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en la mesita de noche, para verla cada vez que se despertaba.

      Quizá fuera eso lo que la estaba llevando a replantearse su negativa a casarse con él. O quizá, que llevaba tres días sin pedírselo.

      Violet se frotó las sienes, confundida. ¿Estaría sufriendo el famoso síndrome de Estocolmo? ¿Estaría bajando la guardia en el momento más inapropiado?

      Enojada con ella misma e incapaz de concentrarse en el libro que supuestamente estaba leyendo, echó un vistazo a su alrededor y se levantó de la tumbona donde estaba. No sabía qué era más bonito, si las aguas resplandecientes de la piscina o la playa que se veía al fondo, pero nada encajaba con la idea de estar en una prisión. Ni siquiera los empleados de Zak, que la trataban como si fuera una princesa.

      Sin embargo, Violet estaba lejos de haberse rendido. Se seguía negando a hacer excursiones por la isla, aunque hacía uso de la impresionante biblioteca que estaba pegada al despacho. Y no perdía ocasión de demostrarle indiferencia, como había hecho la primera vez que le llegó una caja de ropa: le dio las gracias con frialdad, subió a su habitación, se puso el bikini más provocativo del lote y, tras pasar por delante de sus narices, alcanzó un libro y se fue.

      Pero no podía mantener esa actitud eternamente. En primer lugar, porque no tenía ni fuerzas ni ganas y en segundo, porque su madre no dejaba de enviarle mensajes que la obligaban a contestar con evasivas. Más tarde o más temprano, Margot ataría cabos y cometería alguna estupidez, como llamar por teléfono a una revista del corazón y confesarle sus temores sobre el paradero de su hija.

      Violet sacudió la cabeza al pensarlo y se dio la vuelta.

      Y justo entonces, se encontró ante Zak.

      Los dos se miraron a los ojos, pero no fue una mirada normal; fue como si se estuvieran devorando, absorbiendo el uno al otro, y el ambiente se cargó de una tensión sexual que aceleró el pulso de Violet.

      Aunque quizá no fue por eso. Quizá se aceleró por la energética, pura y animal virilidad que Zak exudaba, o porque ardía en deseos de asaltar su boca. Pero, fuera cual fuese la razón, se quedó con el corazón en un puño y completamente inmóvil hasta que él avanzó hacia ella con determinación.

      Solo entonces, reaccionó y pasó por detrás del sofá en un intento de huida que fracasó segundos después, cuando Zak la acorraló a un par de metros de la puerta.

      –Deja que me marche –dijo ella, con voz más ronca que de costumbre.

      –No, cara, no te dejaré.

      Zak apoyó las manos en la pared, atrapándola entre sus brazos y haciéndola dolorosamente consciente de que solo llevaba un bikini de color naranja y un pareo a juego que apenas cubría sus caderas y la parte superior de sus muslos.

      –¿Se puede saber qué estás haciendo?

      –Basta ya, Violet –bramó él–. Ya han pasado dos semanas.

      –Bueno, ya sabes lo que tienes que hacer si tanto te disgusta esta situación –replicó ella, recobrando a duras penas la compostura.

      Zak la devoró con los ojos y dijo:

      –¿Por qué te empeñas en torturarnos de esta manera?

      –¿A qué te refieres? ¿A lo que sentimos? ¿O a que me niegue a hablar contigo?

      Él le dedicó una sonrisa tan sexy como arrogante.

      –Ah, comprendo. Quieres que te abra mi corazón para apuñalarlo después.

      –Si fueras tan amable…

      La sonrisa de Zak desapareció.

      –¿No has aprendido la lección de lo que pasó en Tanzania?

      Violet se estremeció.

      –¿Me estás amenazando, Zak?

      –Sí, por supuesto que sí –respondió él, inclinándose sobre ella–. Te estoy amenazando con la reacción con la que has estado soñando desde que empezó esta… aventura.

      Zak se sintió como se había sentido en Tanzania, como se había sentido todas las veces que se acercaba a Violet. Estaba nervioso, abrumado, perturbado.

      Su vida siempre había estado calculada al milímetro. De niño, se había esforzado por ser un hijo perfecto para un padre perfecto que quería que hiciera carrera en el Ejército. Y de mayor, había esmerado tanto su discreción que, a pesar de cambiar de amantes constantemente, no había causado ningún drama o incidente que pudiera avergonzar a su familia o avergonzarlo a él.

      Por desgracia, su padre no era el hombre honorable que Zak creía, y su legado había manchado la imagen de los Montegova y desestabilizado el país, lo cual lo llevó a extremar sus precauciones. Con el tiempo, se volvió inmune al halago y a las palabras cariñosas. Desconfiaba de todos y, por supuesto, nunca caía en las trampas del amor.

      O casi nunca, porque había dos excepciones: el beso que había dado a Violet en el jardín de su madre y la situación en la que ahora se encontraba.

      Por lo visto, aquella mujer era su punto débil. Pero, por inquietante que le pareciera, no se arrepentía de nada de lo que habían hecho. A fin de cuentas, estaba embarazada de él. Le iba a dar un hijo, carne de su carne, sangre de su sangre. E incluso cabía la posibilidad de que también le diera otra cosa: una oportunidad de cambiar la historia.

      ¿Dónde estaba escrito que no pudiera tener éxito donde su padre había fracasado? ¿Dónde estaba escrito que no pudiera infundir lealtad, integridad y hasta afecto en su heredero, virtudes todas a las que él se había creído inmune hasta que la vida le demostró lo contrario? ¿Dónde estaba escrito que no pudiera ser una buena persona?

      Aunque solo fuera por eso, casarse con Violet merecía la pena. Pero corría el peligro de enamorarse de ella, y no se lo podía permitir. Lo que sentía era demasiado potente, demasiado abrumador.

      Además, Violet había demostrado ser extraordinariamente firme. En lugar de romper a llorar, organizar un escándalo o rendirse dócilmente a sus deseos, había mantenido la calma y lo había sometido a un tratamiento continuado de frialdad e indiferencia. No se parecía nada a las mujeres con las que estaba acostumbrado a salir. Era distinta y, por esa misma razón, más interesante.

      Sin embargo, la necesidad de acariciar su piel y arrancarle una sonrisa que no empezara ni acabara en desdén se estaba volviendo insoportable. Cada vez que miraba sus azules ojos o atisbaba sus largas y preciosas piernas, perdía el control de sus emociones.

      Y ya se había hartado.

      De un modo u otro, pondría fin a la tortura de su silencio y su desinterés.

      No tenía más remedio, porque la alternativa era volverse loco.

      Violet sabía que su embarazo tendría efectos desagradables, como las náuseas matinales; pero no se había planteado que también agudizaría su sentido del olfato, amenazando su equilibrio emocional. Y, en cuanto notó el masculino aroma del príncipe, los pezones se le endurecieron y el fuego de su pelvis se transformó en incendio.

      Desesperada, se pasó la lengua por los labios y, al ver su gesto, Zak respiró hondo y la miró con más intensidad.

      –Tendremos que hablar más tarde o más temprano, Violet.

      –¿Por qué quieres casarte conmigo, Zak? Ni tú sabes nada de mí ni yo sé nada de ti, salvo lo que he podido leer en los periódicos. Podría ser tu peor pesadilla –alegó ella–. Deja que me vaya, por favor. Y, dentro de unos meses, hablaremos sobre la custodia del bebé y…

      –No –la interrumpió.

      –Pero…

      –¿Qué te parece si cambiamos el guion de esta historia?

      Ella frunció el ceño.

      –¿El guion?

      –Sí, exactamente. Declaremos una tregua temporal –respondió

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