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estaba a punto de terminar, Aristedes volvía a hacerle el amor… y había terminado quedándose todo el fin de semana.

      Y aquella era la única vez que estaba despierta mientras él dormía. Estaba tumbado en la cama, con el magnífico cuerpo que la había poseído y dado placer durante dos largos días y noches, relajado por primera vez.

      Quería volver con él, tumbarse a su lado y disfrutar de su virilidad, de su sensualidad.

      Pero no podía hacerlo. La experiencia había cambiado su vida, pero, de repente, se sentía perdida.

      No sabía qué hacer, de modo que debía irse.

      Tenía que pensar qué iba a hacer después de lo que había habido entre ellos y, sobre todo, averiguar cuáles eran las intenciones de Aristedes Sarantos.

      Selene lo descubrió enseguida.

      No porque Aristedes se hubiera molestado en llamarla, sino por el titular de un periódico de tirada nacional.

      Aristedes Sarantos vuelve a Grecia después de una breve visita de trabajo a Estados Unidos.

      Eso era lo que quería: alejarse de ella sin mirar atrás.

      Qué tonta había sido, pensó. ¿Por qué había pensado que aquello iba a terminar de otra manera? Incluso había querido que así fuera. ¿Por qué? ¿Por el sexo?

      Pero si solo había sido sexo, ¿cómo podía haber sido tan sublime?

      «Cállate ya».

      Sencillamente, Aristedes había hecho honor a su fama de conquistador obsesivo. Y ella había sido una tonta al pensar que podría haber algo más, que aquellos dos días podían convertirse en una relación.

      Aristedes ni siquiera había pronunciado su nombre una sola vez.

      No había sido más que una válvula de escape y también ella debería verlo de ese modo. Era su deseo de olvidar la muerte de su padre, de encontrar algún consuelo, lo que había desatado tan extraño abandono. Y, aunque Aristedes fuese el último hombre de la tierra con el que debería haberse acostado, también era lo más seguro dejarse ir con el único hombre que haría lo que él había hecho: desaparecer cuando todo terminó.

      Y ahora eran de nuevo los mismos de siempre… con una diferencia, que ella había heredado el papel de su padre como adversaria de Aristedes Sarantos.

      Aquella locura había terminado.

      Como si no hubiera ocurrido nunca.

      Dieciocho meses después

      ARIS experimentó una sensación de déjà vu.

      Estar frente a la mansión de los Louvardis hizo que recordase aquel otro día, más de un año y medio antes.

      No se podía creer que hubiera pasado tanto tiempo. Era como si hubiese ocurrido el día anterior y, al mismo tiempo, en otra vida.

      Aunque no había sido solo un día, sino todo un fin de semana con Selene Louvardis.

      Se excitó al pensar en ella, como siempre que recordaba aquel fin de semana. Cada vez que lo recordaba revivía la fiebre que lo había poseído, terminando en aquella sensación irreal de paz, y casi de total amnesia. Se había despertado sin recordar nada más que aquel tempestuoso encuentro…

      Hasta que descubrió que se había marchado. Y estando frente a su casa experimentaba la misma sensación de vacío que experimentó entonces.

      Le había parecido rabia, incluso furia. Pero al final se dio cuenta de lo que era: alivio.

      Selene le había ahorrado el problema de encontrar una salida a su interludio de locura temporal, a esa intimidad inédita, por no decir llena de consecuencias. Se habían lanzado de cabeza como uno se lanzaba al peligro para escapar del dolor.

      Pero, evidentemente, Selene había decidido que lo mejor sería no despedirse, romper sin decirse adiós, seguir con las hostilidades y olvidar que durante dos días habían sido amantes.

      Había luchado contra el deseo de protestar por esa decisión durante horas, pero terminó pensando que era lo mejor.

      Para respetar esa mutua decisión de evitarse, no había vuelto a Estados Unidos desde entonces. Ella era quien había impedido que volviese y era ella ahora, y sus hermanos, los que habían hecho que estuviera allí.

      Estaba a punto de entrar en otra reunión familiar de los Louvardis. Esa vez, una fiesta en lugar de un entierro.

      Ni los negociadores, ni los emisarios, ni los correveidiles habían podido resolver la situación, potencialmente más catastrófica que ninguna otra.

      Los Louvardis ya no intentaban contenerlo con interminables negociaciones. No, ahora estaban intentando destrozar con un hacha su trono en el mundo naviero y no tenía la menor duda de que se volverían kamikazes si de ese modo lo hacían caer con ellos.

      De modo que estaba allí como última instancia, para descubrir qué había instigado aquello. Se lo debía a su padre, y a Selene, darles una oportunidad de llegar a un compromiso, de dar marcha atrás, antes de emplear toda su artillería pesada para hundirlos.

      La ferocidad del último ataque hacía que se preguntara si Selene estaría detrás, aunque no le parecía posible porque no era una mujer despechada; en realidad, había sido ella quien le dio la espalda.

      Pero, fuera lo que fuera, tenía que terminar de inmediato, de una manera o de otra.

      Por fin, atravesó la verja de entrada. Afortunadamente, el hombre que le pidió la invitación debió de reconocerlo porque no le puso ninguna pega. No sabía cómo habría reaccionado si alguien se hubiera interpuesto entre él y su objetivo, que pensaba conseguir en el menor tiempo posible antes de marcharse de allí, esa vez para no volver.

      Aristedes atravesó la enorme puerta de roble de la mansión, la curiosidad de la gente con la que se cruzaba lo enfurecía aún más. Debía de estar en peores condiciones de lo que había creído si esa violación de su privacidad, que hasta entonces no le había importado nunca, lograba sacarlo de quicio.

      Tenía que encontrar al clan Louvardis y lo antes posible…

      –Esta vez puedo echarte a patadas, Sarantos.

      Nikolas Louvardis. El que llevaba el timón de la empresa familiar, por así decir, desde la muerte de Hektor. Y probablemente el responsable de la escalada de las hostilidades. Mejor. Él siempre lidiaba con la fuente de los problemas.

      Aristedes se volvió hacia el hombre que los medios de comunicación llamaban «el otro» dios griego del negocio naviero.

      –Hola, Louvardis –le dijo, mirando sus ojos azules y sin molestarse en ofrecerle su mano porque sabía que no se la estrecharía. Pero terminaría aquella conversación obligándolo a que se la estrechara–. Yo también me alegro de verte.

      –Date la vuelta mientras puedas hacerlo por tu propio pie, Sarantos. Si no lo haces, los reporteros grabarán en vídeo lo que pase y lo venderán al mejor postor.

      Aris contuvo una risa amarga.

      –No me vendría mal un poco de propaganda, pero me han dicho que tocas el piano y no creo que quieras arriesgar tus preciosas manos.

      –Solo contra tu mandíbula, Sarantos –replicó Nikolas–. O tal vez no. Que estés aquí lo dice todo: tienes miedo.

      –¿Ah, sí? Explícame esa fascinante teoría.

      –¿Quién soy yo para decepcionar al gran Aristedes Sarantos? –Nikolas le mostró los dientes en una sonrisa que, seguramente, haría que muchos hombres se asustasen–. En este momento te ves en la obligación de convertirte en el mayor magnate naviero del mundo, no solo uno de ellos, o te arriesgas a perderlo todo. Y solo una empresa impide que lo hagas, la naviera Louvardis.

      –Vosotros no

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