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y David Held.

      Esta parte también explicita las condiciones ideales para la argumentación pública y democrática, destacando que el desarrollo de una moral universal es una condición sine qua non para la promoción de la cooperación entre libres e iguales. Esto a su vez permite el avance de la democratización y la disminución de la pobreza y desigualdad. Se trata de una exigencia ideal muy fuerte, a la que podríamos acercarnos mediante la práctica de lo que Habermas llama “la ética del discurso”. Esta es concebida como una práctica de descentramiento de los límites espaciales y temporales de nuestra definición de la vida buena para llegar a convenir en una definición de lo que es bueno para todos, esto es, una definición de la justicia validada en virtud de la rectitud que todos le atribuimos. Para llegar a esto es necesario transitar de la “ética a la moral”. La primera es una manifestación idiosincrática de culturas e historias singulares. La moral, en cambio, tendría una validez universal, siendo su objeto el logro de un entendimiento. Las presuposiciones del entendimiento se extienden a una “comunidad ideal de comunicación” que incluye a todos los sujetos capaces de lenguaje y acción.

      La ética del discurso es universalista porque expresa las intuiciones morales de toda la humanidad. Estas intuiciones nos informan acerca del mejor modo para contrarrestar, mediante la consideración y el respeto, la extrema vulnerabilidad de las personas, consistente en que los seres humanos sólo pueden “individuarse” por vía de la socialización, la cual posibilita mantener cooriginariamente la identidad del individuo y la del colectivo. El uso del lenguaje orientado al entendimiento que caracteriza la socialización, lleva inscrita una inmisericorde coerción que obliga al sujeto a individuarse y mediante el mismo lenguaje se interpone la intersubjetividad que sostiene el proceso de socialización. La dependencia de la individuación a la socialización es superior a la merma y quebranto a que está sujeto el cuerpo y la vida. Dadas estas condiciones, la moral está llamada a hacer valer la intangibilidad de los individuos demandando respeto por la dignidad de cada uno y, en la misma medida, protegiendo las relaciones intersubjetivas de respeto recíproco mediante las cuales los individuos se mantienen como miembros de la comunidad. A estos dos aspectos responden los principios de justicia y solidaridad. Los primeros exigen igual respeto e iguales derechos, y los segundos reclaman empatía por el bienestar del prójimo.

      En el núcleo de una moral universal cuatro “vergüenzas político-morales” deberían formar parte de nuestras acciones dirigidas a superarlas: el hambre y la miseria del tercer mundo y la continua violación de la dignidad humana en los “Estados de no derecho”. En términos de Rawls, estos serían los criminales y proscritos. Otras vergüenzas político-morales deberían ser el creciente desempleo y las disparidades en la distribución de la riqueza social, y el riesgo de autodestrucción que el armamento atómico representa para nuestro planeta. La moral universal también debe hacerse cargo de la vulnerabilidad de las creaturas sin capacidad de habla y lenguaje, como los animales torturados y los entornos naturales destruidos. Todos estos hechos deberían “poner en marcha” las intuiciones morales que el narcisismo antropocéntrico no es capaz de apreciar. Los desafíos que la moral universal ilumina suponen el entendimiento de todos los sujetos con capacidad de habla y acción, y observancia de los siguientes requisitos: a todos los participantes se les conceden las mismas oportunidades para expresarse sobre materias controvertidas, excluyendo el engaño y la ilusión. Entre estos participantes, un lugar especial debería otorgarse a los más ofendidos y humillados por el sistema. En el caso de materias teórico-empíricas, sólo sería exigible una ponderación sincera y sin prejuicios de todos los argumentos, los cuales pueden ser revisados a la luz de nuevas evidencias históricas y empíricas.

      Una comunidad “bien ordenada” implica la ampliación contrafáctica del mundo social en el que ahora vivimos hasta encontrarnos en un mundo completamente inclusivo: “todos los seres humanos devienen hermanos”.

      El concepto de “acumulación civilizatoria” elaborado por Ernesto Ottone y presentado en su discurso de incorporación a la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile el 21 de abril de 2016, representa una visión muy afín con la idea de Habermas sobe el tránsito de la eticidad a una “moral universal”, mediante la práctica de la ética del discurso, y con la idea de Rawls sobre el concepto de consensos sobrepuestos.

