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Años de juventud del doctor Angélico. Armando Palacio Valdés
Читать онлайн.Название Años de juventud del doctor Angélico
Год выпуска 0
isbn 4057664157331
Автор произведения Armando Palacio Valdés
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Mi patrona, que se llamaba doña Encarnación, me enteró, pocos momentos después de llegar, de que esta sala pertenecía al género neutro o común a dos. La poseíamos pro indiviso el caballero que ocupaba el gabinete de enfrente y yo. Ambos podíamos recibir en ella nuestras visitas y ocuparla en los momentos en que la necesitásemos.
A la hora del almuerzo pasé al comedor, y doña Encarnación se sirvió presentarme a los cinco huéspedes que ya estaban sentados a la mesa. El que más llamó mi atención desde luego, fue un joven con larga y no bien cuidada melena, que le caía sobre el cuello y casi le llegaba a la espalda. Como en España sólo los artistas se autorizan el llevar los cabellos en esta forma, supuse inmediatamente que era pintor o músico. Podría contar veintidós o veinticuatro años de edad. Sus facciones, un poco abultadas, no eran desagradables, y sus ojos grandes, negros y expresivos, revelaban inteligencia y vivacidad.
Enfrente de él, se hallaba sentado otro joven de la misma edad, poco más o menos. En nada se le parecía, pues era delgado, pálido, imberbe y llevaba el cabello cortado a punta de tijera. De los otros tres, dos de ellos eran extremadamente morenos y acaso tuviesen más años que yo también. En cambio el tercero ofrecía la apariencia de un niño. No se le presumirían mucho más de quince años.
El almuerzo comenzó silencioso. Se notaba cierto embarazo como suele acaecer cuando en cualquier compañía entra repentinamente una persona extraña. Afectando disimulo, todos ellos me dirigían rápidas miradas investigadoras. Todos no; me equivoco; porque el joven pálido de pelo recortado, tenía un libro abierto al lado del plato, en el cual leía, mientras distraídamente iba engullendo los manjares que le ponían delante. Para llevar a cabo una y otra tarea acercaba tanto el rostro que casi tocaba con la nariz en el libro o la metía en el plato.
Al fin, el joven de las melenas, levantó la cabeza y dirigiéndose al que leía le dijo bruscamente:
—Querido Pasarón, ¿no sería más justo, más procedente y desde luego de mejor educación que cerraras siquiera por hoy el libro, a fin de que este señor que se sienta por vez primera a la mesa, no vaya a suponer que en vez de hallarse entre personas civilizadas, ha penetrado en territorio africano?
El interpelado en esta forma levantó un instante la cabeza, y con sus ojos vidriosos de miope, nos dirigió una mirada vaga donde se advertía que no habían comprendido lo que le decían. Inmediatamente volvió a convertirlos al libro.
Yo me apresuré a hacer signos negativos con la cabeza y a balbucear algunas palabras, asegurando que estaba muy lejos de incurrir en tal error geográfico.
—No sería muy extraño que usted se lo figurase—siguió el joven melenudo dirigiéndose a mí—, porque yo me llamo Sixto Moro, estos dos, que son primos hermanos, se apellidan Mezquita, y aquel niño que usted ve allí, se llama Pepito Albornoz.
Este último se puso rojo como una cereza al escuchar tales palabras y dirigió una mirada de ira concentrada al que las había pronunciado, mientras los dos primos soltaron a reír hasta querer salírseles el alimento por las narices. Esto me hizo sospechar que aquel que designaba como niño sólo lo era en apariencia. En efecto, después averigüé que había cumplido ya los diez y ocho años y estudiaba la carrera de ingeniero de caminos.
—En verdad le digo a usted que en esta casa todo tiene un marcado sabor árabe o por lo menos muzárabe—siguió el llamado Sixto Moro gravemente, sin querer advertir las miradas pulverizantes de Albornoz, ni la risa de los otros compañeros—. Pero aunque marroquíes, somos de humor benigno, y cuando se presenta un forastero, le recibimos con zalemas y no queremos que nos juzgue absolutamente desprovistos de cortesía. El amigo Pasarón es un suevo de la provincia de Orense, por consiguiente el único bárbaro que existe en esta casa. Hasta ahora no es peligroso, sin embargo; pero llegará un día, lo estoy temiendo, en que su cabeza, demasiado cargada de ciencia, estallará como una bomba y destrozará a cuantos nos hallemos cerca.
