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eran frecuentísimos en Madrid. Nosotros los estudiantes no nos substraímos a este humor turbulento; antes al contrario, éramos los primeros en participar de todas las algaradas que se sucedían casi sin interrupción y aun promover algunas por nuestra cuenta. Por la cosa más insignificante nos encrespábamos, salíamos a la calle furibundos y gritando como energúmenos. Un día era porque cierto profesor había expulsado de la cátedra a un alumno sin razón alguna; otro día porque exigíamos que se nos concediesen las vacaciones antes del tiempo reglamentario; otro porque el catedrático de Historia, según noticias de sus discípulos, había defendido el tribunal de la Inquisición en sus explicaciones. Por todo nos alborotábamos y todo nos servía de pretexto para no entrar en clase y hacer ruido. La Policía nos tenía sobre ojo y nos detestaba cordialmente. Y en cuanto se presentaba una ocasión propicia, ya se sabía, nos zurraba la badana de lo lindo.

      Tanto Pérez de Vargas como yo abominábamos de estos ridículos alborotos, que nos parecían engendrados las más de las veces por la necedad y la holgazanería.

      Acaeció que un día, como ya había acaecido otros varios durante aquel curso, llegaron los estudiantes de la Escuela de Medicina de San Carlos a las puertas de la Universidad en furioso tropel, lanzando alaridos lamentables para solicitar nuestra ayuda en un caso verdaderamente grave. Se trataba de que el decano de la Facultad, en un alarde de feroz despotismo, había decretado que no se expusiera en la sala de disección más que un cadáver por semana para el estudio de los alumnos. Esta resolución arbitraria y desacertada hirió en lo más vivo la dignidad de aquellos que creían tener derecho a dos cadáveres por lo menos. Se agitaron, se arremolinaron y decidieron reclamar de los Poderes públicos por medio de una manifestación en que tomasen parte todas las Facultades de la Universidad, los cadáveres que de antiguo les correspondían.

      Los estudiantes de Derecho, como es natural, tratándose de sujetos consagrados al cultivo de la Justicia, tomaron parte inmediatamente en la vindicación de la ofensa y se lanzaron a la calle gritando tanto o más que los directamente agraviados. Las demás Facultades fueron arrastradas también por esta gran marejada y se decidieron igualmente a solicitar con el mayor ruido posible la destitución del infame decano. Algunos no se daban por satisfechos con verle destituído y expresaban sin rebozo alguno su deseo ardiente de hacerle la autopsia el primer día que se presentase ante ellos en clase.

      Con estos sentimientos crueles, en mayor o menor grado de intensidad, se formó delante de la Universidad una manifestación imponente. Antes de ponerse en marcha hicieron uso de la palabra algunos oradores, que arengaron a las masas encaramados sobre los hombros de sus compañeros En todos sus discursos resplandecía un amor entrañable a la libertad y todos expresaron el propósito firme de dar por ella hasta la última gota de sangre.

      Mi amigo Pérez de Vargas y yo, ignorábamos la relación que existía entre la libertad y los cadáveres reclamados; pero seguimos por curiosidad la manifestación, aunque de lejos, haciendo comentarios poco halagüeños para sus tribunos.

      —Me parece—decía Martín, riendo,—que lo que están dispuestos a dar, no es la última gota de su sangre, sino la de sus cadáveres.

      La masa de estudiantes descendió por la calle de San Bernardo, lanzando gritos de guerra, con el propósito de llegar hasta la Puerta del Sol y asaltar el Ministerio de la Gobernación.

      —¡Qué manifestación macabra!—exclamaba Pérez de Vargas.

      Pero al llegar cerca de la plaza de Santo Domingo, una sección de guardias de orden público les salió al encuentro y les obligó a retroceder precipitadamente. Esta retirada precipitada se convirtió pronto en huída vergonzosa; porque los guardias, exasperados por los insultos antiguos y modernos que de los estudiantes recibían, comenzaron a repartir sablazos con verdadera prodigalidad. Para que la ola no nos arrastrase tuvimos necesidad de arrimarnos al muro de las casas. No nos parecía ni conveniente ni decoroso el huir, ya que nosotros no habíamos tomado parte en la manifestación. Pasaron, pues, nuestros compañeros como un vil rebaño perseguidos de los guardias; pero al aparecer éstos con los sables desenvainados, nosotros, en vez de seguir tranquilos, no pudimos reprimir un movimiento instintivo de miedo y dimos la vuelta y nos pusimos a correr como los otros. Fué nuestra perdición. A los pocos pasos que dimos, Martín cayó herido de un sablazo en la cabeza. Yo me detuve y felizmente me bajé para socorrer a mi amigo y esto me salvó de otro sablazo igual o mejor.

