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dictar a un legislador católico lo que tiene que hacer en conciencia, dentro del ámbito legislativo? La doctrina católica, de raíz tomista, recogida por el Catecismo de la Iglesia señala que la conciencia es obligatoria y que el que actúa contra los dictados de la propia conciencia, peca. ¿Qué implicancias tiene esa afirmación en la relación entre la autoridad eclesiástica y la autoridad secular en el ámbito legislativo? ¿qué grados de autonomía tiene el legislador católico frente a la autoridad del obispo cuando están de por medio los dictados de la propia conciencia?

      Nos detendremos en la clásica contienda intelectual en la década de 1870 (coincidiendo con el Concilio Vaticano I) entre el cardenal Newman y el primer ministro inglés William Gladstone, sobre conciencia y autoridad. “Brindo por el Papa, pero antes brindo por la conciencia” es la afirmación del cardenal inglés defendiendo la tesis de que no hay verdadera oposición entre conciencia y autoridad y que se puede ser un buen católico y un leal súbdito de la reina. ¿Qué implicancias tiene esa afirmación desde el punto de vista de la actividad de un legislador católico en nuestros días?

      Y es que somos “cristianos sin Cristiandad”, dirá el teólogo jesuita José María Castillo, como para resumir el paso desde el estado confesional a la libertad religiosa y la evolución de la Iglesia desde el Concilio Vaticano I al Concilio Vaticano II. Hay que resistir la nostalgia por la Cristiandad medioeval, dirá el teólogo jesuita y aprender a vivir sin la protección del poder temporal. El filósofo político francés Pierre Manent, por su parte, se concentrará en los elementos de continuidad y no solo de cambio entre ambos concilios, en el proceso de adaptación de la Iglesia Católica a la realidad del mundo moderno y secular.

      Finalmente (siempre en el tema de la dignidad de la conciencia moral) haremos una reflexión sobre conciencia, verdad, subjetivismo y relativismo ético en la realidad del mundo moderno y posmoderno. Nos haremos cargo de los conceptos de verdad absoluta y verdad objetiva planteados por el Papa Juan Pablo II (y el cardenal Ratzinger), con una especial preocupación por los peligros del subjetivismo y el relativismo ético. Subsisten los temores de la Iglesia posconciliar frente a una serie de tendencias en la cultura contemporánea, con una especial preocupación por las desviaciones que advierte el Romano Pontífice en ciertas tendencias teológicas al interior de la Iglesia.

      Argumentaremos que ningún temor y ningún ejercicio de la autoridad puede sobreponerse a la dignidad de la conciencia moral entendida como un aspecto central de la superior dignidad de la persona humana. Lo que el Magisterio de la Iglesia (y el Papa y los Obispos) hacen y pueden hacer es instruir e iluminar la conciencia de los fieles comprometidos en el servicio público, pero en ningún caso imponer ni sustituir los dictados de esa conciencia (sagrada e inviolable, según la doctrina católica). En la definición del Concilio, “la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas”.

      Dedicaremos un apartado a lo que hemos denominado la dignidad de la comunidad política —que considero una derivación de la dignidad de la persona humana— teniendo como base lo que el Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes) denomina la justa autonomía de las realidades terrenales. Este concepto es aplicable, según la doctrina social católica, a los ámbitos de la ciencia, la razón, la filosofía, la cultura, la política, la economía y la propia conciencia. Tal vez sea este el concepto central al momento de entender la relación entre fe y política (y entre fe y razón, lo que será particularmente aplicable en el ámbito del quehacer científico). Es bajo ese concepto que debe entenderse la definición de GS en el sentido de que la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno.

      Dedicaremos una reflexión especial sobre el tema de la democracia. Habiendo alcanzado el mayor grado de acercamiento en la encíclica del Papa Juan Pablo II Centessimus Annus (“la Iglesia aprecia el sistema de la democracia”, “la Iglesia respeta la legítima autonomía del orden democrático”), tras la caída del Muro de Berlín (1989), muy pronto el propio Papa polaco hará hincapié en los peligros del relativismo ético y de la regla de la mayoría al interior de la democracia. El paulatino distanciamiento —o al menos el desarrollo de una mirada crítica— de Juan Pablo II sobre la democracia dice relación especialmente con lo que atañe al derecho a la vida y específicamente (aunque no exclusivamente) en lo que se refiere al aborto.

