Скачать книгу

ocurre lo mismo. Ahora más que nunca es vital que formemos equipo. Puede que seáis los mejores ingenieros navales, pero yo soy el mejor constructor.

      Nikolas se encogió de hombros.

      –Estamos dispuestos a darle ese puesto a otro. Y sea quien sea el que elijamos, pronto será el mejor.

      –Yo podría decir lo mismo –replicó Aris–. Pero preferiría no buscar nuevos colaboradores.

      –¿Por qué no?

      –No he llegado donde estoy arreglando lo que no está roto. ¿Por qué intentas romperlo tú? Incluso tu padre, que argüía diferencias irreconciliables con mi modo de hacer negocios como razón para ser mi enemigo, jamás fue tan lejos como para vetarme antes de firmar un contrato. Siempre logramos llegar a un acuerdo beneficioso para los dos. ¿Por qué ese cambio de táctica?

      –Mi padre siempre intentó apartarte del negocio. Que acabara doblegándose no fue por tus fabulosas dotes para negociar, sino que tus tácticas terroristas asustaron a los accionistas y al consejo de administración. Y eso es algo que pensamos rectificar. No volverás a retorcernos el brazo, Sarantos.

      Aris dio un paso adelante.

      –Hablas como si Hektor no me hubiera retorcido el brazo en muchas ocasiones. Estábamos empatados, yo perdí tantas veces como vosotros y gané otras tantas. Especialmente desde que tus hermanos y tú aparecisteis en escena.

      –Mi padre nos reclutó cuando pensó que necesitaba sangre joven y la creatividad de las nuevas generaciones. Aunque lo hizo a su pesar.

      De modo que no todo había sido armonía en el hogar de los Louvardis, pensó Aris. Nikolas estaba resentido contra su padre por no apreciar su talento.

      ¿Quién habría pensado que Nikolas Louvardis y él pudieran tener algo en común? Y algo tan esencial, además.

      –Pero al final os reclutó y acabasteis siendo más problemáticos para mí que vuestro padre. Llevasteis el juego a un nivel más alto y me obligasteis a ser mejor jugador. Pero tú sabes, como él, que no os interesa dejarme fuera.

      –¿Dejarte fuera? –repitió Nikolas, irónico–. Destruirte, querrás decir.

      –No digas tonterías –murmuró Aris, que quería llevar la discusión a un terreno personal–. ¿Crees que perder un contrato, por grande que sea, puede destruirme?

      Nikolas se encogió de hombros.

      –Tal vez no, pero sería el principio del fin para ti.

      Aris apretó los labios, molesto. Aquel hombre parecía más intratable que su padre y había pensado que eso era imposible.

      –¿Ya has encontrado a alguien que me reemplace? ¿Alguien con mis recursos y mi experiencia, por no hablar de visión y flexibilidad? Terminarías en el limbo sin mí y los dos lo sabemos.

      –Nos preocuparemos de eso cuando tú hayas desaparecido.

      –No te engañes a ti mismo pensando que tu padre colaboró conmigo solo porque se vio obligado a hacerlo. Él sabía que yo era el único que podía hacerle justicia a sus barcos.

      –Tal vez, pero yo siempre te he despreciado y nunca he creído en ese adagio de «mejor lo malo conocido».

      –Deja los ataques personales para más adelante, Nikolas. Tenemos miles de millones de dólares pendientes de esta decisión. Ya has dejado claro lo que piensas, lo he entendido. Pero tú sabes que acabarás dándome la mano.

      –No mientras pueda evitarlo.

      –¿Tus hermanos piensan lo mismo?

      –¿Sabes una cosa, Sarantos? Tú eres lo único en lo que mis hermanos y yo estamos de acuerdo.

      Debería habérselo imaginado.

      Aris suspiró.

      –Si me obligas a hacerlo, iré contra ti. Y te aseguro que no te gustará.

      El rostro de Nikolas irradiaba puro placer.

      –Ah, por fin, las amenazas. Era lo que esperaba.

      –No he venido para amenazarte, he venido a pedirte que no me obligues a hacerlo. Porque aunque destruirte me hundiese, volvería a la cima agarrándome con uñas y dientes a lo que fuera. Después de todo, lo hice la primera vez.

      La sonrisa de Nikolas se desvaneció mientras le sostenía la fría mirada a Aris. Pero acababa de decirle cuánto valoraba la asociación con los Louvardis, dando por sentado su intención de ofrecerles el cincuenta por ciento en los futuros contratos. Nikolas no le había estrechado la mano, pero podía notar las primeras señales de un cambio de opinión.

      –Deja que hable con vuestra directora jurídica sobre este contrato. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo.

      Después de decirlo, Aris estuvo a punto de retirarlo.

      No debería haber mencionado a Selene porque, de repente, su imperturbable adversario se convirtió en un tipo irracional, el típico griego que preferiría que su hermana pequeña no conociese varón, aunque fuese una mujer adulta y una de las mejores estrategas de la empresa.

      –Hablarás conmigo –anunció Nikolas– o con los abogados que yo designe. Ella no está disponible.

      –Ella está aquí.

      Esa voz…

      Esa melodiosa y aterciopelada voz, ese canto de sirena que se había repetido en la mente de Aris durante dieciocho meses. Esa voz, formal en los negocios, abandonada en el placer, frenética durante el clímax y adormilada de satisfacción después reverberaba en sus huesos con la fuerza de una explosión.

      Estaba allí.

      Aris se dio la vuelta, olvidándose de Nikolas y del resto del mundo. Y la esperanza de que su recuerdo de ella fuera exagerado murió de repente. Porque allí estaba, mucho más guapa de lo que recordaba.

      Aunque era de día, seguía pareciendo la diosa de la luna, como su nombre. Alta, segura de sí misma, serena, voluptuosa e hipnótica con un traje blanco que escondía las curvas que él recordaba tan bien. Su cascada de pelo negro ondulaba como la noche con el lánguido ritmo de sus pasos y esos ojos azules, rodeados por el velo de sus pestañas, estaban clavados en él.

      Y fue el desafío de su frialdad lo que consiguió lo que no conseguía ni su más feroz enemigo: romper las cadenas de la bestia que llevaba dentro, inflamándolo.

      Y en ese momento lo supo.

      No solo seguía deseando a Selene Louvardis.

      La deseaba con un ansia feroz.

      Era ese ansia lo que lo había impedido descansar, relajarse. Había esperado olvidarse de ella, encontrar una cura, por eso se había alejado. No para no verla, sino por miedo a descubrir que lo que había despertado en él era indispensable.

      Ella se lo confirmó con una sola mirada y esa mirada fue suficiente para que tomase una determinación.

      Daba igual el precio que tuviese que pagar, empezando por sí mismo, tendría a Selene Louvardis de nuevo.

      Ella se detuvo a unos pasos, inclinando a un lado la cabeza y dejando que la melena cayera en cascada sobre su hombro, esa rica melena que brillaba como el ónice en contraste con el traje blanco.

      Le temblaban las manos por el deseo de tocarla, de acariciar los sedosos mechones, sujetar la orgullosa cabeza y doblar su elegante cuello para besarla.

      Y lo haría, lo había decidido. Sería suya de nuevo.

      Pero, por el momento, saboreaba la distancia porque eso aumentaría el placer de su capitulación.

      Ignorando su presencia, Selene se concentró en su hermano.

      –Tú no puedes decidir cuándo estoy disponible y cuándo no lo estoy, Nikolas –le advirtió–. Pero cualquier conversación que mantengamos con el señor Sarantos

Скачать книгу