      El autor sitúa el centro del concepto de acumulación civilizatoria en las relaciones entre una moral normativa universal y los movimientos identitarios, especialmente los de raíces religiosas fundamentalistas.

      Las “construcciones identitarias antimodernas” representan una reconstrucción de una tradición en clave fundamentalista para ser usada contra la modernidad que se asimila a lo occidental. Es el caso de la fortaleza guerrera del Islam.

      En Occidente, el extremo de la posición fundamentalista es ocupado por aquellos que “se consideran cruzados de una modernidad que asimilan a su propia versión de lo moderno, cuando no a sus intereses y son capaces de invadir territorios, levantando banderas nobles de transferencias democráticas que apenas recubren sus ansias de obtener ventajas económicas o geopolíticas”. Esa modernidad tampoco omite invocar los mandatos divinos como fuente de inspiración para sus acciones.

      Ottone propone rechazar la dicotomía entre lo universal y la identidad cultural como fenómenos estáticos. Esto supone conceptos más “débiles” en el sentido de Vattimo, la conservación de valores y costumbres al mismo tiempo que la apertura para perderlas o transformarlas. Esto equivale a la idea de Rawls del derecho de gentes, que guarda una estrecha analogía con lo que Habermas llama el tránsito de la eticidad idiosincrática a la moral universal mediante la práctica de la “ética del discurso”.

      La propuesta de Ulrich Beck de emplear el concepto de cosmopolitismo como sinónimo de universalismo resolvería esa dicotomía. El cosmopolitismo asumiría “la diversidad histórica, lo nacional, lo étnico y lo religioso señalando que la cosmopolitización sin provincialismo queda vacía, y que el provincialismo sin cosmopolitización queda ciego”.

      Finalmente, la sexta parte aborda el debate sobre el liberalismo entre Rawls y Habermas. Ambos ofrecen una concepción pública de la justicia consistente con el pluralismo de las sociedades contemporáneas, fundamentada en un punto de vista moral que luego es comparado contrafácticamente con la realidad concreta. Ambos favorecen la racionalidad procedimental reclamando la prioridad de la justicia sobre el bien, distinción congruente con la diferencia entre moral y ética ya señalada anteriormente. Las cuestiones de justicia, esto es “lo que es bueno para todos”, deben distinguirse de lo que es bueno para mí o para nosotros según determinadas concepciones del bien. Sin embargo, la racionalidad procedimental no excluye algunas materias sustantivas, como las ideas de igualdad y persona moral. Ellas se integran a la idea de justicia vía la posición original en Rawls y el discurso ideal en Habermas. Al liberalismo político de Rawls corresponde el republicanismo de Habermas. Ambos se distinguen de otros autores que también podrían definirse como liberales. Rawls dice que el esfuerzo de Habermas es de mucho mayor alcance que el suyo, porque él sólo se ha limitado a elaborar una concepción política de la justicia. Habermas, en cambio, se ha propuesto dar una explicación general del significado, la referencia, la verdad de la razón teórica y desarrollar una crítica a las doctrinas religiosas y metafísicas comprehensivas. El liberalismo de Rawls no asume esa crítica mientras que ellas sean políticamente razonables y su noción de persona se reduce a su papel como ciudadano. Habermas señala que el liberalismo político de Rawls abandonó la estrategia kantiana de fundar la construcción de la justicia como equidad en una razón práctica que se incorpora en las facultades de la persona moral: la capacidad para elaborar un sentido de la justicia y la capacidad para elaborar una concepción del bien. En Liberalismo político la razón práctica va a depender de “verdades morales” fundadas en otra parte, esto es doctrinas comprehensivas razonables, y no en la validez moral de una razón práctica universal, sino de la feliz convergencia de concepciones razonables del mundo que se superponen. La filosofía no puede asumir simplemente las tradiciones existentes. El propio método del equilibrio reflexivo de Rawls obligaría a una apropiación crítica de esas tradiciones, lo cual es posible cuando se presentan como expresiones propias del proceso de aprendizaje y cuando se asume el punto de vista moral crítico manifestado por los movimientos sociales y se considera

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