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ya brillaba entre los árboles. Se cruzaron con otras personas que iban corriendo, con otros perros.

      Tink parecía encantado. Y ella esperó llegar pronto al mismo estado. Llegar al punto en el que dejaba de pensar, en el que la necesidad de respirar, y el sonido de su propio corazón, la brisa en la cara y el ritmo de sus pies golpeando el suelo, lo eran todo.

      Quería estar en paz.

      Si corría lo suficiente, si se cansaba, podría por fin estar en paz.

      Esa mañana lo consiguió, así que corrió hasta que le dio un calambre y tuvo que parar. Se dejó caer en un banco enfrente de la heladería, con Tink a sus pies. Audrey intentó estirar la pierna sin levantarse, porque la otra pierna se había quedado casi sin fuerza.

      La gente estaba empezando a salir a la calle. Un par de niños que iban al colegio se detuvieron a acariciar al perro. A Audrey le pareció ver a una mujer que conocía del colegio de Andie, pero no estaba segura.

      Cuando por fin se le pasó el dolor, se levantó y dio un par de pasos.

      —Nos hemos superado mucho esta mañana —le dijo a Tink—. Creo que voy a tener que volver a casa cojeando. Espero que tú también estés cansado.

      Fue avanzando despacio, y no llevaba mucho andado cuando se detuvo un coche a su lado.

      Un adolescente salió de él. Era Jake, el amigo de Andie.

      —¿Señora Graham? ¿Está bien?

      —Ha sido sólo un calambre, Jake. Estamos bien.

      Él dudo antes de preguntarle:

      —¿De verdad ha venido a vivir por aquí?

      —Sí.

      —¿Quiere que la llevemos?

      —Jake —lo llamó el conductor del coche—. Tenemos que ir a clase.

      —Tenemos tiempo —le contestó él—. De verdad —añadió, mirando a Audrey.

      A ella le dio la impresión de que quería hablarle, así que aceptó. Jake se subió al asiento de atrás y ella fue delante, con el perro a su lado, sentado en el suelo. Jake la presentó a su amigo como la madre de Andie. Audrey les indicó dónde vivía y les agradeció que la llevasen.

      Al llegar delante de la casa, Jake silbó, impresionado.

      —Guau. ¿Vive aquí?

      —Trabajo aquí —respondió ella mientras salía del coche.

      —Andie está muy disgustada con su vuelta —comentó Jake.

      —Lo sé. Y lo siento, pero tengo que intentar arreglar las cosas con ella, Jake.

      Él asintió.

      —No sé si la perdonará, pero… la verdad es que no es feliz viviendo con su padre y su novia.

      —Ya lo imaginaba, pero gracias por confirmármelo, y por ser su amigo. Y siento todo lo que pasó el otoño pasado. No tenía derecho a involucrarte a ti también.

      Audrey se había emborrachado en una fiesta y había montado todo un numerito. Andie había llamado a Jake para que las llevase a casa. Él, que por aquel entonces todavía no tenía el carné de conducir, había tenido un accidente con el coche de su tío cuando llevaba a Audrey, que estaba inconsciente, al hospital. A ella le seguía pareciendo un milagro que los tres hubiesen salido ilesos.

      —Mi tío dice que fui yo quien tomé la decisión de ir.

      —Pero fui yo quien te hizo tomar esa decisión. Lo siento.

      —Ya lo sé. Recibimos su carta.

      —Bien. Gracias por traerme. Si Andie o tú necesitáis algo, ya sabéis dónde estoy. Vivo encima del garaje. Podéis venir cuando queráis.

      Jake se montó en el coche y Audrey observó cómo se alejaba. Luego, fue cojeando hasta su apartamento.

      Estaba sentada debajo de un árbol en el jardín delantero, estudiando la casa, la situación de los árboles más grandes, las plantas y flores existentes, la valla que separaba la propiedad de la del vecino, pensando en qué hacer con lo que había allí y qué añadir, cuando sonó el teléfono.

      Tink levantó sólo la cabeza para ver de dónde venía el sonido, y volvió a bajarla al ver que era su teléfono.

      Ella todavía estaba riéndose al pensar en lo cansado y tranquilo que había estado después de la carrera cuando respondió.

      —¿Dígame?

      —No me digas que de verdad te está divirtiendo el trabajo —le dijo Simon Collier en tono sorprendido.

      Ella sintió que algo recorría su cuerpo.

      ¿Placer?

      ¿Al oír su voz?

      No podía ser.

      «Por favor, no», pensó.

      —¿Tanto te cuesta creer que pueda estar divirtiéndome? —le preguntó, esperando que su tono de voz no la delatase.

      —Me parece, al menos, bastante improbable, dadas las tareas que te he mandado. Sobre todo, la relacionada con cierta criatura salvaje —le dijo él.

      —Me estaba riendo del perro —le explicó.

      —No puedo creerlo. Tiene el cociente intelectual de un arbusto.

      Audrey no quería volver a discutir acerca de la inteligencia del perro y de su lucha por el control.

      —Me estaba riendo porque es divertido y porque se ha portado muy bien durante todo el día.

      —Imposible. ¿Qué le has hecho? ¿Drogarlo?

      —Eso, ni pensarlo. Lo he llevado a correr esta mañana y está agotado.

      —Me parece difícil de creer —insistió Simon, luego se quedó en silencio y Audrey oyó que anunciaban un vuelo por la megafonía del aeropuerto—. Es el mío. Tengo que irme. Sólo quería saber que todo iba bien, que no te habías hecho daño, ni te lo había hecho el perro.

      —No, estoy bien.

      —La señora Bee me ha dicho que esta mañana casi no podías andar cuando volviste de darle el paseo a Tink. Creo que han tenido que llevarte a casa.

      —Ah, no ha sido nada. Me dejé llevar y corrimos demasiado. Me dio un calambre, no fue culpa de Tink.

      —¿Estás segura? Porque no permitiré que ese animal le haga daño a nadie…

      ¿Estaba preocupado por ella? ¿O sólo buscaba una excusa para deshacerse del perro?

      —Tink no es malo. Y es inteligente, pero no sabe cuándo debo dejar de correr para no hacerme daño.

      —Está bien, si tú lo dices. Por cierto, ¿cómo va mi jardín?

      —Lo estaba estudiando. Me da la sensación de que hace años que no se talan los árboles…

      —¿Quieres cortar mis árboles? A mí me gustan. Son grandes, frondosos y verdes, ¿recuerdas? Eso es precisamente lo que quiero.

      —Sí, pero hay ramas que están justo encima de la casa. Si se cayese alguna podría causar muchos daños.

      —Está bien, tienes razón, pero no los tales.

      —Sólo quiero que los poden.

      —Está bien. Hazlo.

      —Harán mucho ruido. Tendrán que venir varios hombres, un camión…

      —Entonces, hazlo cuando yo no esté allí. Háblalo con la señora Bee, ella conoce mi agenda.

      —De acuerdo.

      —Y cuídate —añadió Simon, casi con preocupación.

      —Lo haré —y luego,

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