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marcados en aquel fino algodón blanco.

      —¿Quieres un poco de café?

      Molly se dio la vuelta y dejó la puerta abierta para que él entrara, y Ben pasó a modo de defensa propia. Tenía que cerrar la puerta antes de que otra ráfaga de viento le moldeara la camiseta contra el trasero. Aunque su cerebro estuviera lanzando vítores.

      —Dios Santo —murmuró él, y se quedó junto a la puerta. Era hora de irse. Ni siquiera se acordaba de por qué había ido allí en primer lugar. Ella todavía tenía que aceptar lo del cochecito de juguete, pero era el momento idóneo para que él hiciera su retirada.

      —¿Quieres leche y azúcar? —le preguntó ella desde la cocina.

      —No, yo…

      Sonó un teléfono antiguo que interrumpió su respuesta.

      —¡Espera! —dijo Molly.

      Ben la oyó responder alegremente, y después, su voz adquirió un tono ominoso que despertó todo su instinto de policía.

      —¿Cómo has conseguido este número? —gruñó ella.

      Ben fue directamente a la cocina.

      —Sí, he apagado el teléfono móvil. Date por aludido, Cameron.

      Él se detuvo al llegar al arco que daba paso a la cocina, pero ella había dejado de hablar. Estaba de pie, con la mano en la frente, murmurando «Umm, umm», de vez en cuando.

      Molly cerró los ojos con fuerza, y cuando los abrió, vio que Ben la estaba mirando. Arqueó las cejas con una expresión de alarma y se giró hacia el fregadero, pero él todavía pudo oír el resto de la conversación.

      —No. ¿Está claro? No. Y ahora, adiós.

      Al volverse hacia él de nuevo, Molly tenía una sonrisa resplandeciente. Colgó el teléfono y dijo:

      —¡El café ya casi está listo!

      —¿Quién era?

      —¿Quién?

      —El del teléfono.

      Ella no perdió la sonrisa y agitó la cabeza para fingir confusión.

      —Creo que has dicho que era «Cameron».

      —Ah, Cameron. Solo es un tipo de Denver.

      —¿Un ex?

      —¿Eh? No, no. Claro que no. ¿Por qué?

      —No, por nada.

      Más secretos. Perfecto.

      —Bueno, entonces, ¿leche y azúcar?

      Molly se movía por la cocina con despreocupación, completamente cómoda vestida con casi nada delante de él. ¿Quién era aquella chica a la que conocía de toda la vida? Aquella chica con secretos y con… pezones.

      —Sí —dijo él—. Con leche y azúcar.

      Ella le lanzó una sonrisa por encima del hombro mientras servía el café.

      —Un hombre de verdad, ¿eh? Lo suficientemente seguro de sí mismo como para tomar un café de chica. Estoy impresionada.

      —¿Un café de chica? Vaya. Gracias, Molly.

      —He dicho que estaba impresionada.

      —Sí.

      Le dio la taza y después se apoyó en la encimera, agarrando la suya con ambas manos. Ben se dio cuenta de que le pasaba la mirada por el cuerpo, deteniéndose en su pecho y en su boca. Y él se fijó en sus muslos dorados y esbeltos, y totalmente prohibidos, ¿y qué demonios estaba haciendo allí?

      Cerró los ojos y se llevó la taza a los labios.

      —Bueno… —dijo ella—. En cuanto a aquella noche…

      El café explotó en su garganta, quemándolo y ahogándolo. Ben estornudó y tosió hasta que pudo respirar de nuevo. Después abrió los ojos y oyó claramente su maravillosa risa.

      —¿Estás bien? —le preguntó Molly entre jadeos.

      —Lo has hecho a propósito.

      —¿El qué?

      Ben dejó la taza en la encimera de golpe.

      —Será mejor que me marche.

      —Hace diez años, Ben. Solo quería disculparme. Nunca debería haber entrado de ese modo, y mucho menos haber mirado.

      Él se quedó inmovilizado en el acto de darse la vuelta. Se le contrajeron los músculos y el estómago de espanto.

      —¿Disculpa?

      —No sabía que tenías… eh… compañía. Y entonces, yo…

      —¿Qué quieres decir con eso de que miraste?

      —Oh… bueno…

      —No. Yo miré hacia arriba y tú estabas junto a la puerta. Acababas de llegar.

      —Sí, bueno… tal vez pasaran unos segundos mientras yo entré y tú te diste cuenta de que había entrado. Estabas un poco distraído con aquella rubia. Ella estaba…

      —Sé lo que estaba haciendo. Por el amor de Dios, Molly.

      —Bueno… De todos modos, solo quería decir que, si te hice pasar vergüenza, lo siento.

      ¿Vergüenza? Fue una tortura. Mortificación. Culpabilidad. El hecho de saber que había corrompido a una niña. El completo asombro de sus ojos cuando él la había visto. Ella estaba tapándose la boca con ambas manos. El interminable momento en que sus músculos se habían negado a reaccionar, en que había intentado detener las ávidas atenciones de la chica de su cita. Ben no había vuelto a poder disfrutar de una felación durante los dos años siguientes.

      Y ahora, Molly le confesaba que había estado allí, mirando, durante… ¿cuánto tiempo?

      —Oh, Dios —murmuró, poniéndose la mano en la frente—. Solo eras una niña.

      —Eh… No, en realidad no. Yo perdí la virginidad esa noche, y cumplí dieciocho años una semana más tarde. Y después vino la universidad.

      —¡Ya basta! —exclamó Ben, y se tapó los oídos con las manos—. ¡Oh, Dios mío!

      Oyó la risa amortiguada de Molly.

      —Ben, ¿qué te pasa?

      Se imaginó a sí mismo. Estaba en la cocina de Molly Jennings, con los ojos cerrados y las manos en las orejas. Ben hizo acopio de dignidad y bajó los brazos. Después, exhaló un suspiro.

      —Eras como una hermana pequeña para mí. Fue muy inquietante.

      —Oh, a mí también me inquietó —dijo ella, y sonrió—.

      Pero si te sirve de consuelo, tú nunca fuiste como un hermano para mí, Ben Lawson.

      —Yo…

      Ella se inclinó hacia él y se quedó a pocos centímetros de distancia. Ben percibió el olor a café, y a algo suave y dulce. Su champú, o su crema, o algo femenino. Los labios de Molly eran rosados, y sus ojos, como un imán.

      —Y, claramente, fuiste mucho menos como un hermano para mí después de aquella noche.

      —Molly… —Dios Santo—. Supongo que solo te vas a quedar para el invierno, ¿no?

      Ella retrocedió con el ceño fruncido.

      —No, ¿por qué?

      —No, por nada. Tengo que marcharme. Consíguete un coche de verdad y revisa el tiro antes de encender la chimenea. Adiós.

      —¡Gracias, oficial! —dijo ella, mientras él salía rápidamente hacia la puerta.

      El aire frío le abofeteó la cara y lo devolvió

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