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      –¿Qué está haciendo aquí?

      –Pues… –se fingió azorada por su mirada directa. Y lo cierto era que lo estaba. Solo un poco. Aquello era muy importante para ella. No podía meter la pata.

      Abrazó contra su pecho su gran bolso y dijo con el temblor justo en la voz:

      –He venido a reunirme con Murray Coburn.

      –¿Por qué?

      Ella abrió los ojos de par en par.

      –Bueno, eso es privado.

      El guardaespaldas se quedó allí, esperando, mirándola sin inmutarse. ¡Ja! Si pensaba que iba a acobardarse por una mirada, estaba muy equivocado.

      Priscilla lo miró pestañeando.

      –Creo que debería presentarme –le tendió la mano–. Soy Priscilla Patterson.

      Él miró su mano y su párpado izquierdo tembló ligeramente. No la tocó.

      –Sí, bueno… –Priss apartó la mano–. ¿Sería tan amable de decirle al señor Coburn que estoy aquí?

      –No –luego añadió–: ¿Para qué quiere verlo?

      Al ver que ella empezaba a desviar la mirada, la asió de la barbilla y le levantó la cara:

      –No tengo tiempo para esto, así que deje de actuar.

      Esta vez, los ojos de Priscilla se ensancharon espontáneamente. ¿Aquel hombre sabía que estaba actuando? Pero ¿cómo?

      Él sacudió la cabeza y la soltó.

      –Está bien, les diré a los hombres que la echen.

      –No, espere –lo agarró del brazo… y le sorprendió su fuerza. Era como agarrar una roca–. De acuerdo, se lo diré. Pero, por favor, no haga que me marche.

      Él cruzó los brazos y Priss apartó la mano.

      –La escucho.

      –Murray es mi padre.

      El hombre la miró fijamente, inmóvil como una estatua.

      –No me jodas.

      Los tacos ya no la escandalizaban. Tenía veinticuatro años y había pasado gran parte de su vida en lugares sórdidos, luchando por sobrevivir. Aun así, sofocó un grito de sorpresa.

      –Señor, por favor –se abanicó la cara como si estuviera acalorada y arrugó el ceño–. Le aseguro que hablo en serio.

      Se oyó un ruido y él miró hacia el vestíbulo. Tras echar una rápida ojeada, masculló una maldición. La agarró del brazo, tiró de ella hacia un lugar donde no pudieran verlos y se inclinó para decirle:

      –Escúcheme, señorita. No sé qué ridículo plan se le ha ocurrido para acercarse a Coburn, pero más vale que lo olvide.

      –Pero no puedo hacer eso –contestó con toda sinceridad.

      Él gruñó y la zarandeó.

      –Créame, este no es sitio para usted. No pinta nada en este edificio, y mucho menos cerca de Coburn. Sea lista, mueva su lindo trasero y lárguese si no quiere verse en peligro.

      ¿Su lindo trasero? Priscilla frunció el ceño y miró hacia atrás. Por lo que veía desde allí, su trasero parecía inexistente gracias al corte de la falda. Por eso precisamente la había elegido.

      Pero como él parecía sinceramente preocupado, se encogió de hombros:

      –Perdone, pero no he venido hasta aquí para marcharme así como así.

      Se oyeron pasos tras ellos. Él tensó la mandíbula.

      –Hay una salida trasera. Siga por este pasillo, tuerza a la izquierda y cruce la…

      –Disculpe –Priss pasó a su lado en el instante en que un tipo enorme doblaba la esquina, seguido por los dos matones que le habían dado la bienvenida y por otro hombre de tan mala catadura como ellos.

      Había visto muchas fotografías, así que supo enseguida a quién tenía delante.

      Murray Coburn.

      Gigantesco, con un cuello y una espalda enormes, era exactamente como esperaba Priscilla. Hasta la perilla recortada y la mirada calculadora eran las mismas.

      –¿Qué está pasando aquí? –Murray la miró de arriba abajo y, aunque Priscilla pensaba que no iba a gustarle, su mirada se volvió lasciva–. ¿Quién eres tú?

      Priss le tendió la mano.

      –Priscilla Patterson, tu hija.

      Trace sofocó una maldición. Le dieron ganas de echarse al hombro a la chica, con su ropa ridícula y su ridícula coleta, y sacarla de allí a la fuerza.

      Deseó matar a Murray delante de ella, y luego matar también a los demás. Tal vez la señorita Patterson quedara traumatizada de por vida, pero al menos estaría a salvo.

      Por desgracia, no podía hacer nada, salvo quedarse allí y poner cara de aburrimiento y exasperación.

      Murray fijó en él unos ojos azules tan fríos como un frente polar.

      –¿Qué coño es esto, Trace?

      –Una bobada, eso es todo. Estaba a punto de echarla a la calle –Trace la agarró del brazo con fuerza.

      Pero Murray lo detuvo con un ademán. Ordenó marcharse a los demás hombres y luego la miró de nuevo. Tenía esa mirada ceñuda que tanto asustaba a la gente.

      Trace no se inmutó.

      Bajo el bigote bien recortado, la boca de Murray tenía una expresión dura y firme.

      –Llévala a mi despacho.

      Se alejó sin más hacia los ascensores privados.

      Joder, joder, joder.

      –¿Contenta? –preguntó Trace, mirando a la chica con enfado.

      Ella respondió casi con engreimiento:

      –Casi, casi –miró con intención la mano con que él agarraba su brazo.

      Sin hacer caso, Trace la llevó a una sala de reuniones vacía de la planta baja.

      –¡Eh! –ella intentó desasirse, pero no pudo.

      A Trace le extrañó su modo de moverse, tan ágil y expeditivo. Si hubiera sido otro quien la hubiera estado sujetando, podría haberse desasido fácilmente.

      –Va a hacerse daño.

      Priscilla logró soltar unas lágrimas y las dejó brillar en sus largas y oscuras pestañas.

      –Es usted quien me está haciendo daño.

      –Todavía no –contestó Trace, impasible–. Pero cada segundo que pasa me dan más ganas de propinarle una azotaina.

      Ella se quedó callada y dejó de llorar. Trace la hizo entrar en una sala y la empujó hacia una mesa de reuniones con sillas.

      –Siéntese –al ver que ella hacía amago de resistirse, respiró hondo y se acercó a ella.

      Priscilla se dejó caer en una silla.

      –¿A qué viene esto? –agarró los brazos de la silla y levantó la barbilla–. Ya ha oído al señor Coburn. Quiere que me lleve a su despacho.

      –Sí, pero también he oído lo que no ha dicho.

      Ella sacudió la cabeza.

      –¿De qué está hablando?

      –Tengo que registrarla.

      –¿Cómo dice? –preguntó ella, pasmada.

      –Suplique todo lo que quiera –estaba tan enfadado que hasta le apetecía oírla suplicar–.

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