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      —El sarcasmo no te pega. Por otra parte, ahora que sé lo que quieres, le pediré a Santa Claus que devuelva el regalo perfecto que te ha comprado y lo cambie por guirnaldas de luces.

      —No lo hagas —él la miró con ojos muy abiertos por el pánico—. Sé que eres capaz.

      —¿Vas a colgar esas luces sin quejarte?

      Stewart aseguró la cuerda de luces con un cuidado exagerado.

      —Ten compasión. Soy un hombre. No puedo ilusionarme con guirnaldas de luces, tengan la forma que tengan. Están en el mismo apartado que los cojines decorativos. En otras palabras, algo que no cumple ninguna función.

      —¿Tú crees? —Suzanne apretó el interruptor y las estrellas brillaron con una luz blanca—. Son bonitas. Vamos a colgar otra guirnalda encima de la chimenea.

      Crear confort estaba en la base de todo lo que hacía, desde preparar buena comida en el café a tejer jerséis. Casi como si en cierto modo quisiera borrar la frialdad y soledad que había sentido en su primera infancia. No había tenido a nadie que la cuidara, así que había tenido que cuidarse sola. Tenía miedo de la oscuridad, pero no podía contar con luces nocturnas. Por eso de mayor había hecho lo posible por equilibrar eso. Luces cálidas, cojines blandos, familia… Todo lo que no había tenido antes y que tenía ahora en abundancia.

      —¿Otra tira? —Stewart se bajó de la escalera—. ¿Cuántas tienes?

      —Diez. Las compré para el café y me han sobrado estas. Por otra parte, quizá encima de la chimenea queden mejor velas —Suzanne dobló una colcha en la base de la cama y añadió unos cojines—. No digas nada.

      Stewart miró los cojines.

      —Mis labios están sellados, pero solo porque soy un superficial y me importa mi regalo de Navidad.

      —Le pedí a Posy que trajera troncos largos para la cesta. Así podremos encender fuego cuando venga. No quiero que Hannah pase frío.

      —Vive en Nueva York. ¿Tienes alguna idea del frío que hace en Nueva York en invierno?

      —Hay una diferencia entre Manhattan y las Highlands escocesas.

      —Por eso vivimos en las Highlands.

      Suzanne enderezó una lámpara y repasó la habitación con la vista. Las cortinas eran del mismo verde profundo que el musgo que se aferraba en verano a la ladera de la montaña. La tela era elegante y aterciopelada y caía en ondas al suelo de roble pulido. Eran cortinas lo bastante pesadas para mantener fuera el viento frío que se colaba por las grietas y hacía temblar los cristales en los meses de invierno. La situación de Glensay Lodge, idílica en verano, dejaba la casa abierta a los cuatro vientos en invierno. Por esa razón, Suzanne se aseguraba de que hubiera calor en las habitaciones. Lo había hecho todo personalmente, desde las cortinas hasta la colcha de retazos doblada a los pies de la cama.

      Había soñado con tener un hogar, y no pasaba ni un solo día en el que no diera gracias por él.

      Stewart lo daba por sentado, porque siempre lo había tenido. Ella sabía que era igual de feliz durmiendo en un albergue de montaña a dos mil metros de altura.

      Gracias a Cheryl, ella también había conocido eso.

      Todavía tenía fija en la mente la primera vez que su amiga la había llevado a escalar. ¿Lo habría hecho alguna vez de no ser por Cheryl? Probablemente no. Para su sorpresa, había disfrutado con el crujir de la nieve bajo sus botas y la bofetada helada del viento en la cara. Era cierto que no había compartido la pasión absorbente de Cheryl, pero sí había disfrutado el desafío físico y la belleza de ver subir el sol sobre las montañas de cumbres nevadas. Sobre todo, había disfrutado de la amistad y el trabajo en equipo tan propios de la escalada.

      —Esto es lo que yo quiero de la vida —había dicho Cheryl.

      Estaba tumbada de espaldas en su saco de dormir, mirando las estrellas. En el silencio de la noche, se oían los crujidos y gruñidos del glacial.

      —No una mansión en las colinas de Hollywood ni un apartamento de lujo en la Quinta Avenida. ¿Quién quiere estar encerrada entre cuatro paredes cuando puedes tener esto? Es lo mejor.

      Suzanne tenía frío y le habría gustado que Cheryl no hubiera insistido en dormir fuera de la tienda.

      —¿No quieres tener familia algún día? —había preguntado.

      Cheryl se había encogido de hombros.

      —Supongo que sí. Nunca lo he pensado.

      Suzanne pensaba en eso todo el tiempo.

      —No puedes criar una familia en un saco de dormir. Necesitarás una casa.

      —No, no es verdad. Viajaré. Compraré una furgoneta. Dormiremos todos en la parte de atrás. O acamparemos.

      A Suzanne, aquello le sonaba agotador y poco seguro. Antes de conocer a Cheryl, había pasado por tantas casas de acogida diferentes que se mareaba de solo pensarlo. Vivir en una furgoneta no parecía distinto, excepto quizá porque haría más frío en los meses de invierno.

      —¿Eso sería justo para ellos? —había preguntado.

      —Los niños se acostumbran a cualquier vida que les des. Su normalidad es esa.

      Suzanne no se había acostumbrado a la suya.

      —¿Y si no son felices haciendo eso?

      —Lo serán. Les enseñaré que no necesitas posesiones para disfrutar de la vida.

      Suzanne frunció el ceño.

      —No es cuestión de posesiones, sino de seguridad.

      —Querrás decir predictibilidad.

      ¿Quería decir eso? Suzanne pensaba que no.

      —Seguridad no es lo mismo que predictibilidad —había dicho—. Sería agradable salir a pasar el día y saber que las cosas que amas te estarán esperando cuando llegues a casa.

      —Si te atas a las cosas, sufrirás más cuando las pierdes. Es mejor no hacerlo. Yo no necesitaré cuadros para las paredes porque podré mirar vistas como estas.

      —¿Y eso es práctico? Tendrás que ganarte la vida de algún modo. Necesitarás comer.

      —He pensado en eso —Cheryl se había sentado de pronto, como si no pudiera hacer un anuncio importante tumbada—. Voy a ser guía de montaña. Así podré hacer lo que me gusta y que me paguen por ello. ¿No es genial?

      Era la primera vez que Suzanne oía hablar de ese plan.

      —Conseguir el entrenamiento y las cualificaciones te costará una fortuna.

      —Encontraré el modo —como siempre, Cheryl había desestimado el pragmatismo como si no fuera nada más que una molestia—. ¿Y tú qué? Irás a la universidad y estudiarás Derecho. Tendrás una casa con un jardín ordenado, un marido atractivo, dos coma cuatro niños muy educados y un perro bien entrenado.

      La risa de su voz había impedido admitir a Suzanne que ella sería feliz con todo eso, excepto quizá la parte del Derecho. Pero ¿cómo sería su vida sin Cheryl? Su amistad era lo más importante del mundo para ella.

      —Yo también seré guía de montaña —había dicho.

      —Estás de broma —Cheryl se había girado a mirarla—. Pensaba que solo hacías esto porque lo hago yo.

      —A mí también me encanta —había contestado Suzanne. Hasta ese momento no se le había pasado por la cabeza ser guía de montaña, pero ¿por qué no? Tenía que hacer algo con su vida—. Podemos hacer el entrenamiento juntas. Sacarnos el título juntas.

      —Me encantaría —Cheryl la había abrazado—. Seremos siempre amigas. Prométeme que seremos siempre amigas.

      —Te lo prometo.

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