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así…

      –¡Jye! –le lanzó una mirada de «¿eres un completo imbécil?»– ¡Sólo se casaron para que Brad pudiera conseguir el ascenso! –el tono rebosaba desaprobación e indignación–. Es lo que se conoce como matrimonio de conveniencia.

      –Un matrimonio de conveniencia… –Jye rió–. Esa sí que es una tontería.

      –¡El único tonto eres tú! –replicó, antes de musitar lo que podría haber sido una disculpa y respirar hondo para calmarse–. Por si no te has dado cuenta, este asunto no me parece gracioso.

      –Es evidente. Pero desde donde estoy yo, siempre y cuando no sea mi boda, pequeña, no me parece el fin del mundo.

      –¡No lo entiendes! –en esa ocasión se pasó las dos manos por el pelo, revolviéndolo por completo–. ¡Jye, no se aman! ¡Toda la situación es un desastre!

      Stephanie era una romántica incurable y, por ende, sus emociones y reacciones siempre resultaban más extremas que razonables, aunque a Jye le sorprendió la pasión con la que reaccionaba ante el matrimonio de dos empleados de la empresa.

      –No sabía que tú y esa tal Karrie fuerais tan amigas.

      –Bueno, lo éramos. Lo somos. ¡Oh, no lo sé! –respiró hondo y suspiró–. Sólo llegamos a conocernos cuando quise que alguien trazara algunos planos para mejorar mi cocina…

      Hizo falta toda la voluntad de Jye para que no estallara en una carcajada. La única mejora útil que Steff podía hacer en su cocina era forrarla con plomo y donarla al gobierno como contenedor para residuos nucleares. El sólo hecho de recordar su reciente intento de hacerle una tarta de cumpleaños a Duncan bastaba para que se le encogiera el estómago.

      –Descubrimos que teníamos mucho en común, y por ello a veces al salir del trabajo salíamos. Nada especial, ir al cine, a cenar o a dar un paseo por la playa, ya sabes. Pero una noche regresamos a mi casa y… bueno, nos sorprendió descubrir que nos atraíamos mutuamente, pero una cosa llevó a la otra y terminamos besándonos y…

      –¿Qué? ¡Stephanie! –ella se sobresaltó al oír el tono de su voz. Jye no había pretendido gritar, pero… Demonios, no era un puritano, aunque…

      –¡No me mires así! Besarse es algo perfectamente normal. Tengo veintiséis años y estoy enamorada de él.

      –¿De él? ¿Te refieres a Carey?

      –Sí –lo miró con expresión cansada–. Brad Carey, del departamento de diseño. Bueno, como iba diciendo…

      Jye sintió un profundo alivio. Había mezclado a Karrie con Carey y durante unos segundos su actitud abierta de vivir y dejar vivir se había visto sacudida.

      –Oh, Jye… me siento tan confusa.

      –Cuéntamelo –musitó; una elección desgraciada de palabras, ya que Stephanie las tomó al pie de la letra y comenzó una exhaustiva narración de lo que sentía por Carey. En una crisis de negocios Steff podía ser el Peñón de Gibraltar, pero cuando se trataba de su vida personal se venía abajo en seguida, al menos delante de él. Con Duncan siempre lograba mantener un aire de estoicismo en deferencia al credo de reserva del hombre mayor.

      –No sé si me siento más desgraciada o furiosa –dijo con suavidad–. Fue tal sorpresa. El padrino me lo dijo en el momento en que bajé del avión y… y…

      Así como Steff rara vez lloraba, el frágil temblor de los labios pintados y el rápido parpadeo le indicaron a Jye que era hora de intervenir y distraerla.

      –Cariño, estoy seguro de que todo esto te parece devastador en este momento, pero a riesgo de sonar poco sensible y cínico… bueno, te enamoras más veces que las que yo me duermo.