A pesar de que todos le mirábamos sonrientes, incluso Doña Encarnación que en pie y cerca de la puerta vigilaba el servicio de la mesa, el llamado Pasarón no levantaba la cabeza y parecía más y más absorto en la lectura.
—Di tú, amigo Moro, ¿qué significa esa palabra de muzárabe que acabas de soltar?—preguntó uno de los Mezquita.
—Hombre, parece increíble que habiendo nacido en la tierra de los Abderrahmanes no sepas que se designaban así los cristianos que vivían antiguamente entre los árabes y mezclados con ellos. Córdoba estaba llena de esta clase de cristianos.
—¿Y esos muzárabes vivían con los mismos árabes, o en barrios separados?
—¡Ah! eso no me preguntes, no conozco detalles.
El joven que leía y comía a un tiempo mismo, alzó la cabeza haciéndose cargo de la pregunta. Parecía que sus oídos no recogían otros ruidos que aquellos donde viniese mezclada alguna partícula científica.
—Eso dependía de la condición más o menos blanda de los emires, alcaides y valíes que los gobernaban. En general los cristianos muzárabes no sufrían tantas vejaciones como parece desprenderse de los quejidos y lamentos elegíacos que deja escapar el Rey Sabio en la parte de su crónica llamada Llanto de España. Se les dejaba el libre ejercicio de su religión y de sus ritos, se les permitía gobernarse por leyes y jueces propios y conservar sus tierras pagando el tributo estipulado. Particularmente en tiempos del primer Abderrahmán, vivieron admirablemente respetados. Había, en su tiempo, en Córdoba, un magistrado encargado de proteger a los cristianos; los sacerdotes se presentaban en público con su ropa talar y afeitados; los monjes vivían tranquilos en sus claustros y las vírgenes consagradas a Dios, respetadas en sus aulas. En la ciudad misma había tres iglesias y tres monasterios; en la falda de la sierra próximos a ella, se alzaban ocho conventos y algunas iglesias. Sonaban las campanas de éstas y el pueblo cristiano acudía a los oficios divinos sin que nadie osara molestarle. Después... después vino la persecución en los últimos tiempos de Abderrahmán segundo y de Mohamed primero.
Rápidamente, pero con admirable claridad, el joven Pasarón nos dió cuenta de aquellas persecuciones, en las cuales no toda la culpa debía achacarse a los árabes, sino a los cristianos, que no pocas veces, con su intolerancia, las habían provocado.
Cuando terminó su excursión histórica, convirtió de nuevo sus ojos al libro mientras los de los primos Mezquita, Albornoz, y aun los de Doña Encarnación, se volvieron hacia mí risueños y triunfantes. Querían, sin duda, que yo participase del asombro que aquel joven les inspiraba.
En efecto; la palabra de Pasarón era un poco precipitada, acaso por la misma exuberancia de conocimientos, pero hablaba con singular corrección y mostraba, desde luego, ser un hombre de inteligencia privilegiada.
Sixto Moro sonreía irónicamente. Uno de los Mezquita, para hacer valer aun más aquel fenómeno a mis ojos, quiso tirarle de la lengua.
Al parecer, los árabes en aquella época no eran tan rudos como ahora. Por lo menos un médico de ellos, llamado Avicena, ha pasado a la Historia.
—¡Rudos!—exclamó Pasarón levantando vivamente la cabeza.
Y acto continuo hizo un panegírico brillante de la civilización arábiga en tiempo del Califato, la ostentación y magnificencia de la Corte con sus palacios suntuosos sus bazares, sus baños y acueductos, los certámenes poéticos a que eran tan inclinados. Después nos dió noticias curiosas e interesantes de aquel médico Avicena