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el General acariciando también la mano de su esposa—. ¡Cuánto daría por ser dueño de mí siempre como lo eres tú! Se vive más tranquilo, y, sobre todo, se deja vivir tranquilos a los otros, lo cual es más importante.

      —¡Qué sé yo!—exclamó Natalia haciendo un gesto de desdén—. Por lo menos a nosotros dos no se nos podrá tachar de hipócritas.

      —¿Se me tacha a mí?—preguntó Guadalupe dirigiéndole una mirada de reconvención cariñosa.

      —Nadie podrá siquiera imaginarlo—se apresuró a decir el General respondiendo por su hija—. La tranquilidad del alma no excluye la lealtad. Sabes guardar tus sentimientos y haces bien, porque siendo puros los verías muchas veces profanados.

      Al pronunciar estas palabras, el General clavó en su esposa una mirada de intenso cariño que la obligó a ruborizarse.

      Mi impresión en aquel momento fué que el General amaba entrañablemente a su hija; pero estaba loco por su mujer. Ni lo uno ni lo otro me sorprendía, porque yo estaba a dos dedos de participar de aquellos sentimientos. Natalia, con sus ojos límpidos, con la movilidad graciosa de su rostro, con sus ademanes impetuosos e infantiles, provocaba la ternura que se siente por los niños; pero Guadalupe infundía, por su belleza escultórica, por la serenidad altanera de su frente, por la sonrisa divina que se esparcía por su rostro, la admiración más profunda.

      Esta mujer extraordinaria, que podía contar a la sazón treinta años, había sido casada en Río Janeiro muy niña con un rico comerciante, que al morir le legó toda su fortuna. Rica y libre, se vino con su madre a Europa, y se estableció en París. Allí la conoció Reyes, y consiguió enamorarla. Su arrogante figura y el prestigio de héroe que le daban sus aventuras románticas de revolucionario, efectuaron el milagro. Haría poco más de cuatro años que estaban casados, y la hermosa viuda no tenía motivo para arrepentirse. El proscripto, a quien había dado su mano, era a la hora presente general y personaje influyente en España. Sobre esto, la adoración de Don Luis no cedía un punto de su primera intensidad; su rendimiento, sus caballerescas atenciones con ella despertaban no pocas veces una sonrisa entre sus amigos.

      —Faltan veinte minutos para las siete—dijo Reyes mirando su reloj—. Natalia, hija mía, ¿quieres teclear un poco en honor de nuestro huésped?

      Amablemente, la niña se levantó de su butaca, y nosotros la seguimos al salón contiguo, donde se hallaba el piano. Nos sentamos. Natalia se acercó a mí, y poniéndome una mano sobre el hombro, me preguntó:

      —¿Eres aficionado a la música?

      —Muchísimo.

      —Entonces te haré oír algo escogido.

      Se sentó al piano y comenzó a tocar un nocturno de Chopín que yo conocía. El efecto que en aquel momento me produjo no puede describirse. Natalia tocaba con una maestría que me pareció insuperable. Era una profesora consumada. Delante de mí, cerca del piano, se hallaba Guadalupe, que me espiaba con sus hermosos ojos, y de vez en cuando me sonreía. Yo creía estar en el cielo. Naturalmente en el cielo de Mahoma, porque no era lo suficiente espiritual en aquel momento para entrar en el cristiano.

      Me sentía conmovido hasta lo profundo del alma; me acometieron deseos de llorar. En aquella edad padecía una emotividad exagerada que me hacía sufrir y gozar como pocos hombres habrán gozado y sufrido en este mundo. Debí quedar pálido, y, a despecho mío, es posible que una lágrima haya asomado a mis ojos.

      Natalia terminó. Yo, haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, aplaudí con todas mis fuerzas. Guadalupe se acercó a mí solícita y me preguntó:

      —¿Te sientes mal, hijo mío?

      —No, señora.

      —Es que he observado que tus manos temblaban un poquito y que tu cara bajaba de color mientras Natalia nos ha hecho oír el nocturno... Me alegro—añadió sonriendo—de que estas señales de agitación se deban solamente al efecto de la música. Eso prueba que además de un oído delicado tienes un corazón sensible.

