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más. La veía con un aspecto muy formal, bien abrigada y decorosa, pero cuando ella se soltaba el cinturón del abrigo y se lo abría, estaba completamente desnuda, rosada y pálida.

      —Dios Santo, necesito un revolcón —musitó, y se pasó las manos por la cara otra vez. Inmediatamente pensó en Molly, y su cuerpo dio la opinión que tenía con respecto al asunto.

      No. No iba a salir con ella. Pero tomarse una copa no era salir, después de todo. Ni flirtear.

      Ben apagó el ordenador y se marchó a casa. Se daría una ducha y después… a la cama. Probablemente.

      Molly salió de casa muy contenta para reunirse con Lori Love en The Bar. Había tenido una buena noche, después de la tarde desastrosa. Toda aquella desesperación sexual le había venido bien a su trabajo. Había canalizado su lujuria hacia la nueva historia que estaba escribiendo y había completado doce páginas. Doce páginas increíblemente buenas, en su opinión.

      Molly recorrió Main Street con una sonrisa que aumentaba a medida que caminaba. Ni siquiera el correo electrónico que le había enviado aquella desagradable señora Gibson había conseguido estropearle el buen humor. Aquella mujer escribía a Molly y a sus colegas de profesión regularmente para llamarles indecentes, pero estaba muy versada en las historias. Algunas veces, la señora Gibson incluso les proporcionaba estadísticas de las palabras verdes que más se usaban y cuántas veces. Aquel nuevo libro iba a sacarla de sus casillas.

      Molly nunca había escrito nada tan atrevido, y la señora Gibson no iba a ser la única que se quedara asombrada. Su editora se iba a llevar una sorpresa muy agradable. Aunque Molly no era aficionada al bondage, había un gran mercado para ese tipo de historias.

      Y, demonios, aunque a ella no le gustara que la ataran, tal vez cambiara de opinión después de aquel libro. Aquel sheriff estaba como un monumento. Casi tanto como el mismo Ben.

      Ben. Si no aparecía en The Bar aquella noche, Molly lo dejaría en paz. Si aparecía… Bueno, entonces las cosas iban a ser muy distintas. Ella, como él, tampoco quería complicaciones en su vida, pero el sexo no tenía nada de complicado.

      Se le estaba escapando una risita tonta al pensar en todo aquello cuando la noche se hizo más oscura. Acababa de pasar por delante de todas las casas de su calle, y la luz de los porches había quedado atrás; tenía que atravesar una pequeña zona boscosa que separaba su barrio de Main Street. Tuvo una sensación de inquietud y se detuvo.

      No estaba asustada. Aquello era Tumble Creek, después de todo. Sin embargo, se giró lentamente en busca de alguna sombra, de un movimiento. Nada. No era nada, salvo su imaginación de chica urbanita.

      La luna llena brillaba en la calle, unos cuantos metros por delante de ella, e iluminaba el aparcamiento trasero del supermercado. El apartamento que había sobre el supermercado era donde vivían Quinn y Ben durante las vacaciones de la universidad. Tenían un alquiler muy barato y en el pueblo había muchos trabajos en verano. Y Molly había estado con ellos todo el tiempo que podía.

      Allí se había sentido como en casa, hasta el punto de que entraba en el apartamento sin llamar.

      Oh, aquella noche se le había roto el corazón, aunque sus impulsos sexuales se hubieran avivado exponencialmente al ver a Ben desnudo y con una excitación impresionante. Aquella chica no era del pueblo, y estaba…

      Los recuerdos de Molly quedaron interrumpidos por el ruido de unas hojas secas a su espalda. Trastabilló ligeramente al mirar hacia atrás. Aquél no era el sonido que hubiera hecho el viento al mover las hojas. Oyó el crujido de una ramita al partirse. Los músculos se le pusieron en tensión.

      —¿Quién está ahí? —preguntó.

      No obtuvo respuesta.

