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Entonces llegó el periodo puritano, cuando se puede decir que la gente de este país era realmente devota y fervorosa. Éste fue uno de los periodos más nobles de nuestra historia, pero pronto le dio paso a la era de la Restauración, con todo su pecado y su vergüenza. ¿Quién podría creer que la Inglaterra de la primera parte del siglo XVIII, como se describe, por ejemplo, en el libro Inglaterra Antes y Después de Wesley, es el mismo país que la Inglaterra de los puritanos? Y ha seguido la misma trayectoria desde entonces, no sólo en el país en general, sino también en zonas concretas, en lugares de culto concretos, en familias concretas e incluso en individuos concretos. Comparen cómo es el país hoy, y cómo ha sido durante los últimos veinte años, con la Inglaterra de mitad de la época victoriana.

      3) Alguien podría preguntar: ¿Y qué pasa con la evidencia de la religión comparada de la que ha hablado antes? Pues me alegra que me pregunten porque aquí, como en tantos otros ámbitos, se está descubriendo que cuanto más minuciosa es la investigación, más confirma la enseñanza bíblica. El final de la era victoriana se caracterizó por la manera en que las teorías eran elevadas a la categoría de hechos, y se hacían amplias generalizaciones basadas en pruebas insuficientes sin más confirmación ni apoyo. Claro, la tragedia es que, una vez que estas ideas empiezan a circular, se tarda mucho tiempo en deshacer sus terribles efectos e influencia.

      Muchas veces el hombre común—y a veces también el erudito—lleva muchos años de retraso con respecto a los descubrimientos más recientes. Porque la verdad es que, en el campo de la religión comparada, las pruebas más recientes apoyan lo que dice la Biblia, y esto lo reconocen cada vez más eruditos de reconocido prestigio. Consideren, por ejemplo, estos dos pasajes de un artículo sobre Religión Comparada publicado en el Expository Times en noviembre de 1936:

      “La primera conclusión a la que llegamos a través del estudio de la mayoría de las religiones primitivas es que todas comparten la creencia clara, vívida y directa en un Ser Supremo. Esta creencia ocupa un lugar predominante entre todos los pueblos primitivos. Debe haber estado profundamente arraigada en la más antigua de las culturas humanas desde el origen de los tiempos, antes de que la humanidad empezara a dividirse en grupos. (…) Aunque nuestro estudio de los pueblos más primitivos haya sido breve, los resultados parecen justificar nuestra convicción de que la religión comenzó con la creencia en un Dios Supremo”.

      De la misma manera, el profesor C. H. Dodd, en su comentario de la Epístola a los Romanos, dice:

      “Los estudiosos de la religión comparada no se ponen de acuerdo en si el politeísmo idólatra es, de hecho, resultado de la degeneración de algún tipo de monoteísmo, pero por lo menos existe una cantidad sorprendente de evidencia de que entre muchos pueblos, no sólo en las civilizaciones de India y China, que eran más avanzadas, sino también entre los bárbaros de África Central y Australia, subsiste la creencia en algún tipo de Espíritu Creador junto con la superstición del culto a dioses o a demonios, y muchas veces con la impresión, más o menos oscura, de que esta creencia pertenece a un orden superior o más antiguo” (p.26, refiriéndose a evidencia presentada en Soderblom, Das Werden des Gottesglaybens).

      Y también tenemos la impresionante obra del Padre W. Schmidt (uno de cuyos libros ha sido traducido al inglés con el título The Origin of Religion) que nos ofrece pruebas contundentes en este mismo sentido. En otras palabras, los resultados de una investigación científica minuciosa entre las razas y tribus más simples y primitivas del mundo apoyan esta idea. Lo único que puede explicar que estos pueblos creyeran en un Dios Supremo es lo que dice la Biblia. Por mucho que se haya apartado, y por muy bajo que haya caído, todavía existe el recuerdo y la tradición de lo que la humanidad sabía al principio.