      Si yo hubiera respondido que su voz sonaba más grata en mi corazón que el nocturno de Chopín, no diría una falsedad. Era una voz angélica que se deslizaba en los oídos y llegaba a lo más secreto del alma. Cuando la Naturaleza se decide a fabricar un sér perfecto no abandona ningún detalle.

      —¿Cómo no se ha de sentir mal este chico?—manifestó el General riendo—. Estará muerto de hambre. ¡A ver, ahora mismo a la mesa!

      Y se lanzó al comedor seguido de nosotros.

      Nos sentamos a la mesa. Las poéticas emociones que había experimentado no alteraron poco ni mucho mis facultades digestivas. Comí con el mayor apetito. Lo mismo el General que las damas me animaban a hacerlo. Cuando el criado nos sirvió unos salmonetes con salsa, el General dejó escapar un suspiro y exclamó con acento dolorido:

      —¡Oh, qué hermosos salmonetes he pescado con tu padre detrás de las peñas en la concha de Argañón!

      —Mejores los pescas en el Manzanares—dijo Natalia.

      Su padre hizo como que se enfadaba, y me confesó que alguna vez se consolaba tomando el coche y haciéndose conducir a las afueras de Madrid, cerca del río. Allí se pasaba algunas horas con la caña en la mano «sólo para recordar tiempos mejores». Ordinariamente venía sin nada; pero en cierta ocasión trajo una tenca que pesaba libra y media.

      —Fué un acontecimiento que ocupó la atención pública varios días—dijo Natalia—. Había que ver la cara de papá cuando se presentó con la tenca. Ni que viniese de ganar una batalla a los moros. Y luego ¡qué cuidados exquisitos para guisarla! No se fiaba del cocinero; él mismo en persona fué a dirigir la operación. Cuando la sirvieron a la mesa se la condujo bajo palio, y Guadalupe y yo tocamos a cuatro manos la Marcha Real.

      —Ríe, ríe, picarilla—dijo su padre pellizcándola—; pero no es menos cierto que has hecho los honores a mi tenca y que ambas os habéis alegrado bastante cuando la he pescado.

      —Es natural, como que tu gloria al fin y al cabo refluye sobre nosotras—dijo Guadalupe.

      —¿También tú?—prosiguió el General amenazándola con el dedo.

      —Papá, si me prometes no enfadarte te diría una cosa.

      —Di lo que quieras.

      —¿No te enfadarás?

      —Palabra de aragonés.

      —Pues bien esta mañana he leído en un periódico la siguiente definición: «Una caña de pescar es un instrumento al cabo del cual se encuentra siempre un tonto.»

      —¡Bah! Y una pluma es otro instrumento al fin del cual se tropieza no pocas veces con un asno.

      —¿Lo ves cómo te has enfadado?

      —No me enfado; pero defiendo el noble arte de la pesca de los ataques insidiosos que se le dirigen por quien no lo conoce o carece de aptitudes para practicarlo.

      —Será todo lo noble y todo lo difícil que quieras, papá, pero debes convenir en que no es divertido.

      —Si se tratase de la caza...—apuntó Guadalupe.

      —¡Estáis en un error! En la pesca existen goces que no puede sospechar el que no la haya practicado. En primer lugar se respira el aire libre del mar, se contempla su vasta llanura unas veces en calma, otras agitada. Es un espectáculo desde luego más sublime e interesante que el de los jarales que ordinariamente recorre el cazador. Después hay el misterio, esto es, lo que más seduce al hombre en este mundo. Allá en las profundidades del agua, invisible siempre, se encuentra lo que apetecemos apresar. No sabemos si está lejos o cerca de nosotros; pero llega un momento en que la caña se dobla o en que el aparejo se estremece en nuestras manos. No podéis sospechar el sabor que tiene tan precioso instante para el pescador. Esta sensación única, que a nada se parece, compensa sobradamente la paciencia que hemos gastado esperándola.

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