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de periodista en alerta, y así como daba la impresión de aceptar con languidez todo lo que le acontecía, no perdía ni un detalle.

      Al mismo tiempo, no podía negar que estaba disfrutando. Alí era el hombre más atractivo que había visto jamás. En el casino lo había observado principalmente sentado a la mesa de juego o desde lejos. En ese momento se hallaba de pie y tan cerca que experimentaba el pleno impacto de su magnificencia.

      Medía un metro ochenta y cinco, con piernas largas y hombros anchos. Sin embargo, no daba la impresión de tener una complexión pesada. Caminaba con suavidad, sin hacer ruido alguno, aunque nadie habría podido pasarlo por alto. Sus movimientos exhibían la gracilidad de una pantera a punto de saltar.

      —Yo mismo le serviré —dijo—, si le parece bien.

      —Es un honor que te atienda un príncipe —musitó Fran.

      Cerca había un carrito; con un cazo sirvió un líquido de un amarillo pálido en el plato. Era espeso, estaba mezclado con arroz y sabía delicioso.

      —Sopa de calabaza —explicó Alí—. Siento debilidad por ella, de modo que cuando me encuentro aquí el chef la tiene siempre lista —se sirvió y se sentó frente a ella. La mesa era pequeña, de modo que aun cuando se hallaban en lados opuestos, seguían cerca—. ¿Ha probado alguna vez la comida árabe?

      —Un poco. Hay un restaurante al que voy a veces. Sirve el pollo con dátiles y miel más delicioso que he probado. Pero el ambiente es vulgar. Las paredes están cubiertas con murales del desierto y oasis de neón.

      —Conozco el tipo de lugar al que se refiere —hizo una mueca—. Realizan una gran exhibición del desierto, pero ninguno de ellos sabe cómo es.

      —¿Cómo es? —preguntó ella con interés—. Hábleme del desierto.

      —¿Cómo saber qué decir? Hay tantos desiertos. Está el de por la noche, cuando el sol se pone rojo y es tragado por la arena. En Inglaterra tienen crepúsculos prolongados, pero en mi país puede ser pleno día y minutos más tarde caer la absoluta oscuridad. Pero todos los desiertos comparten una cosa, y es el silencio: un silencio más profundo del que puede imaginar. Hasta no haber estado en él y observado las estrellas, jamás habrá oído el silencio de la Tierra mientras gira sobre su eje.

      —Sí —murmuró—. Era lo que pensaba.

      Sin saberlo, sus ojos exhibieron una expresión soñadora. Alí la captó y frunció el ceño.

      —¿Lo pensó? —inquirió.

      —Solía soñar con lugares como esos —reconoció—. De niña esos sueños eran importantes para mí.

      —¿Qué sucedió en su infancia? —preguntó con interés.

      —Es extraño, pero siempre que pienso en aquel tiempo, recuerdo lluvia. Supongo que no pudo llover cada día, pero lo único que veo es un cielo encapotado y gente a juego.

      —¿La gente fue desagradable con usted?

      —No, no estoy siendo justa. Después de que murieran mis padres me criaron unos primos lejanos en su granja. Tenían buenas intenciones, pero eran mayores y muy serios, y no sabían nada sobre los niños. Hicieron lo mejor que pudieron por mí, me animaron a que me esforzara en el colegio, pero no había entusiasmo, algo que yo anhelaba —emitió una risa leve y tímida—. Probablemente piense que se trata de una tontería, pero empecé a leer Las Mil Y Una Noches.

      —No me parece una tontería. ¿Por qué iba a ser así? Yo mismo las leí de pequeño. Me encantaron esos cuentos fantásticos, con su magia y su drama.

      —Sin duda eso abundaba —recordó Fran—. Un sultán que tomaba una esposa nueva cada noche y la mataba por la mañana.

