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se presentan estas categorías: un pensamiento que, por lo demás, Hegel más tarde de ninguna manera ha abandonado o negado, sino solo reinterpretado. En general, él simplemente ha abandonado y rechazado muy pocos de sus motivos, solo ha cambiado los acentos; de un modo, por cierto, que les concede a menudo el sentido estrictamente contrario.

      Reencuentran aún la argumentación que acabo de indicarles tal como se las expuse en el auténtico programa de toda la filosofía posterior de Hegel, en el así llamado escrito sobre la diferencia, Sobre la diferencia entre el sistema de Schelling y el de Fichte.30 De acuerdo con esta crítica, pues, las positividades, que en la Filosofía del derecho son defendidas frente a la negatividad de la subjetividad meramente pensante y fundada en sí misma –sí, hoy diríamos: las situaciones forzosas– son realmente expresión de aquello que, en el lenguaje de Émile Durkheim, se designa como contrainte sociale.31 Ahora bien, Hegel ha mostrado con razón que la institución es crítica a la subjetividad abstracta que critica; es decir que la institución es necesaria; y, por cierto, que ella también es necesaria para que el sujeto realmente se conserve a sí mismo. El mero ser para sí, la inmediatez del sujeto que cree depender allí únicamente de sí mismo, es, de hecho, un mero engaño. Los seres humanos son efectivamente ζῷον πoλιτικόν en el sentido de que ellos solo han podido vivir en virtud, precisamente, de la sociedad y, en definitiva, también de las instituciones sociales postuladas a las que entonces se enfrentan ellas en cuanto subjetividad autónoma y crítica. Y Hegel –es preciso ante todo destacar esto aquí–, mediante su crítica a la apariencia de que lo que está más cerca de uno, a saber, el propio yo y su conciencia, es lo absolutamente fundamental y primero, ha hecho una contribución decisiva precisamente a la comprensión de la sociedad y de la relación entre individuo y sociedad. Una teoría de la sociedad tal como hoy la entendemos no habría sido en modo alguno posible sin esta comprensión por parte de Hegel. Él, digo, ha destruido la apariencia de ser en sí del sujeto y ha expuesto que este mismo es un momento de la objetividad social. Y ha inferido, a su vez, la necesidad de que, frente a esa subjetividad abstracta, el momento social se impone como el más fuerte. Pero –y este es el punto, diría, a partir del cual habría que comenzar aquellas reflexiones críticas sobre Hegel que en verdad justifican la formulación de una dialéctica negativa– hay que plantear la pregunta por si, de hecho, esta objetividad que ha sido presentada como condición necesaria y que subsume al sujeto abstracto es, de hecho, lo más elevado; o si ella no sigue siendo más bien lo que Hegel le reprochó en su juventud, a saber: precisamente lo externo, lo coercitivamente colectivo; si ese repliegue hacia esta instancia presuntamente superior no significa una regresión del sujeto, que había conquistado su libertad con un tormento infinito, con esfuerzo. No puede advertirse por qué mediante la comprensión del mecanismo coercitivo que une a la subjetividad y el pensar con la objetividad que se les contrapone, y en vista de la dependencia que persiste y en vista de –querría decir– la lógica de los hechos, que luego conduce al triunfo de la objetividad, esta también debería conservar la razón de manera necesaria. Hay en esto un momento de coerción de la conciencia, tal como lo he experimentado del modo más intenso en la discusión con un marxista hegeliano; concretamente: en nuestra juventud, con Georg Lukács, que en aquel entonces tenía detrás de sí un conflicto con su partido y que, en ese contexto, me contó que su partido tenía la razón frente a él, aunque él tuviera la razón frente al partido en sus pensamientos y argumentos; era así porque el partido encarnaba, precisamente, el estado histórico objetivo, mientras que su posición más avanzada –para él y de acuerdo con la mera lógica del pensar– se había detenido detrás de esa posición objetiva.32 Creo que no necesito describirles de antemano qué significaría esto. Significaría, simplemente, que lo más exitoso, lo que se impone, lo recibido universalmente con ayuda de la dialéctica, representaría la posición de la verdad superior a la de la conciencia que consigue calar el carácter aparente de todo esto. De hecho, la ideología del Este está ampliamente marcada por ese tema. Y conduciría incluso a que la conciencia se escinda de sí misma, se niegue la propia libertad y se adapte simplemente a los batallones más fuertes. Este es un acto que no me parece posible consumar.

