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      —Por supuesto, pero quiero dejar claro que no tengo ninguna formación en jardinería…

      —Eso no me importa —dijo él, señalando con una mano el jardín delantero y echando a andar, ella lo siguió—. Ya he contratado a tres paisajistas y no me ha gustado ninguna de sus ideas. Me han hecho perder mucho tiempo. ¿Fuiste tú quien planeó y plantó el jardín de tu anterior casa? ¿Lo mantuviste sola?

      —Sí.

      —Bien. Me gustaría algo parecido. Algo… normal. Normal y verde. Y quiero que trabajemos juntos del siguiente modo: no quiero que me molestes con detalles, quiero que seas tú quien resuelva los problemas según vayan surgiendo. Quiero un diseño, un presupuesto y que tú hagas todo lo demás. ¿Entendido?

      —Sí —contestó ella, intentando no parecer asustada después de saber que había rechazado los servicios de tres paisajistas. Y con su manera de dar las órdenes.

      No es que le hablase con malos modales, sino que daba por hecho que todas sus órdenes debían obedecerse.

      Llegaron al jardín delantero y él se movió muy deprisa, casi sin hacer ruido, y ella intentó seguirlo y casi se cayó. Por suerte, Simon la agarró con firmeza por los brazos.

      —Lo siento —le dijo, sonriéndole de manera exasperada, soltándola y retrocediendo inmediatamente.

      Después de verlo tan de cerca, Audrey se dijo que, definitivamente, no era tan mayor. ¿Llegaría a los cuarenta?

      Audrey lo miró, siendo consciente de sus treinta y nueve años, y volvió a desear todavía más que él hubiese tenido sesenta.

      No iba a volver a hacerlo. No volvería a lanzarse a los brazos de otro hombre para olvidarse de sus problemas.

      Él parecía casi tan desconcertado como ella y se quedó inmóvil un momento, como si hubiese perdido el hilo de las órdenes que le estaba dando.

      —Lo siento —repitió—. Me ha dado miedo que te hicieses daño.

      Simon bajó la vista hacia sus pies y vio un enorme agujero en el suelo.

      —Éste es mi segundo problema.

      —¿Un agujero en el suelo? —Audrey estaba perdida.

      —Muchos, por todas partes. Ten mucho cuidado por aquí, no quiero que te rompas nada, como el último paisajista. Ahora quiere demandarme. Otra cosa para la que tampoco tengo tiempo.

      —Ah —dijo Audrey—. Tendré cuidado. ¿Tiene algún problema con algún… animal?

      —Tengo un perro que excava.

      Audrey se esforzó por no reír.

      ¿Cómo era posible que un hombre como aquél no fuese capaz de controlar a un perro?

      Él la miró como si supiese que tenía ganas de reír.

      Audrey se puso todavía más seria y entonces vio, sorprendida, como era él quien sonreía, sacudía la cabeza y juraba algo ininteligible.

      —Sí, ya lo sé, vencido por un perro. Soy consciente de que es ridículo. No obstante, éste es el estado en el que me encuentro. Yo desprecio al perro. Y el perro me desprecia a mí. Hace semanas que estamos en guerra y me está ganando. No sabes lo que me cuesta admitirlo…

      —Sí, claro que sí.

      Audrey se dio cuenta de que Simon estaba luchando por no volver a sonreír.

      Él se aclaró la garganta y continuó:

      —Marion también me dijo que tenías un perro que se comportaba muy bien.

      —Teníamos una perra maravillosa. Murió hace dos años.

      —¿No estropeaba el jardín?

      —Tenía un rincón en el que le permitía enterrar los huesos. ¿Sería posible que el perro tuviese un pequeño rincón para él?

      Simon suspiró.

      —Si es necesario…

      —A mí me parece que sí.

      —Está bien —accedió él, como si acabase de hacer una concesión de millones de dólares en un contrato—. El perro es de mi hija, Peyton. Ella lo adora, de hecho, lo quiere más que a mí en estos momentos. Y no me enorgullezco de ello, pero tengo que admitir que intenté ganarme su cariño con el perro y funcionó. Ahora le gusta mucho venir, pero su madre sólo la deja hacerlo algún fin de semana que otro, y el perro está aquí siempre. Porque la madre de Peyton no quiere al perro en su casa. Yo creo que lo hace para atormentarme todavía más.

      —Lo siento mucho —dijo Audrey, sorprendida de que hubiese admitido tantas de sus debilidades con esa franqueza. Otros hombres habrían fingido ser invencibles. Y había algo en su comportamiento que podía parecer intimidante, pero que a ella le resultaba divertido.

      Y, además de eso, le daba la impresión de que, a pesar de que todo aquello le pareciese un fastidio, estaba seguro de que iba a triunfar. Era como si tuviese un secreto que le permitiese mantenerse tranquilo y poder con todo.

      Salvo con el perro.

      —Está aquí siempre —se quejó—. Y excava. Se come mis calcetines. Se comió mis zapatos favoritos, hace ruido a todas horas y me molesta. Me parece que no lo hemos educado bien.

      Audrey asintió.

      —Imagino que lo habrá intentado con algún entrenador de perros.

      —Con tres.

      Que tampoco habrían tenido éxito y le habrían hecho perder el tiempo, como los pobres paisajistas. Audrey se preguntó cómo actuaría Simon Collier cuando estuviese enfadado de verdad. Si la tierra temblaría o algo así.

      —Pues tampoco tengo formación en… el entrenamiento de animales —empezó Audrey.

      Él le lanzó una mirada que quería decir: que ya lo sabía; que ya habían hablado de eso antes; y que no iba a molestarse en contestar.

      —Está bien —dijo ella—. Tengo que educar al perro. ¿Cómo se llama?

      —Yo lo llamo de muchas maneras —contestó él en tono seco, pero con un pequeño toque de humor.

      Y Audrey se preguntó si no sería todavía más joven de lo que había imaginado.

      ¿Treinta y ocho?

      ¿Treinta y seis?

      De repente, se sintió vieja y envidió su confianza en sí mismo, su aire de poder, su riqueza y toda la seguridad que ésta le daba, el no tener que depender de nadie.

      —¿Cómo llama tu hija al perro? —le preguntó.

      Él hizo una mueca de disgusto y admitió a regañadientes:

      —Tink, supongo que tendré que presentaros antes de que aceptes el trabajo —dijo él, y esperó.

      Tal vez esperase que ella dijese que no era necesario.

      ¿Debía acceder?

      ¿Tanto deseaba el trabajo?

      Se temía que sí.

      Entonces, Simon la salvó diciendo:

      —Mi experiencia me dice que tengo que hacer todo lo posible porque aceptes antes de que conozcas al perro. ¿Quieres que te enseñe tu alojamiento?

      —Por favor —contestó ella.

      Él levantó el brazo e hizo un gesto para que lo siguiese.

      —Por cierto, tengo que contarte mi tercer problema. Mi ama de llaves, la señora Bee. La adoro.

      —¿De verdad?

      Increíble, alguien que le gustaba.

      —Sí —contestó él sonriendo un poco—. Tal vez te digan que soy… difícil. Exigente.

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