      —Hasta que encontró a Scheherazade, que llenó su mente de historias extraordinarias con el fin de que tuviera que dejarla vivir para averiguar qué sucedía a continuación —continuó Alí—. Adoraba esas historias, pero adoré aún más el ingenio de Scheherazade. Solía leer el libro en el desierto, y contemplaba el horizonte mientras el sol ardía antes de morir. Qué triste debió ser para usted anhelar el sol en este frío país.

      —Sí —asintió—, y vivir en una casa fría, mirando la lluvia en el exterior, siempre escasa de dinero porque… cito: «no debemos ser extravagantes».

      No había sido su intención dar a entender que tuvo tantas privaciones. Sus primos mayores no habían sido mezquinos, solo estaban decididos a enseñarle el valor del dinero. Al tiempo que se rebelaba contra sus patrones frugales, de algún modo también los había asimilado. Había consaguido graduarse en Economía, pero le había resultado árida. De modo que cambió a periodismo, especializándose en historias en las que el escándalo se mezclaba con el dinero. En la investigación de secretos sombríos de los personajes famosos había encontrado el estímulo que tanto anhelaba. Pero no podía contarle eso a Alí Ben Saleem.

      Había mucho más que no podía contarle, como las enseñanzas del tío Dan sobre «dinero y moralidad». El anciano temeroso de Dios jamás había comprado para su familia o para sí mismo algún lujo pequeño sin donar una cantidad similar a la caridad.

      Su mujer había compartido sus puntos de vista sobre la vida frugal hasta que Fran cumplió los dieciséis años y se convirtió en una belleza. La tía Jean había querido celebrar el magnífico aspecto de la joven con un guardarropa nuevo, pero habían hecho falta muchas discusiones para lograr que Dan cambiara de parecer. Aquel verano les había ido bien a las instituciones locales de caridad.

      Los dos habían muerto, pero su influencia austera y amable perduraba. A Fran le apasionaba la ropa bonita, pero jamás se había comprado algo sin aportar también dinero a una causa justa. No era de extrañar que el estilo de vida del jeque Alí despertara su indignación.

      —Sé a qué se refiere cuando habla de restaurantes que recurren a los estereotipos —dijo Alí—. He estado en algunos locales con pésimas decoraciones del inglés típico e histórico.

      —Supongo que ambos padecemos el mismo tópico sobre nuestros respectivos países.

      —Pero Inglaterra también es mi país. Mi madre es inglesa, yo asistí a la Universidad de Oxford y a la academia militar de Sandhurst.

      Estuvo a punto de decir que lo sabía, pero se contuvo a tiempo.

      Al terminar la sopa de calabaza, Alí señaló una variedad de platos.

      —De haber conocido sus preferencias, habría pedido que prepararan pollo con dátiles y miel. Prometo que se servirá la próxima vez que cenemos juntos. Hasta entonces, quizá pueda encontrar algo de su agrado en esta humilde selección.

      Esa «humilde selección» se extendía sobre una mesa larga. Fran quedó abrumada. Al final eligió un plato de habas.

      —Están muy picantes —advirtió él.

      —Cuanto más, mejor —manifestó con osadía. Pero el primer bocado le indicó su error. Estaban condimentadas con cebolla, ajo, tomate y pimienta de cayena—. Deliciosas —alabó con valor.

      —Le sale humo por las orejas —sonrió—. No las termine si es demasiado para usted.

      —No, están bien —aunque aceptó algunas rodajas de tomate que le acercó él, y para su alivio mitigaron el fuego en su boca.

      —Pruebe esto —sugirió Alí. Era una ensalada fría de hígado que no presentó ningún problema. Comenzó a relajarse aún más. Resultaba tentador ceder al hechizo seductor de la noche.

      Y entonces, sin advertencia previa, sucedió algo desastroso. Alzó la vista, se encontró con sus ojos y descubrió en ellos las últimas cualidades que habría esperado: calor, encanto y una dosis de diversión. Le sonreía, no con seducción ni cinismo, sino como si su mente bailara sincronizada con la suya y ello le gustara. De pronto ella sospechó que podría tratarse de un hombre verdaderamente encantador, generoso, divertido y arrebatador. Un absoluto desastre.

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