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dónde tenía que estar: con personas que necesitasen su amor y su apoyo, personas que se habían visto muy perjudicadas por alguien a quien ella había querido. Tenía que reparar el daño que se había hecho.

      Y, poco a poco, el dolor de su corazón empezó a menguar.

      ERA martes. Hacía dos días que se había marchado Yelena. Habían sido dos días muy duros, llenos de trabajo y mucho café. Dos días sin Yelena.

      Llevaba una hora subido en su moto, en la carretera, pero por lejos que fuese, no podría dejarla atrás. No podía olvidar la última noche que habían pasado juntos. Y no podía evitar querer cosas, cosas que Yelena podía darle.

      Recordó su vientre perfecto, sus caderas perfectas, sus pechos perfectos. Y, entonces, frunció el ceño. Toda su piel era perfecta. No había en ella estrías, ni la cicatriz de una cesárea.

      Entonces sintió ira, y después, dolor. Yelena le había mentido.

      Volvió a subirse a la moto y volvió a Diamond Bay. Tenía que saber la verdad.

      Al llegar al complejo, entró en el despacho que le había asignado a Yelena, que estaba vacío, sacó su teléfono móvil y fue a marcar, pero entonces le llegó un mensaje: Entrevista de Pamela Rush.

      Se suponía que su madre y su hermana estaban de compras en Sídney. Sintió pánico, notó cómo se le aceleraban el corazón y la respiración. Continuó leyendo el mensaje de una tal Leah Jackson, de Bennett & Harper.

      Era confidencial, así que se lo debían de haber mandado a él por error. Al bajar en el mensaje, Alex encontró el mensaje original que Yelena había enviado a la productora del programa:

      Gracias por hacernos un hueco el martes, Rita. Mi clienta está deseando que el público oiga su historia y estoy segura de que estarás de acuerdo conmigo en que es una historia increíble. Gracias por darnos el visto bueno final, estoy segura de que no habrá ningún problema.

      Alex se dejó caer en el sillón. Y un segundo después, estaba hablando por teléfono:

      –Soy Alex Rush. Organizadme un coche y preparad el avión. Quiero salir para Canberra en veinte minutos.

      Yelena observó cómo maquillaban a Pam.

      –¿Estás segura de que quieres que esté aquí, contigo?

      –Por supuesto, todo esto es posible gracias a ti –le respondió ella.

      No obstante, Yelena se sentía culpable. Alex era su cliente, y la acusaría de haber hecho aquello a sus espaldas. Y tendría razón. Pero ella era humana. Y Pam tenía derecho a contar su verdad.

      Yelena tenía la cabeza hecha un lío, entre Alex, su hermano, la entrevista que Pam iba a dar. Y el hecho de que Alex pudiese ser el padre de Bella.

      «Lo amas. Tienes que contárselo», le decía su conciencia.

      Levantó la vista y vio a Grace Callahan sentándose enfrente de Pam para empezar la entrevista. Unos segundos después, empezaban a grabar.

      –Pamela Rush, ¿podría empezar contándonos por qué decidió darnos esta entrevista después de tantos meses de silencio?

      Chelsea, que también estaba allí, le apretó la mano a Yelena y esta intentó tranquilizarla con una sonrisa. No podía evitar estar triste, a pesar de ser un gran momento para su carrera, así como para Pam y para Chelsea.

      Si aquellas dos mujeres podían tomar el control de sus vidas y hacer las cosas bien, ¿por qué no iba a hacerlo ella también?

      Eran casi las cinco de la tarde cuando la entrevista terminó y el equipo se marchó de casa de Pamela.

      –¿Qué le va a pasar a mamá ahora? –preguntó Chelsea–. ¿Va a ir a la cárcel?

      –No lo sabemos –respondió Yelena–. George dice que depende de lo que la policía quiera hacer.

      –Mañana mismo iré a declarar a comisaría –les dijo Pam.

      –Pero podrían detenerte –dijo su hija.

      –Sí, es posible.

      Chelsea agarró la mano de su madre con firmeza.

      –No te preocupes, Chelsea –le dijo Yelena sonriendo–. Lo solucionaremos. George es uno de los mejores. Haremos todo lo posible por que tu madre no entre en la cárcel. Yo os apoyaré.

      Después de darles varios abrazos, Yelena se marchó, dejando a Pam y a Chelsea solas.

      Media hora más tarde, llegaba a su casa.

      Justo enfrente de su edificio había aparcado un Mercedes azul marino y, apoyado en él, un hombre al que conocía muy bien.

      –¡Alex! ¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó.

      Sin contestar, Alex le enseñó el mensaje que tenía en su teléfono móvil.

      –Sube al coche, Yelena –le ordenó después.

      Ella asintió y subió al coche. Esperó a que Alex desatase su furia, sus acusaciones y exigencias contra ella. Después del día que había tenido, estaba completamente preparada para aceptar lo que tuviese que llegar.

      –Habéis hecho la entrevista a pesar de que te dije que no quería entrevistas –empezó Alex–. ¿Por qué?

      –Porque así lo decidió Pam, Alex.

      –Pero yo no te contraté para eso.

      –Era lo que ella quería.

      –Y en vez de venir a contármelo, he tenido que enterarme de casualidad.

      –Eso fue un error…

      –Ah, y eso lo hace menos malo. No pienses que lo sabes todo de mi vida, Yelena.

      –¿Cómo voy a saberlo todo si tú no me lo cuentas? Sé que tu padre controlaba vuestras vidas. Sé que pegaba a Pam. Sé que te pegó a ti hasta que tuviste edad para defenderte –hizo una pausa antes de continuar–. Y que no te fuiste de casa porque temías que empezase con Chelsea…

      –Para –le advirtió él.

      –Esa noche en tu despacho, le estabas diciendo a tu padre que dejase en paz a tu madre, ¿verdad?

      –¡Te he dicho que pares!

      Yelena vio que se ponía tenso y se quedó mirándolo hasta que su expresión empezó a suavizarse y se tornó en una expresión de angustia, y luego, de horror.

      –Yelena, yo… no pretendía… Jamás te pondría la mano encima, y lo sabes.

      Ella respiró una vez, luego otra.

      –Lo sé.

      –Nunca pegó a Chelsea –le contó Alex–. Ella lo adoraba. Y yo le cubrí las espaldas al muy cerdo para no disgustar a mi hermana.

      –Chelsea lo sabía, Alex. Lo vio un mes antes de la muerte de tu padre –le dijo ella.

      –Esa noche, estuve contigo… cuando llegué a casa… –Alex se pasó la mano por la cara.

      –Cuéntamelo. Cuéntame qué pasó, Alex.

      –¡No lo sé! –exclamó él, golpeando el salpicadero–. Cuando llegué estaba en la piscina. Y mi madre…

      –No se quedó dormida viendo la televisión, como le contó a la policía…

      Él no dijo nada, se quedó mirando por la ventanilla. Yelena apoyó una mano en su pierna para reconfortarlo, pero fue como tocar una barra de acero forjado.

      –Alex. No estás solo en esto. Quiero estar contigo.

      Él giró la cabeza con tanta rapidez que la sobresaltó.

      –¿Cómo

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