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es estar así un tiempo. Y sin patalear.

      —Si me bajas, te traigo esos chocolates americanos que tanto te gustan.

      Mi mejor amigo mide un metro con ochenta y cinco centímetros, es rubio y sus ojos son almendrados. La mandíbula es de esas que piensas que fue tallada a mano, definida, recta, musculosa. Además, tiene un pack de abdominales increíble que va a juego con su gran sentido de la moda. Completamente perfecto.

      Juega al fútbol y tiene un grupo de chicas que lo acompaña a donde sea. Lo normal sería que, al ser tan buenos amigos, los dos nos hubiésemos enamorado de forma profunda y hubiéramos declarado nuestro amor de una manera cursi y romántica.

      Pero no. Obvio que no. Nate sale con chicas que parecen Barbies humanas y yo, con mi metro sesenta y ocho, y mi cuerpo bonito, pero estándar, no soy suficiente. Tampoco ayuda que siempre esté vestida de negro.

      Nate me baja de forma automática y me abraza muy fuerte. No puedo odiarlo. No me sale. Ahora, con él abrazándome y diciéndome lo mucho que me va a extrañar. No puedo. Yo estoy enamorada de Nate desde que tengo uso de la razón, pero él no de mí. Me lo dejó claro después de esa noche.

      De repente, me llega un mensaje de mi mamá al celular.

      Hija, te estoy esperando en la puerta. Sal pronto, por favor, si no, llegaremos tarde al avión.

      —Amigos queridos… es la hora de mi partida. Deséenme suerte o morirán.

      Los dos me abrazan y, en ese instante, siento que estoy a punto de llorar. Pero no lloro, soy un puto iceberg.

      Camino hasta subirme al auto de mi mamá. Me cuesta mirarla. Estoy muy enojada con ella por lo que me está haciendo. Bajo la ventanilla y saludó a mis amigos. Nate está abrazando a Bella que llora. Creo que él también tiene los ojos llorosos o quizá son ideas mías.

      Suspiro.

      ¡Dios, cuánto voy a extrañar a estos dos!

      ***

      Mientras observo por la ventana, pienso en mí. Ahora, tengo los ojos grises; eso de que los ojos pueden cambiar de color con el tiempo es cierto. Antes eran celestes como el mar y ahora son esto que me queda; es como si las lágrimas se hubiesen llevado todo el color.

      Mi papá murió hace dos años y yo sigo sin superarlo. Nunca voy a poder hacerlo. Pero mi mamá sí, ya lo hizo. Ella es abogada y viaja mucho por su trabajo. En su último congreso, conoció a un productor de Hollywood y se enamoró de él. Bastante rápido, diría yo. Por eso, pasaremos las vacaciones en Los Ángeles.

      ¡Yey! —Es sarcasmo—. Odio a los norteamericanos y, más aún, a sus estúpidas playas.

      No solo voy a tener que pasar mi verano allí y conocer al novio de mi mamá, sino que también a su hijo.

      Diversión… allá vamos.

      Capítulo 3

      Bienvenida al infierno

      Son las cinco de la mañana y con mi mamá estamos sentadas desde hace dos horas. Estamos esperando a que llegue Alexander, su novio. Lástima que él no responda a los mensajes ni a las llamadas ni a nada. Excelente manera de empezar mi relación con él.

      Miro a mi madre y noto que no lo puede disimular: está nerviosa. Mi mamá es rubia, no natural, claro; ama utilizar ese dorado artificial. Puaj. Es todo lo contrario a mí, aunque ambas preferimos llevarlo corto por la mandíbula. La diferencia es que mi madre va a la peluquería más cara que hay, y yo me lo corto sola en casa. Ella siempre está bien vestida. Nunca se la ve con el maquillaje corrido o mal arreglada, es una obsesiva de todo, desde su casa hasta la de sus amigas. Siempre que está nerviosa, como ahora, se rasca las manos hasta el punto de que llega a lastimárselas. Cosa que, ejem, he heredado.

