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bien, ¿cómo se enfrentan y se procesan esas diferencias? En un sentido más amplio y más de fondo, ¿cuál es la relación entre fe y política, fe y razón, ética y política, autoridad eclesiástica y autoridad secular, Iglesia y Estado, y entre la Ciudad de Dios y la Ciudad de los Hombres (tomando la distinción de San Agustín)?

      Son algunas de las preguntas que nos hacemos en este libro. Ellas han sido objeto de encendidos debates a través de la historia. También lo han sido en la historia más reciente de Chile. Son temas e interrogantes permanentes y de validez universal.

      El Partido Demócrata Cristiano al que pertenezco corresponde a una idea, un movimiento y un partido político —es en ese orden que surge y se desarrolla en la historia del último siglo— que procura reconciliar la tradición cristiana con el mundo moderno, democrático y secular.

      Ese intento por hacer conversar a la tradición (cristiana) con la modernidad (democracia) fue el resultado, en el plano de las ideas, de los filósofos cristianos de la democracia (como Jacques Maritain y Emmanuel Mounier, entre otros). En el periodo entre guerras, enfrentados al surgimiento del totalitarismo (nacional socialista, fascista y comunista), ellos fueron convergiendo en torno a una concepción pluralista de la democracia basada en el valor universal de los derechos humanos, en oposición al catolicismo integrista de la época.

      Muchas de esas ideas encontraron un terreno fértil en el surgimiento y desarrollo del Partido Demócrata Cristiano (PDC) de Chile (entre otros partidos de la misma familia política en Europa y América Latina). Definido como un partido de inspiración humanista y cristiana, de vocación nacional y popular, y de carácter no clerical y no confesional (a diferencia del antiguo Partido Conservador), el PDC ha intentado, en la realidad concreta de Chile, hacer conversar a la tradición con la modernidad, a los principios con la realidad social.

      Desde sus inicios ha tenido momentos de convergencia y de divergencia con la jerarquía de la Iglesia Católica (la gran mayoría de sus dirigentes y militantes se definen como católicos). A pesar de que su doctrina está constituida por el humanismo cristiano y por las enseñanzas sociales de la Iglesia (a la época de su nacimiento la principal influencia estuvo dada por las encíclicas Rerum Novarum (1891) y Quadragesimo Anno (1931) en torno a la cuestión social), desde sus orígenes fue signo de contradicción en el mundo católico.

      En términos concretos, lo anterior significaba que el Partido Conservador ya no podría ser considerado como el único partido para los católicos.

      En 1938 la juventud conservadora fue declarada en reorganización al negar su apoyo (en estricto rigor decretó libertad de acción para sus miembros) al candidato apoyado por el Partido Conservador, Gustavo Ross Santa María, representante de un liberalismo extremo (que los falangistas veían como la negación de la doctrina social de la Iglesia que el viejo tronco conservador había adoptado como propia desde comienzos del siglo veinte). Esa actitud fue uno de los factores (uno menor desde el punto de vista electoral pero lleno de significación política) que permitió la elección de Pedro Aguirre Cerda como abanderado del Frente Popular (una coalición compuesta por el Partido Radical, el Partido Comunista y el Partido Socialista).

      En los años que siguieron la Falange Nacional colaboró abiertamente con los gobiernos del Frente Popular constituyendo alianzas electorales con algunos de sus partidos (Eduardo Frei Montalva, uno de los principales líderes de la Falange Nacional, llegó a ser ministro de Obras Públicas de Juan Antonio Ríos, sucesor de Aguirre Cerda). Los desencuentros ya no solo con el Partido Conservador sino con la propia jerarquía de la Iglesia Católica se multiplicaron mientras se sucedían las acusaciones contra los falangistas de oportunismo electoral.

      En ese mismo año de 1947 el obispo auxiliar de Santiago monseñor Augusto Salinas acusó a los líderes de la Falange Nacional de transformarse en “enemigos de Cristo”, denunciando la política de “mano tendida” hacia el Partido Comunista (los diputados de la Falange Nacional votaron en contra de la Ley de Defensa de la Democracia que dejó fuera de la ley al Partido Comunista). Ante las críticas de importantes sectores de la jerarquía católica los dirigentes de la Falange discutieron incluso la posibilidad de auto disolverse. Fue la oportuna intervención del obispo Manuel Larraín la que permitió que los jóvenes falangistas subsistieran como organización política (recordando el obispo Larraín la carta del cardenal Pacelli de 1934 sobre la libertad que les compete a los fieles de constituir particulares agrupaciones políticas).

      Los momentos de convergencia con la jerarquía de la Iglesia Católica vinieron principalmente en el periodo de posguerra. El advenimiento de la Guerra Fría hizo que un partido como la democracia cristiana, basado en la doctrina social de la Iglesia, apareciera como una alternativa frente al capitalismo liberal y el socialismo marxista. La realización del Concilio Vaticano II y el nuevo diálogo y apertura de la Iglesia Católica con el mundo moderno, en plena Guerra Fría, marcó un momento de alta convergencia con la democracia cristiana en distintos países de Europa y América Latina. En el caso de Chile ese acercamiento alcanzó una renovada fuerza bajo el gobierno de la “Revolución en Libertad” encabezado por Eduardo Frei Montalva.

      Hay que decir, a estas alturas, que muchas de las ideas que habían sido planteadas por los filósofos cristianos de la democracia (y los neo-tomistas y neo-modernistas, según el lenguaje de la época) en el periodo entre guerras, bajo la Segunda Guerra Mundial y en la década de 1950, encontraron un terreno fértil en la evolución y las definiciones de la Iglesia Católica. Ello se expresó con una singular fuerza en las deliberaciones y los documentos magisteriales del Concilio Vaticano II (el propio Jacques Maritain, quien había tenido una activa participación en las conversaciones y debates que condujeron a la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, participó en el Concilio en su condición de laico).

      Sabido es que, en general, y muy en especial a partir de la revolución francesa, la Iglesia Católica había asumido una postura defensiva y de trinchera frente a la amenaza (así era percibida) del mundo moderno, democrático y secular. No escapaba a esa actitud la existencia de expresiones laicistas y militantemente anti-religiosas asociadas a ciertas tendencias de la revolución francesa y sus efectos en la realidad de Europa en el siglo XIX. Todo ello condujo al “catolicismo de fortaleza” de Pío IX (1846-1878), a la denuncia de las “proposiciones erróneas” contenidas en el Syllabus errorum (1864), incluidos el progreso, el liberalismo y la civilización moderna, a una fuerte centralización en torno al Papado y la Iglesia de Roma, que se expresó con particular fuerza en el Concilio Vaticano I (1869-1870), a la dictación de la encíclica Pastor Aeternus (1870) sobre la infalibilidad del Papa, a la condena del “modernismo” por el Papa Pio X (1907) y a otras tendencias y definiciones que subsistieron al menos hasta la muerte del Papa

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