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momento, la apartó de la mesa y apretó con fuerza su brazo.

      –Escúchame y escúchame bien. No le des información personal que pueda facilitarle las cosas para localizarte. Protege tu intimidad todo lo que puedas. Yo intentaré mantenerlos a raya si puedo. Cuando salgas de aquí, no vayas a ningún lugar al que suelas ir –le frotó el brazo con el pulgar–. ¿Llevas dinero encima?

      Priss lo miró pasmada.

      –¿De veras estás intentando protegerme?

      ¿Había malinterpretado su papel en todo aquello?, pensó ella.

      –¿Llevas dinero encima? –insistió él, enfadado.

      –Dentro del zapato.

      Él se incorporó. Parecía impresionado.

      –Buena chica.

      Priss lo entendió entonces.

      –¿Por eso me has birlado el permiso de conducir? –soltó una risilla nerviosa–. ¿Para que no me la quitaran ellos?

      –Vamos –Trace echó a andar de nuevo–. No conviene hacer esperar a Murray.

      Al llegar a las enormes puertas del despacho, Trace giró el pomo, echó una rápida ojeada dentro y le indicó que pasara.

      Al entrar, Priss comprendió enseguida por qué había mirado antes de dejarla pasar.

      La amazona estaba esperándolos.

      Un poco más calmada, se había sentado en la esquina del enorme escritorio de Murray Coburn. El sol que entraba a raudales por los ventanales la bañaba en su resplandor, arrancando destellos azulados a su cabello negro como el azabache. Su mirada malévola siguió cada movimiento de Priss.

      Sin darse cuenta, Priss se arrimó un poco más a su defensor.

      –Priscilla Patterson –dijo Trace como si hiciera falta una presentación formal. Señaló hacia su padre–. Murray Coburn. Y la encantadora dama que lo acompaña es Helene Schumer.

      ¿La encantadora dama? A Priss le dieron ganas de vomitar.

      Murray la observó con atención desde detrás de su mesa.

      –Has llegado hasta aquí, pequeña, así que no te acobardes ahora.

      ¿Se había acobardado? Esa era la impresión que quería dar, pero esta vez no lo había hecho a propósito. Tenía la sensación de haber entrado en el nido de una víbora.

      –¿Dónde quieres que se siente? –preguntó Trace.

      Murray la recorrió lentamente con la mirada, fijando los ojos en sus pechos.

      –En esa silla –dijo Murray señalando una de las sillas que había frente a su mesa, demasiado cerca de los puntiagudos zapatos de la amazona.

      Priss la miró. ¿Cómo la había llamado Trace? Hell, diminutivo de Helene. Sí, le venía que ni pintado.

      Esbozó una sonrisa trémula.

      –Le agradezco mucho que haya accedido a recibirme. Sé que esto es toda una sorpresa, y no me habría extrañado que se hubiera negado.

      –Siéntate –ordenó Murray, impertérrito.

      Priss procuró disimular cualquier indicio de hostilidad y fue a sentarse al borde de la silla, lista para saltar si la amazona apuntaba a su cabeza.

      Trace se quedó de pie tras ella. Murray pensó probablemente que se había colocado allí para hacer que se contuviera. Hacía poco tiempo que se conocían, pero Priss solía acertar cuando juzgaba a la gente, y estaba segura de que, fuera cual fuese su papel en los turbios negocios de su padre, Trace Miller no le haría daño.

      Abrió la boca para decir algo, pero Murray se le adelantó.

      –Nunca me he tirado a una pelirroja.

      –Ah –Priss se puso nerviosa. ¿De modo que no tenía intención de hacerse pasar por un empresario educado, de fingir que no era un patán? ¿Tanto dinero y tanto poder tenía que no necesitaba ocultar su verdadero carácter?

      Ojalá pudiera sonrojarse a voluntad, pensó Priss, pero no podía. Se tocó la larga coleta.

      –Tengo el color de pelo de mi abuela. Mi madre lo tenía más oscuro –señaló hacia la mujer apoyada en la mesa–. Muy bonito, igual que el de ella.

      Hell se inclinó, tensa y amenazadora.

      Murray levantó tranquilamente una mano para advertirle que se apartara. Hell obedeció a regañadientes. Su padre se levantó lentamente de su asiento. Priss lo miró con desconfianza. ¿Intentaría matarla sin más, como sospechaba Trace?

      Cuando Murray apoyó la cadera contra la parte delantera de su mesa, Priss casi se derritió de alivio. Hasta que su enorme pie chocó con el suyo.

      Priss reprimió el impulso de apartarse. Su instinto le decía que aquel gesto sutil no era precisamente paternal.

      ¿Era una prueba? ¿Una advertencia?

      Ignoraba cuáles eran sus verdaderas intenciones. Solo sabía que le daba náuseas. Y como solía confiar en lo que le decían las tripas, comprendió que no debía bajar la guardia.

      Murray señaló con la cabeza hacia sus pechos con la mirada encendida y la boca un poco floja.

      –¿No llevas sujetador?

      Se puso muy colorada.

      –Yo…

      Trace se removió.

      –Llevaba una especie de sujetador deportivo muy apretado, pero, como podía ocultar un arma, lo corté y se lo quité.

      Priss esperó la reacción de Murray. No fue la que esperaba.

      –Entiendo –la miró a los ojos–. ¿Tu madre tenía los pechos grandes?

      Santo cielo, el muy cretino ni siquiera le había preguntado aún cómo se llamaba su madre y ya quería saber qué talla de sujetador usaba. Era más repugnante de lo que había imaginado.

      Por dentro se retorció de furia, pero a pesar de todo balbució como una virgen:

      –Pues… sí –de pronto recordó lo que había ensayado–. Después de que usted la dejara, no volvió a desear a otro hombre. Así que hizo lo posible por… ocultar su figura.

      –¿Igual que tú, poniéndote esa cosa que te ha quitado Trace?

      –Sí –se tiró de la blusa, intentando cerrar el hueco entre los botones–. Estoy muy incómoda así.

      –Deberías estar orgullosa de lo que tienes. Es un auténtico incentivo.

      Uf, aquella no era una conversación muy adecuada entre un padre y una hija.

      –Señor, quiero que sepa…

      –¿Cómo se llamaba tu madre?

      ¡Vaya, ya era hora!

      Respiró hondo, pero no consiguió aliviar la tensión que notaba en el pecho.

      –Patricia Patterson –esperó, pero él no dio indicios de recordar el nombre, ni mostró especial interés. Priss añadió–: Tengo veinticuatro años, así que hace unos veinticinco que la conoció.

      –Yo tendría treinta y dos en esa época –se frotó la barbilla mientras recordaba el pasado. Luego se detuvo–. ¿Murió?

      Priss agachó la cabeza, no solo por pena, sino también para ocultar la rabia que sentía al pensar cómo había sufrido su madre antes de morir.

      –Sí. Murió hace tres meses.

      –¿De qué? –preguntó Murray.

      –Tuvo un derrame cerebral. No murió enseguida…

      Mientras Priss hablaba, Murray se volvió hacia Hell y pidió una copa.

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