      4) Pero, dejando a un lado la evidencia que he presentado, voy a mostrarles que esta teoría es obviamente falsa aunque sea sólo desde el punto de vista de nuestro conocimiento de la naturaleza del hombre. La idea de que el hombre está por naturaleza imbuido de este anhelo, de esta sed de conocer a Dios, parece monstruosa cuando miramos al hombre moderno. Según esta teoría, nosotros, viviendo como vivimos en la actualidad, con todas las ventajas de que disponemos en cuanto al aprendizaje y al entendimiento, y contando con el resultado de la evidencia de todos los que han vivido antes que nosotros, deberíamos estar en el escalón más alto. Nuestro conocimiento de Dios debería ser mayor, y nuestro deseo de saber más debería ser mayor todavía. Si lo pensamos, dan ganas de reírse por no llorar. Es muy fácil sentarse en un estudio y desarrollar una teoría colocando las pruebas una por una sobre el papel. Todas parecen encajar perfectamente, y si no lo hacen, el creador de la teoría tiene la libertad de manipularlas y cambiar su distribución.

      De esta manera, los académicos han teorizado sobre las tribus primitivas y los salvajes desde la distancia. Si hubieran salido a la calle, o entrado en los clubes del West End, o en los tugurios del East End, se habrían percatado en seguida de que su hipótesis central era completamente falsa. Lo que sigue siendo cierto es que “el hombre …es lo que debe estudiar la humanidad”. Lo que es cierto con respecto a un individuo, lo es con respecto a los demás. Lo que es cierto sobre cada uno de nosotros es cierto sobre todos. Y el hecho es que dentro de nosotros mismos está la prueba final que demuestra que lo que dice San Pablo es verdad: en el hombre existe este antagonismo contra Dios, “por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios” (Rom. 8:7).

      El hombre, por naturaleza, siempre quiere escaparse de Dios y alejarse de él, y San Pablo nos dice precisa y exactamente por qué existe esta tendencia, y cómo se manifiesta.

      En primer lugar, se debe a la rebeldía inherente a la naturaleza humana: “Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios”. A los hombres les molesta la idea misma de Dios porque sienten que implica que su libertad se ve coartada de alguna manera. Se ven aptos para ser “dueños de su destino y capitanes de su alma”, y por tanto, exigen el derecho de hacer lo que quieran y vivir como les parezca. Rehúsan adorar y glorificar a Dios. Reniegan de él, le vuelven la espalda y afirman que no lo necesitan. Renuncian a su modo de vida y se sacan de encima lo que consideran la servidumbre, la esclavitud de la religión y una vida controlada por Dios. Eso es lo que ha hecho que el hombre se aparte siempre de Dios. Confunden el libertinaje y la permisividad con la libertad; se rebelan contra Dios y rehúsan glorificarlo.

      Pero segundo, el hombre es desagradecido por naturaleza. Las palabras de San Pablo, “Ni le dieron las gracias”, no se pueden explicar de otra manera. Si Dios sólo nos diera leyes, se podría entender, hasta cierto punto, la rebeldía del hombre, pero de Él recibimos “toda buena dádiva y todo don perfecto” (Santiago 1.17). Él es la fuente y el origen de toda bendición, y aun así, el hombre lo rechaza. Al principio del todo, y aunque Dios le había proporcionado las condiciones perfectas en el Paraíso, donde tenía todo lo que pudiera desear, el hombre se creyó la insinuación de Satanás contra el carácter de Dios y se olvidó de toda su bondad. Y así ha sido desde entonces, como podemos observar en la historia de los Hijos de Israel. A pesar de toda la paciencia y bondad que les demostró Dios, ellos le volvieron la espalda constantemente. No hay nada tan terrible en la historia de Israel como su vulgar ingratitud, y la mayor demostración de la ingratitud no sólo de los israelitas, sino de la humanidad en general, fue el rechazo a Jesucristo, el Hijo de Dios. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito”. Sí, lo entregó a la muerte cruel en el monte Calvario para que el hombre pudiera ser absuelto y perdonado. Pero ¿qué hacen los hombres, en general, para agradecerle lo que hizo por ellos? ¿Le demuestran su agradecimiento rindiéndose a Él e intentando llevar una vida que honre y glorifique su nombre? No hay nada que la humanidad odie más que el regalo supremo del amor y la misericordia de Dios. “El tropiezo de la cruz” (Gál. 5.11) sigue siendo la mayor ofensa del evangelio cristiano. “Ni le dieron las gracias”. Si el hombre se opone a la ley de Dios, se opone aun más al hecho de que su salvación dependa única y exclusivamente de la gracia y la misericordia de Dios.

      La razón es, por supuesto, la que San Pablo expresa en el tercer paso de esta historia, que describe la caída de la humanidad y su alejamiento del conocimiento de Dios: la soberbia de los hombres. “Se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios.” En otras palabras, el paso final es rechazar

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