      Tiempos de ejercicio de la autoridad eclesiástica (de los obispos en particular) y de defensa de la ortodoxia. Argumentaremos que la doctrina de Juan Pablo II sobre estas materias irá estrechando los márgenes del concepto de justa autonomía de las realidades terrenales recogido en el Concilio Vaticano II. Todo ello tendrá consecuencias e implicancias en el ámbito de acción del laico, político y legislador católico.

      Es al rol de los laicos en los asuntos temporales que dedicaremos un cuarto apartado en el capítulo sobre la doctrina social católica, teniendo como base —como ya hemos anticipado— la definición del Concilio Vaticano II de que “el carácter secular es propio y peculiar de los laicos”. Surge la pregunta, ¿qué tan propio y peculiar de los laicos? ¿en qué ámbito de acción? ¿en qué sentido? ¿con qué límites?

      Las definiciones de los documentos magisteriales del Concilio Vaticano II son claros y explícitos en orden a reconocer el rol de los laicos en los asuntos temporales (típicamente en el ámbito de la política y de la ciencia). Lumen Gentium, que corresponde a la Constitución dogmática sobre la Iglesia, tomando como base la definición de Iglesia como “Pueblo de Dios” y la idea de que “la condición de pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios”, abre todo un campo de posibilidades y de acción a los laicos (representantes del sacerdocio común de los fieles). A partir de un claro orden jerárquico de la Iglesia, en cuyo vértice está el Romano Pontífice y “su magisterio infalible”, LG reconoce que “a los laicos, hombres y mujeres, por razón de su condición y misión, les atañen particularmente ciertas cosas, cuyos fundamentos han de ser considerados con mayor cuidado a causa de las especiales circunstancias de nuestro tiempo”.

      A pesar de la confianza depositada en los seglares (como sinónimo de laicos o de fieles) en los documentos magisteriales del Concilio, en la doctrina y en la práctica, en el Magisterio de la Iglesia y en su aplicación, tanto a nivel universal como a nivel local, subsisten una serie de interrogantes en lo que se refiere al papel de los laicos en los asuntos temporales. Un ejemplo de lo anterior es la “Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y conducta de los católicos en la vida política” (2002), promulgada por el cardenal Joseph Ratzinger en su calidad de Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. A las tensiones que surgen entre el rol de los laicos y su relación con la autoridad eclesiástica dedicaremos varias páginas de nuestra reflexión. Argumentaremos que la Iglesia concurre a la formación de la conciencia, en la búsqueda común de la verdad y el bien, y que no puede pretender (como la propia doctrina católica lo indica) la imposición de la conciencia o de la verdad.

      Es justamente en consideración al papel de los laicos en la vida de la Iglesia y su relación con el mundo que dedicaremos el último apartado del capítulo tercero al tema del discernimiento ético. Junto con el énfasis que ya hemos anticipado en las encíclicas del Papa Benedicto XVI referidas a las virtudes teologales, y en la “Alegría del Evangelio” del Papa Francisco, el tratamiento del discernimiento ético bajo el actual Pontífice solo puede ser calificado de alentador, más próximo a las luces que a las sombras.

      El discernimiento ético se ubica en el ámbito de la aplicación práctica de los principios generales y se refiere al examen y la valoración de un estado de situación y la determinación de lo posible o de lo obligatorio en la aplicación de los principios, según las circunstancias de tiempo y de lugar. Tiene que ver con el método ignaciano del discernimiento basado en la experiencia (los hechos), la reflexión (su comprensión e implicancias éticas) y la acción.

      Según el teólogo Tony Mifsud s.j., el discernimiento ético responde a la interrogante acerca de la aproximación ética a la realidad y consiste básicamente en la pregunta acerca de cómo formar un juicio ético sobre el comportamiento humano. El discernimiento centra la reflexión en el sujeto, rescatando la función pedagógica de la ley, sin reemplazar la centralidad de la conciencia. Se trata de establecer lo que tiene

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