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los conceptos, las cosas son de tal modo que abstraigo de esos elementos una característica que estos comparten; y esta característica debe ser el concepto, es decir, la unidad de todos los elementos que poseen esta característica. Pero, en la medida en que subsumo bajo este concepto, en la medida en que digo, pues: A es todo eso que está comprendido bajo él sobre la base de esa unidad de características, también pienso aquí necesariamente, al mismo tiempo, en incontables determinaciones que, por su parte, no quedan asimiladas en los elementos individuales dentro de ese concepto. El concepto, pues, en esa medida siempre queda rezagado frente a aquello que subsume. Cada B del que se dice que es A es siempre a la vez otro y es siempre más que A, que el concepto bajo el cual es colocado en el juicio predicativo. Pero, por otro lado, en un cierto sentido todo concepto es también más que aquello que es comprendido por él. Si, por ejemplo, pienso en el concepto de libertad y lo expreso, entonces este concepto de libertad no es, digamos, solo la unidad de características de todos los individuos que, sobre la base de la libertad formal, son definidos como libres, por ejemplo, dentro de una Constitución dada, sino que en este concepto de “La Libertad” reside algo así como una remisión a algo que, en un estado tal en el que, a los seres humanos, les está garantizada la libertad –digamos: el ejercicio de la profesión, o sus derechos fundamentales, o todas esas cosas–, él va esencialmente más allá, apunta esencialmente más allá, sin que siempre seamos conscientes de este plus en el concepto. Esta relación –el hecho de que el concepto siempre es al mismo tiempo menos y más que los elementos que son comprendidos por él– no es nada irracional, nada contingente, sino que la teoría filosófica, la crítica filosófica puede y debe definir esta relación hasta llegar al plano del detalle.

      Ahora pueden decir ustedes: esta inadecuación no es aún necesariamente algo así como una contradicción. Pero creo que pueden procurarse ya aquí una primera perspectiva sobre la necesidad del pensar dialéctico. En efecto, en cada juicio predicativo de esta clase, según el cual A es B, según el cual A = B, reside una pretensión extraordinariamente enfática. Se dice allí, ante todo, que ambos son realmente idénticos. Su no identidad es algo que no solo no aparece en un juicio tal, sino que si aparece, entonces, según las reglas tradicionales de la lógica, según la lógica predicativa, esta identidad es directamente cuestionada. O decimos: el juicio A = B es en sí contradictorio simplemente porque B, como nos lo indican nuestra experiencia y nuestra comprensión, no es A. Mediante esta coacción de identidad, pues, que es ejercida sobre el pensar por las formas de nuestra lógica, aquello que no se amolda a esta coerción de identidad asume necesariamente el carácter de la contradicción. Si, en consecuencia, como les dije al comienzo, en una dialéctica negativa, el concepto de contradicción cumple un papel tan central, esto radica precisamente en la estructura del propio pensar lógico, que incluso es definido por muchos lógicos (aunque no en concordancia con algunas orientaciones de la logística contemporánea, de la lógica matemática contemporánea) mediante la validez del principio de no contradicción. Es decir, pues: todo lo que se contradice debe ser excluido de la lógica; y se contradice simplemente todo lo que no se corresponde con la postulación de la identidad. El hecho de que, pues, en el fondo, toda nuestra lógica y, con ella, también nuestro pensar se encuentren edificados sobre el concepto de contradicción o sobre su rechazo, esto confirma ante todo, en una dialéctica tal, incorporar el concepto de contradicción como un concepto central y continuar el análisis partiendo de él.