      —Algo le debe de haber pasado. Él no es así. Estuvimos hablando días y días sobre este verano, sobre lo perfecto que queríamos que fuera todo…

      —Mamá, ya es la cuarta vez que me lo cuentas. Tu supuesto perfecto novio se olvidó de que hoy veníamos y listo.

      Mi mamá me fulmina con la mirada. Sin embargo, justo en ese momento, veo a un hombre que viene hacia nosotras y lo reconozco al instante. Nunca vi una foto de él. Pero sé que es él.

      —Mil millones de disculpas por hacerlas esperar tanto. Me quedé sin batería en el celular. Y… tuve un pequeño problema con mi hijo, Félix.

      —No hay problema, Alex, en serio.

      «Ugh, asco». Mi mamá le da una de esas sonrisas que le solía hacer a mi padre. Me genera vergüenza y terror ver que se las dedica ahora a este hombre.

      Alexander nos ayuda con las valijas y lo seguimos hasta su camioneta. Mi mamá se sienta en el asiento del copiloto y, cuando abro la puerta para ir atrás, me encuentro a dos chicos. El de pelo rojo me sonríe: es el hijo de Alexander, estoy segura, es igual a su padre. Alto, de ojos verdes y con pelo bien rojizo.

      Me siento a su lado.

      —Félix, Emma. Emma, Félix —nos presenta Alexander.

      No me presenta al chico de pelo negro que mira por la ventanilla, sin girar para saludarme.

      «Raro», pienso.

      —Y él es mi amigo, Theo —dice, por fin, Félix.

      Theo gira, pausado, como si no le quedase otra alternativa. Y yo me quedo, de pronto, sin aire. Le sonrío, aunque él no me devuelve la sonrisa.

      «Idiota, pero qué lindo». Tiene el pelo más perfecto que vi; despeinado, pero no tanto. Sus ojos celestes son del color del cielo un día de primavera en el que hay calor, pero que aun así se puede soportar.

      ¡Ojalá no tenga hoyuelos, son mi fantasía de hombre perfecto!

      Intento desviar la mirada, pero se me hace físicamente imposible. Es como un imán, no entiendo qué me pasa…

      Alexander me hace unas preguntas tontas y redundantes a las que yo contesto de la forma más escueta posible. Cuando no me está haciendo preguntas absurdas, está mirando a su hijo por el retrovisor con una mirada desaprobadora.

      Félix le susurra algo a Theo y este se ríe. Mierda. Dos hoyuelos. Nada bueno puede salir de esto.

      Cuando llegamos a la casa, intento abrir la puerta del auto lo más rápido que puedo. Al mirar dónde viven, siento que no lo puedo creer. ¡Es una mansión! Alexander me contó que estamos en el barrio de Santa Mónica. Exacto, como en las películas.

      Ellos también se bajan. Theo pasa por delante de mí, sin mirarme, y entra directo. Félix, en cambio, me ayuda con las valijas.

      Alexander y mi mamá se bajan del auto mientras comparten una mirada embelesada.

      «Ridículos».

      —Félix, muéstrale la habitación a Emma, por favor —pide su padre.

      Félix asiente y entramos. La casa por fuera ya se ve muy bonita, pero por dentro es espectacular.

      —Perdón… pero ¿tendrías algo con chocolate? —pregunto. No me puedo contener más. Necesito comer algo dulce ya.

      El pelirrojo me deja sola unos segundos y vuelve con unas galletitas.

      —Gracias —digo.

      Félix vuelve a caminar, yo lo sigo; me muestra el baño y luego mi habitación. Le agradezco por su ayuda y él se va. Yo me quedo atónita mientras miro mi habitación de verano. Es inmensa. Los americanos y su ego de demostrar todo su dinero en metros cuadrados.

      Abro mi valija para buscar mi pijama. Quiero darme una ducha, no dormí en el avión porque me quedé leyendo. Sabía las consecuencias, pero no me importaron.

      Bostezo y salgo al pasillo. Entro al baño sin tocar y me arrepiento de inmediato. Theo está desnudo y, Dios, ¡qué hermoso

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