      Corrió hacia las luces que había delante de ella. Ya había tenido aquella sensación de ser observada, pero eso era en Denver, porque Cameron aparecía en todos los lugares que ella frecuentaba: los restaurantes, el Starbucks de su barrio, incluso las tiendas de ropa femenina. Ella se había quejado al supervisor de Cameron, pero eso solo había tenido como resultado un sermón hacia ella, porque supuestamente estaba lanzando señales contradictorias.

      ¿Estaba allí, intentando asustarla? ¿Quería acobardarla para que volviera a Denver, donde él podía controlar su vida?

      Molly apresuró el paso por la acera. Casi había llegado a la luz, y la esquina de Main Street estaba muy cerca. Salió de entre las sombras con un jadeo, y se atrevió a mirar atrás. Creyó ver una sombra, y rápidamente se dio la vuelta y dobló la esquina. Se apoyó en el muro de ladrillo del supermercado, tomó aire y lo exhaló formando una nube de vapor ante sí.

      «Esto es Tumble Creek», se dijo. «Estás en las montañas. Era un mapache o una comadreja, o incluso un alce».

      Recuperó un poco la calma y miró alrededor de la esquina. No vio nada. ¿Era posible que aquel café barato tuviera demasiada cafeína? Había estado nerviosa todo el día. Su vibrador no había intentado asesinarla, ni tampoco aquel tejón, o lo que fuera.

      Se le escapó una risa temblorosa cuando se apartaba de la pared. The Bar estaba en la acera de enfrente, a menos de una manzana de distancia. Alguien abrió la puerta del pequeño local, y la música sonó por la calle. Alguien salió del aparcamiento del supermercado y condujo hacia ella. La vida recuperó la normalidad. Todo iba bien.

      Con una sonrisa forzada se dirigió a The Bar.

      —¡Molly Jennings! —exclamó el camarero en cuanto ella entró por la puerta.

      Molly ladeó la cabeza, observó su rostro y sonrió.

      —¡Juan! Tienes un aspecto estupendo.

      Era un poco exagerado, pero él sonrió y se encogió de hombros. Juan tenía dos años más que ella. Había sido uno de los jugadores de fútbol estrella en el Creek County Haigh, pero sus músculos se habían ablandado y se habían convertido en algo que se parecía sospechosamente a la grasa. Su sonrisa, sin embargo, seguía siendo amplia y genuina. Molly se sentó en uno de los taburetes de la barra.

      —Ha llamado Lori —le dijo Juan—. Ha dicho que llegará un poco tarde. Ha tenido que sacar un coche de una zanja.

      —Gracias, Juan.

      —¿Qué tomas? ¿Alguna bebida flojucha? ¿Cosmo? ¿Martini? ¿Un zumo de granada?

      —Oh, eh, ¿de verdad tienes zumo de granada?

      —No, no. Pero tengo zumo de arándanos y de manzana. ¿Qué te apetece?

      Molly miró a su alrededor. La mayoría de las mesas estaban ocupadas, y todo el mundo tenía una cerveza o un vaso de chupito delante. Pero, demonios, ella quería un cóctel Cosmopolitan.

      Suspiró, y dijo:

      —Tengo que hacerme una buena reputación aquí, Juan. Será mejor que me tome una cerveza.

      Juan miró hacia ambos lados de la barra y después se inclinó un poco hacia ella.

      —¿Y si te hago un martini con limón y te lo sirvo en una copa grande con hielo? ¿Crees que podrías tomártelo como si fuera un vodka con tónica?

      Molly se irguió y se echó a reír.

      —Sí, demonios. Adelante —dijo.

      Después de todo, parecía que aquella noche iba a ir bien.

      Mientras Juan le preparaba la bebida secreta, Molly se acercó a la máquina de música para ver qué canciones había. Parecía que no la habían puesto al día desde los años ochenta. Todo era country clásico o rock. Eligió George Strait y volvió rápidamente a la barra, en busca de su bebida.

      Cuando volvió a abrirse la puerta, se volvió para decirle «hola» a Lori. Al ver a Ben entrando en el bar se quedó muda. Oh, demonios, aquella noche iba a ir muy bien.

      Él iba mirando al suelo, pero la miró por entre las pestañas. Molly se derritió desde la coronilla a los dedos de los pies.

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