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tenía que hacer lo que era mejor para su negocio. Se decía a sí misma que no podía haberse imaginado la pasión que había entre ellos, que él podría querer retomar la relación.

      Había esperado que se pusiera en contacto con ella durante meses, hasta que por fin tuvo que admitir que no lo haría. Aristedes Sarantos era exactamente lo que todo el mundo decía que era: un adicto al poder, una máquina de ganar dinero. Y lo que ella había creído un encuentro apasionado no había sido más que otro revolcón para él, algo que olvidó de inmediato.

      Claro que Aristedes no le había dado a entender que pudiese haber nada más, de modo que había sido una boba por hacerse ilusiones.

      Ella había crecido sabiendo cómo eran los hombres en posiciones de poder gracias al ejemplo de su padre y sus hermanos. Sabía que había una subespecie de hombres a quienes les gustaban las aventuras efímeras e intensas, pero consideraban cualquier tipo de compromiso como una enfermedad. Y Aristedes era peor que esos hombres.

      Su aventura no había sido efímera, había sido devastadora. Y había terminado. Fin de la historia.

      Al menos, para él. Para ella, la historia solo había empezado y duraría para siempre.

      Cuando por fin se acostumbró a la idea de que estaba esperando un hijo se lo contó a sus hermanos y ellos, sorprendidos de que su cerebral hermana se hubiera quedado embarazada por accidente, se volvieron los típicos hermanos griegos, exigiendo conocer la identidad del padre. Pero ella les había dicho que el niño era suyo e iba a tenerlo. Punto.

      Y, a pesar de todos los problemas de ser madre soltera, Alex era lo mejor que le había pasado en toda su vida.

      A veces había deseado que el niño tuviera un padre y no solo a sus tíos como figuras paternas. Pero luchaba contra ese deseo absurdo. Y, cuando pasaron los primeros meses, los peores, entendió que Aristedes jamás formaría parte de sus vidas. Había desaparecido para siempre y así tenía que ser.

      Pero había aparecido en la mansión Louvardis horas antes y allí estaba.

      Se le aceleró el corazón al recordar lo que sintió al verlo después de tanto tiempo.

      Incluso de espaldas a ella, solo escuchar su voz mientras discutía con Nikolas le había despertado una tempestad de anhelos e inseguridades.

      Necesitaba alejarse antes de que su presencia destrozase su bien ordenada vida… pero había resultado ser la peor de las decisiones.

      Aunque no parecía ser capaz de tomar una decisión acertada, dar un paso o tener un pensamiento que no terminase en catástrofe cuando se trataba de Aristedes Sarantos.

      En lugar de darle la razón para que se marchase, se había enfrentado con él. En lugar de sacarle los ojos, casi había sucumbido al deseo que sentía por él y solo por él.

      Y su actitud retadora había despertado el interés de Aristedes. Incluso le había ofrecido que fuera su amante en Estados Unidos… otra más, estaba segura, de una larga lista.

      ¿Y la peor parte? Se había sentido indignada, decepcionada, insultada. Pero también tentada.

      Ya ni siquiera intentaba negarlo.

      Seguía deseándolo con todas sus fuerzas.

      Bueno, ¿y qué importaba?, se dijo. Ella era una mujer y cualquier mujer con sangre en las venas desearía a un hombre como Aristedes Sarantos.

      Pero igual que no devoraba un pastel de chocolate sencillamente porque le apetecía, tampoco lo tendría a él. No se acercaría a Aristedes y no dejaría que se acercase a ella. Ni a Alex.

      Aunque tampoco él querría saber nada.

      Seguramente saldría corriendo y no volvería nunca.

      Selene tenía una nueva convicción: quien hubiera inventado los dioses griegos no tenía ni idea de que alguien como Aristedes Sarantos existiría algún día, haciendo que esos dioses pareciesen comunes mortales.

      Porque, contrariamente a lo que había esperado, Aristedes no había desaparecido.

      No, había vuelto.

      Dina, su secretaria, una mujer inteligente y madura, entró delante de él, con la expresión de una quinceañera que hubiera visto por primera vez a una estrella del rock, y Selene tuvo que contenerse para no poner los ojos en blanco mientras le hacía un gesto para que los dejase solos.

      Aunque ella no estaba en mejores condiciones, sencillamente tenía más práctica disimulando el caos que aquel hombre la hacía sentir. Aunque la palabra «caos» era demasiado inofensiva para describir lo que le despertaba su presencia.

      Pero debía racionalizar esa presencia. Al fin y al cabo, iban a hablar de negocios.

      No se levantó del sillón porque dudaba que las piernas la sostuvieran y, además, tenía que evitar que la atrajese a su campo de influencia.

      –Deberías haber llamado antes de venir –le dijo–. Te enviaré un mensajero cuando tenga redactado el contrato, pero tardaré al menos una semana.

      Aris dio la vuelta al escritorio para quedar frente a ella. Estaba de pie a su lado, como una torre de fuerza y virilidad apenas contenida por la engañosa sofisticación del traje de chaqueta.

      Ni siquiera podía darse la vuelta, atrapada entre el sillón y el escritorio, y esa mirada fría era capaz de cortar el acero.

      –No he venido a hablar de negocios.

      Debería rendirse, pensó. Solo una vez más. Debería capitular, negar el desafío.

      Las palabras de rendición temblaron en sus labios, pero Aristedes las interrumpió diciendo:

      –He venido a hacerte una proposición: cásate conmigo.

      «CÁSATE conmigo».

      Aris había creído que se moriría sin pronunciar esas palabras.

      Pero, aunque en una loca fantasía hubiera imaginado ese momento, jamás se le habría ocurrido imaginarse la reacción de Selene.

      Después de mirarlo en silencio durante varios segundos, estupefacta, parecía estar ahogándose.

      Pero no estaba ahogándose.

      Selene se estaba riendo a carcajadas, tanto que apenas podía respirar. Y esa risa era como una bofetada para él.

      Aunque la entendía.

      Si alguien le hubiera dicho el día anterior que iba a pedir a alguien en matrimonio, también él se habría reído. Y a Selene le parecía absurdo, estaba claro.

      Resignado, Aristedes se apoyó en el escritorio, con las manos en los bolsillos del pantalón, observando una escena que no había creído ver nunca: a Selene Louvardis con un ataque de risa.

      Irritado y sorprendido a la vez, apretó los dientes, esperando a que dejase de reír.

      Y, por fin, Selene alargó una mano para tomar un pañuelo de papel con el que secarse las lágrimas, sacudiendo la cabeza como si no diera crédito a sus palabras.

      Y luego lo miró, incrédula.

      –Seguro que no te habrías reído tanto si te hubiera propuesto que me adoptaras.

      De nuevo, ella soltó una carcajada.

      –Bueno, tal vez esa proposición me habría parecido más sensata –contestó por fin, sacudiendo la cabeza–. Pero hay algo que debo reconocer, Sarantos: eres totalmente impredecible. La gente apuesta su futuro pensando que vas a hacer una cosa… y luego haces la contraria, dejando a todo el mundo atónito. Casarme contigo, ¿eh? Vaya, eso sí que no lo había esperado. Seguro que ni tú mismo lo esperabas.

      Aris miró esos ojos burlones, que le recordaban a los cielos iluminados por la luna de su infancia, cuando las estrellas parecían hacerle guiños secretos que eran un consuelo para

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