      La calle había quedado desierta. Las tiendas y las puertas de las casas se habían cerrado hacía tiempo. Los comerciantes y porteros, sabiendo ya por experiencia en lo que paraban estas manifestaciones estudiantiles, en cuanto vislumbraban una se apresuraban a echar el cerrojo.

      En un principio imaginé que Martín había caído al suelo por virtud de un golpe de plano; pero al levantarle observé con horror que estaba cubierto de sangre. Entonces llamé con todas mis fuerzas en la puerta de la tienda que tenía cerca, pidiendo socorro. Al cabo de unos momentos, un dependiente asomó la nariz por una estrecha rendija y paseando sus ojos investigadores por el ámbito de la calle y cerciorándose de que el peligro había desaparecido, abrió a medias la puerta, alzamos entre los dos al herido y lo metimos dentro. No había perdido el conocimiento, pero soltaba bastante sangre y como ésta le corría por la cara, el efecto no podía ser más aflictivo. Después que hicimos vanos esfuerzos por restañársela con un pañuelo y con una toalla, el dueño del comercio y sus dependientes opinaron que debíamos conducirlo a la botica más próxima.

      Así lo hicimos, y el farmacéutico, que ya tenía abierta la puerta, aunque no el escaparate, se apresuró a bañarle la herida con un líquido astringente que detuvo la sangre; pero me aconsejó que lo llevase a la Casa de Socorro. Echadas mis cuentas, vi que ésta se hallaba bastante más lejos que la suya y en consecuencia decidí transportarle a su propio domicilio, y él así me lo rogó también. Corrí a la plaza de Santo Domingo donde había puesto de coches de punto, me metí en uno, vine a la farmacia y acomodando en él a mi amigo, di las señas al cochero del palacio de Pérez de Vargas.

      En pocos momentos llegamos delante de la puerta. El enano hirsuto y severo de la portería nos recibió sin conmoverse ni ceder un punto de su severidad. Hizo sonar un timbre, bajó un criado y tampoco éste pareció dar señales de sobresalto y dolor viendo a su joven señorito con la frente vendada y con señales de sangre en la venda. Lo que hizo fué subir apresuradamente la escalera y enterar a la familia de que Martín había sido herido por un guardia en un motín de estudiantes.

      Cuando llegamos arriba salieron la señora de Pérez de Vargas, mamá de mi amigo, y dos de sus elegantes hermanas. La mamá se conmovió al verle tan pálido y herido.

      —Hijo mío, ¿qué has hecho?—exclamó poniéndole las manos sobre los hombros.

      —¿Qué había de hacer? ¡Alguna tontería de las suyas!—respondió agriamente una de sus hermanas.

      —¡Como si lo viera!—corroboró la otra con no menos acritud.

      —¡A ver, Gabino, corre inmediatamente a casa de Huerta!... No, no avises a Huerta, que está muy lejos... Aquí en el número siete hay un médico. Pregunta al portero. Dile que venga contigo sin pérdida de tiempo—profirió la señora temblando de emoción dirigiéndose al criado mientras besaba a su hijo y le empujaba suavemente hacia las habitaciones interiores.

      Pero en aquel momento salieron al ruido las tres ninfas que restaban, se pusieron al tanto de lo que ocurría, y sin compasión alguna comenzaron a pronunciar ásperas palabras contra mi pobre amigo.

      —¡Bien empleado te está!—decía una.

      —¡Eso es!—replicaba otra—. Estos chicuelos son insufribles, siempre armando alborotos.

      —Y faltando al respeto a los profesores.

      Yo estaba escandalizado de aquella dureza injustificada. Quise hacerles entender que nosotros no habíamos tomado parte en el motín, y sólo por una circunstancia fortuita había sido herido mi amigo. Aquellas elegantes arpías me atajaron con unas miradas tan furiosas y despreciativas que las palabras expiraron en mis labios. Avergonzado y confuso, cuando vi que todas me volvían la espalda, me puse el sombrero

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