      –¡No es verdad! –la expresión de indignación herida la tenía muy dominada. Él la había visto usarla innumerables veces en su juventud para convencer a Duncan de que era inocente de cualquier travesura en que la hubieran descubierto; pero Jye era menos ingenuo. La miró fijamente hasta que ella no pudo dejar de esbozar una sonrisa tímida–. De acuerdo –musitó–. Corrige eso a «más veces que las que duermes en tu propia cama», y lo aceptaré. Pero esta vez es diferente.

      –Hmm.

      –Hablo en serio, Jye –afirmó con convicción–. Lo que siento por Brad era… es –corrigió– realmente especial. Él es… bueno… es único.

      –Único, ¿eh? Me lo imagino –dijo con asombro–. ¿Quién habría pensado que Brad tendría tanto en común con todos los chicos de los que te enamoraste en los últimos diez años?

      –¡Pero de eso trata! Brad no es como los chicos de los que me enamoré antes –una sonrisa extasiada apareció en su cara–. Es inteligente, considerado, compasivo, divertido y… y… –agitó los brazos–. Y maravilloso.

      –¡Y está casado! –le recordó–. Palabra que no sólo hace sonar campanillas, sino que incluso evoca imágenes de anillos y campanillas –el rostro de ella quedó consumido por una expresión de absoluta desolación, haciendo que Jye deseara no haber sido tan directo. Demonios, quizá ese Carey era especial de verdad. Rodeó el escritorio y le pasó un brazo por los hombros abatidos–. Lo siento, cariño. No ha sido justo. Lo último que necesitas es que yo te lo recuerde. Pero puedes conseguir algo mejor que un tipo que es lo bastante estúpido como para dejarte. En este caso el perdedor es él.

      –Gracias, Jye. Pero, por desgracia, en esta ocasión eso no hace que me sienta mejor.

      –Funcionó cuando te separaste de Tom –adoptó una expresión cómicamente asombrada–. Y con Dick y con Harry. Por no mencionar a Risueño, Gruñón, Dormilón y todos sus predecesores.

      –Sí –ante su intento de humor ella hizo una mueca–, supongo que después de mil repeticiones todo pierde impacto.

      –Muy bien, pero no deja de ser menos cierto. Entonces, qué te parece si dejas de ir de víctima y empiezas a mirar el lado bueno, ¿eh?

      –Cielos, Jye, tu simpatía y compasión resultan abrumadoras –hizo un mohín.

      –Tal como yo lo veo, Steff, tú ya sientes bastante pena por ti misma. Alimentar tu desgracia con una falsa compasión sólo te animará a pensar más en ese idiota –tiró de un rizo plateado–. Y pienso que eres más divertida cuando estás dispuesta a comerte el mundo, Stephanie Worthington –sonrió, le abrazó fugazmente y le dio un beso en la cabeza.

      La suavidad sedosa de su pelo era familiar, pero la leve fragancia de su champú no. Se centró en el aroma, pero lo distrajo el modo en que sus dedos jugaron con el puño de su camisa y el cosquilleo en su muñeca.

      –Jye…

      –Hmm –¿qué perfume era ese? No era el de siempre. Resultaba más almizcleño y empalagoso.

      –¡Jye! –su mano dejó de ser gentil al tirar de la muñeca–. ¿Me estás escuchando?

      –¿Eh? Lo siento, ¿qué has dicho?

      –Que tenías razón…

      –¿Me lo puedes dar por escrito?

      Ella sacó la lengua y le golpeó el hombro.

      –He decidido que estar abatida no le hace ningún bien a mi situación, razón por la que estoy aquí. Necesito tu ayuda, Jye.

      –¿Mi ayuda?

      –Sí, porque en esta ocasión no pienso arrastrarme como una criatura patética y rechazada para desperdiciar meses curándome las heridas en un exilio social autoimpuesto.

      La idea de que alguna vez perdiera una semana en un exilio social autoimpuesto, por no mencionar meses, resultaba fantástica en extremo. Durante los últimos diez años de su vida Stephanie había saltado de «un amor de su vida» a otro con apenas un día o dos para recuperarse.

      –Vas a luchar, ¿eh? Es un buen síntoma. Deja

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