      Y esta es la razón por la cual diría que, en general –se los ejemplifiqué ahora solo a partir de un modelo tal–, la tesis según la cual la negación de la negación es la positividad, la postulación, la afirmación, justamente no puede sostenerse; que la negación de la negación no resulta en positividad, o no lo hace automáticamente, no lo hace sin más. Hoy, en una circunstancia que todos los seres humanos, por un lado, sienten en secreto como profundamente cuestionable, y que, por el otro lado, es tan fuerte que ellos creen no poder hacer nada en su contra; o, quizás, de hecho no pueden hacer nada contra ella, domina, en la conciencia generalmente difundida –en contraposición con la subjetividad abstracta o con la negatividad abstracta criticada por Hegel–, algo así como el ideal de la positividad abstracta, en aquel sentido que es corriente para todos ustedes a partir del chiste quizás venerable, pero en todo caso muy viril de Kästner, quien escribió en un poema: “Señor Kästner, ¿dónde queda, entonces, lo positivo?”.33 No puedo dejar de decirles que el carácter cuestionable de este concepto de positividad me fue revelado ante todo en la emigración, cuando seres humanos que, bajo circunstancias muy extremas de presión social, tuvieron que adaptarse, para poder simplemente lograr esa adaptación, para estar a la altura de lo que se les exigía coercitivamente, decían por ejemplo, para darse ánimos –y uno observa así claramente en ellos cómo tuvieron que identificarse con el agresor–:34 “Sí, tal o cual, que es tan positivo…”. Lo que significa justamente que un ser humano espiritual y refinado se arremanga y lava los platos; o hace cualquier trabajo presuntamente útil para la sociedad que se le haya exigido. Cuanto más se disuelve todo frente a los contenidos prescriptos a la conciencia como sustanciales, cuantas más cosas haya de las que puedan en cierto modo alimentarse las ideologías, tanto más abstractas se tornan estas. En los nazis, se trataba de la raza, en la que ahora, entretanto, ya no cree ni el más tonto. Tendería a pensar que, en el siguiente nivel de la ideología regresiva, será simplemente lo positivo aquello en lo que los seres humanos habrán de creer, por ejemplo, en el sentido en que, en los avisos matrimoniales, la formulación “actitud positiva ante la vida” es percibida como algo muy especialmente recomendable. Conozco también una institución que se denominó Asociación para una Configuración Positiva de la Vida. No la inventé, como podrían quizás pensar ustedes, sino que existe realmente. Y esta Asociación para una Configuración Positiva de la Vida propone en realidad un entrenamiento a través del cual los seres humanos, por ejemplo, han de perder sus inhibiciones para hablar y volverse agradables, en cuanto diestros vendedores, ante Dios y los hombres. Esto es aquello en lo que se ha convertido el concepto de positividad. Detrás de esto se halla la creencia de que lo positivo es en sí ya algo positivo, sin que se pregunte qué es lo que allí se acepta como positivo, y si no está allí simplemente presente la conclusión errónea de que lo que está ahí, y lo que es positivo en el sentido de lo establecido, de lo existente, es investido, en función de su inevitabilidad, de todos aquellos atributos de lo bueno, lo superior, lo digno de ser afirmado; de aquellos atributos que resuenan en la palabra “positivo”. Inclusive, si puedo por una vez cultivar un poco de metafísica del lenguaje por propia cuenta, es muy característico y muy interesante que, en el propio concepto de lo positivo, resida esa anfibología. En efecto, positivo es, por un lado, lo que está dado, lo postulado, lo que está allí; tal como se habla, por ejemplo, acerca del positivismo como de la filosofía que se atiene a los datos. Pero, al mismo tiempo, debe ser positivo lo digno de ser afirmado, lo bueno, en cierto sentido lo ideal. Y tendería a pensar que esta constelación semántica en la palabra expresa, con extraordinaria precisión, algo que se encuentra en la conciencia de numerosos hombres. Y, por lo demás, también en la praxis; por ejemplo, cuando a uno se le dice que es necesaria la “crítica positiva”; así como hace unos días me sucedió, cuando estaba en Renania en un hotel, que le dije al director del hotel que, a causa del terrible ruido que dominaba en ese hotel –por lo demás muy bueno–, debía hacer instalar dobles ventanas; y cuando él, una vez que me explicó que esto, obviamente, era totalmente imposible por razones superiores, me dijo: “Pero, obviamente, estoy siempre sumamente agradecido con la crítica positiva”. Cuando hablo de dialéctica negativa, no es el menor de los motivos para hacerlo el hecho de

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