      Pero esto –y, precisamente en esta duplicidad, los entendidos entre ustedes podrán reconocer sin dificultad motivos hegelianos desarrollados y muy modificados– es solo un lado; si ustedes quieren: el subjetivo del problema de la dialéctica, y no ese lado que a fin de cuentas es, incluso, el decisivo. Si digo, pues, que la estructura del concepto y la relación del concepto con su cosa imponen el pensar dialéctico –en la medida en que la categoría de contradicción aparece en el centro de este–, entonces también impone ese pensamiento, inversamente, la realidad objetiva, la esfera del objeto –si es que ustedes se representan por un instante, de manera muy simple, algo así como una esfera de la objetividad, tal como lo hace el realismo ingenuo, como algo independiente del pensar–. El modelo para esto es que vivimos en una sociedad antagónica. Quiero explicarles ahora esto solo muy brevemente porque hoy querría abrir el seminario principal de Sociología con una lección basada en una conferencia en la que se desarrolla precisamente este pensamiento;18 y no querría derrochar nuestro tiempo diciendo lo mismo aquí y en esa introducción. Me limito, pues, a indicarles como modelo para esta forma antagónica de sociedad el hecho de que esta no se mantiene con vida con sus contradicciones o a pesar de sus contradicciones, sino a través de su contradicción; es decir que la sociedad fundada en la ganancia, que contiene en sí necesariamente ya en ese motivo objetivo de la ganancia la escisión de la sociedad; que precisamente este motivo a través del cual la sociedad está escindida y potencialmente desgarrada es al mismo tiempo eso a través de lo cual la sociedad reproduce su propia vida. Para recordarles una vez más esto, a título de ilustración, a partir de un estado de cosas aún más craso, nuevamente de carácter ilustrativo: es sumamente probable que hoy ya todo el sistema económico solo pueda mantenerse por el hecho de que, incesantemente, una parte muy grande del producto social –y, por cierto, en todos los países; tanto en los así llamados países capitalistas como en los países del bloque de poder ruso y del chino– es aplicado a medios de destrucción, es decir, ante todo, al armamento nuclear y a todo lo que se relaciona con ello; de modo que, pues, la resistencia de esta sociedad a las crisis, resistencia que se ha preservado tan gloriosamente, según el parecer general, durante los últimos veinte años, se relaciona inmediatamente con el incremento del potencial para una autodestrucción tecnológica de esta sociedad. Pienso que estas reflexiones bastan ante todo para mostrarles cómo se impone también desde el lado objetivo aplicar el concepto de contradicción, y, por cierto, no de contradicción entre dos cosas extrañas entre sí, sino de la contradicción inmanente, de la contradicción en la cosa misma. Ahora bien, damas y caballeros, ustedes podrían decir –y querría intentar, justamente en estas primeras clases de las lecciones, anticipar muchas de las objeciones que razonablemente espero de parte de ustedes, y responderlas también un poco–, ustedes podrían objetar que este carácter doble: el hecho de que, pues, por un lado, la contradicción se encuentra en el pensamiento y en el concepto, pero, por el otro, el mundo mismo, también de acuerdo con su forma objetiva, es antagónico, es algo así como una desarmonía preestablecida, que estoy aquí exponiéndoles; que esto es una especie de maravilla del mundo o una adaequatio rei atque cogitationes19 negativa, de la que debería rendirles cuenta. Intentaré (en todo caso, me lo propongo; no sé si puedo cumplir todo lo que hoy les prometo; en unas lecciones, uno puede cumplir infinitamente menos de lo que realmente se ha propuesto), pero en todo caso tengo la mejor intención de mostrarles que los momentos que marcan la realidad en cuanto realidad antagónica son los mismos que también compelen al espíritu, al concepto, pues, con sus contradicciones inmanentes. En otras palabras: se trata, en ambos casos, del principio de dominación, del dominio de la naturaleza,20 que entonces se expande, que entonces se perpetúa en el dominio de seres humanos sobre seres humanos y que encuentra su reflejo espiritual en el principio de identidad: en el empeño inmanente de todo espíritu a asimilarse a su otro –a aquello que se le presenta o aquello con lo que se topa– y, a través de ello, a introducirlo dentro de su propio ámbito de dominación. Esta es al menos una indicación formal, una respuesta anticipadora a la pregunta que espero y que me he planteado.

      Aquí reside ya –si durante un segundo me conceden generosamente que hay algo de verdad en estas reflexiones–, por cierto, el hecho de que la dialéctica, es decir, un pensar cuyo órgano y cuyo contenido son esencialmente la contradicción, no es algo pergeñado arbitrariamente, no es lo que se llama una visión del mundo. Pues si, de hecho, partiendo tanto de la cosa como del pensamiento, la coacción de la contradicción se representa tal como la he esbozado ante ustedes, entonces se trata de un pensar que incorpora esto, de un pensamiento que solo es, por así decirlo, el ejecutor de aquello que le es entregado en las manos por sus objetos; y no, por ejemplo, una postulación traída desde afuera. También me reconozco como un buen hegeliano –para decirlo de una vez– al considerar la dialéctica como la antítesis de la mera filosofía del punto de vista.21 Pero sé también que

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