiares fueron obligados a abandonar Serbia y trasladarse a Croacia para siempre. Su padre, a pesar de las amenazas, nunca se quiso ir del país. Me contó riendo que esa había sido la única decisión que su padre había tomado de manera radical en la vida, sin consultar a nadie. Después de que lo comunicara, nadie dijo nada durante un buen rato y nunca más se volvió a hablar del tema. Durante la guerra, su hermano se vio obligado a alistarse en el ejército serbio, pero afortunadamente fue por poco tiempo. Helena me aseguró que, durante esa época, nada tenía valor, ni siquiera el dinero, y, por supuesto, mucho menos los proyectos artísticos. Allí lo único importante era sobrevivir un día más. Las relaciones íntimas eran casi imposibles…, era más fácil y placentero salir a pasear y disfrutar de un día de lluvia en soledad y sin miedo.

      En Serbia había estudiado ingeniería civil, pero cuando llegó a México cursó historia del arte. Y, más tarde, una maestría en filosofía centrada en una investigación sobre el cuerpo. Trabajaba también en proyectos artísticos contemporáneos en relación con el espacio público y social.

      Hablamos de que siempre tuvo una relación complicada con su cuerpo. La educación que recibió no la ayudó, y cree que su madre nunca tuvo un orgasmo. Me describió los suyos con detalle, como algo que nace en un punto del cuerpo, pero que, al crecer, la hace sentir fuera de él. Helena decía que la mente interviene en el placer, y que el orgasmo es sobre todo algo que le desvela una voluntad de ser; que la parte placentera de un orgasmo es esa que le revela cómo quiere ser. Y que, a veces, son dolorosos porque, cuando ocurren, solamente muestran que más allá del orgasmo no hay suficiente verdad y belleza que sostener.

      Nuestra conversación tuvo lugar donde ella dormía y trabajaba: un pequeño cuarto de un luminoso apartamento en uno de esos humildes edificios del centro histórico del D.F. Una frase pegada en la pared de su escritorio avisaba: «Sin marca no hay memoria y sin memoria no habría un saber».

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      [CASA XOCHIQUETZAL, ENERO 2007] Conocí a Carmen cuando la fui a visitar cerca del centro de la ciudad, a la Casa Xochiquetzal, que ella había contribuido a crear, y que por aquel entonces dirigía. Un antiguo museo, el Museo de la Fama, convertido en una residencia para mujeres mayores, abuelas que se habían dedicado casi toda su vida a la prostitución y que no tenían un lugar donde vivir. Allí también conocí a Nora, a Jimena y a tantas otras abuelas que son para mí un ejemplo de vida. Y allí comí muchas veces porque las abuelas siempre se preocupan de si los jóvenes han comido.

      Hicimos la entrevista en el patio de la casa. Carmen había trabajado casi toda su vida como sexoservidora y se había comprometido durante años en la lucha contra el VIH y la discriminación de su colectivo. Me contó que empezó a trabajar en la prostitución cuando tenía diecisiete años y ya era madre de tres hijos. Su marido era un hombre que no trabajaba, que la maltrataba y era capaz de obligarla a salir cuando llovía solo para ver cómo se empapaba. Todos los hijos que tuvo con él fueron fruto de violaciones, y tardó mucho tiempo en abandonarlo porque estaba muerta de miedo.

      La primera vez que se prostituyó había ido al barrio de La Merced porque se estaba muriendo de hambre y la iban a echar de su casa; alguien le había dicho que el cura de una iglesia le podía dar algún trabajo, pero no fue así. Una sexoservidora de la zona que la vio a la salida del templo le preguntó por qué lloraba. Ella le contestó que era porque no tenía dinero. La prostituta le dijo que hacía un momento había visto cómo un hombre se le había acercado y le había ofrecido mil pesos para que se fuera con él, y sin embargo ella no lo había aceptado. Ella le preguntó que adónde. ¡Pues al hotel!, contestó la otra. ¿Para qué?, dijo ella. ¡Pues para coger! ¿Y qué es coger?, preguntó Carmen. ¡Pues hacer el amor! ¿Y qué es hacer el amor?, continuó ella. ¡Pues lo que haces para tener estos hijos! Carmen se levantó asustada y se fue mientras escuchaba cómo la sexoservidora le gritaba: «¡Pinches indias ignorantes, se guardan solo para un hombre que además las golpea!». Carmen se detuvo porque sintió que esa era una verdad demasiado grande como para no hacerle caso y regresó para preguntarle a la sexoservidora cómo debía hacer.

      Le recomendó que fuera a buscar al hombre que antes

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