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vez en marcha, se volvió hacia ella, le sonrió con picardía e introdujo las manos en los bolsillos. De uno extrajo un collar de perlas exquisitas y del otro uno de diamantes.

      —¿Cuál? —preguntó.

      —¿Cuál…?

      —Uno es suyo. Elija.

      Fran abrió la boca con incredulidad. ¿Llevaba cosas semejantes en los bolsillos?

      —Aceptaré el de diamantes —dijo, sintiéndose como si hubiera sido transportada a otro planeta. La voz no le pareció suya.

      —Gire el cuello para que pueda quitarle el colgante de oro —ordenó—. El hombre que le regala esas baratijas no sabe cómo valorarla.

      Los dedos le rozaron el cuello y se vio obligada a respirar de forma trémula y entrecortada. No se suponía que la velada debiera transcurrir de esa manera. Había ido preparada a analizar al jeque Alí, a que le cayera mal y a despreciarlo. Pero no había estado lista para verse abrumada por él.

      —Están hechos para usted —declaró al girarla para dejarla de frente—. Ninguna mujer ha estado jamás mejor con diamantes.

      —Habla desde su amplia experiencia, ¿no?

      Él rio, ni ofendido ni avergonzado.

      —Más amplia de lo que puede imaginar —garantizó—. Pero esta noche no existe ninguna otra mujer. Solo está usted en el mundo. Dígame cómo se llama.

      —Mi nombre… —tuvo una súbita inspiración—. Me llamo Diamond.

      —Es ingeniosa —se le iluminaron los ojos—. Excelente. De momento bastará. Antes de que termine la noche me revelará su verdadero nombre —sostuvo su mano izquierda y estudió sus dedos—. No lleva anillos —observó—. No está casada ni prometida, a menos que sea una de esas mujeres modernas que desdeñan informarle al mundo de que pertenecen a un hombre. ¿O tal vez desdeña ser de otro?

      —No pertenezco a ningún hombre —repuso—. Soy mía, y ningún hombre será jamás mi dueño.

      —Entonces nunca ha conocido el amor. Cuando lo conozca, descubrirá que sus arrogantes ideas no significan nada. Cuando ame, dará, y deberá ser todo su ser, o el regalo no tendrá ningún sentido.

      —¿Y a quién pertenece usted? —exigió con atrevimiento.

      —Esa es otra cuestión —rio—. Pero podría decir que pertenezco a un millón de personas. Kamar tiene una población de un millón de habitantes. Ninguna parte de mi vida me pertenece por completo. Ni siquiera el corazón es mío para regalarlo. Hábleme del hombre que había con usted. Me preguntaba si sería su amante.

      —¿Y eso habría marcado una diferencia con usted?

      —Ninguna en absoluto, ya que no se esforzó en protegerla de mí. Un hombre incapaz de retener a su mujer no es un hombre.

      —¿Necesito protección de usted? —musitó, provocándolo con los ojos.

      Él le besó la mano.

      —Me pregunto si no terminaremos por descubrir que los dos necesitamos protección del otro —repuso pensativo.

      —¿Quién sabe? —respondió tal como requería su papel—. El placer estará en descubrirlo.

      —Y usted es una mujer hecha para el placer.

      Fran respiró hondo, sorprendida por lo mucho que la afectaron las palabras. Howard admiraba su aspecto, pero también aclamaba su sentido común. Y este le indicaba que así como la pasión importaba, no lo era todo en la vida. Aunque ya no estuvo segura de eso.

      —No va a fingir que desconoce a qué me refiero —añadió él ante su silencio.

      —Hay muchas clases de placer.

      —No para nosotros. Para usted y para mí solo hay uno… el placer compartido por un hombre y una mujer en el calor del deseo.

      —¿No es un poco pronto para pensar en el deseo?

      —Pensamos en él en cuanto nuestros ojos se encontraron. No intente negarlo.

      No habría podido. La verdad aturdía, pero seguía siendo la verdad. Alí le tocó el rostro con las yemas de los dedos. Lo siguiente que supo Fran es que le daba el beso más ligero que jamás había experimentado en los labios. Luego bajó a la barbilla, a la mandíbula, subió a los ojos y regresó a los labios. Apenas los sintió, pero sí sus efectos por el hormigueo que le produjeron en el cuerpo.

      Era alarmante. Si hubiera intentado abrumarla con poder, podría haberse defendido. Pero el jeque Alí era un artista que dedicaba toda su destreza a someterla bajo su encantamiento. Y contra eso no parecía existir defensa.

      Se movió impotente contra él, sin devolverle los besos ni rechazarlos. Él la miró a la cara, pero estaba demasiado oscuro. No pudo ver la expresión de incertidumbre que apareció en sus ojos.

      El lujoso coche se detuvo en una calle tranquila de la zona más exclusiva de Londres. Despacio la soltó. El chófer abrió la puerta y Alí le tomó la mano para ayudarla a bajar. Al hallarse sobre la acera Fran comprendió lo que tendría que haber pensado antes, que no la había llevado a un restaurante, sino a su casa.

      Supo que ese era el momento en que tendría que haber obrado con sensatez y huir, pero, ¿qué clase de periodista huía a la primera señal de peligro?

      «Desde luego que no hay peligro», se dijo. No supo por qué había pensado eso.

      Las altas ventanas de la mansión irradiaban luz. Una, en la planta baja, tenía las cortinas abiertas para revelar candelabros de cristal y muebles suntuosos.

      Despacio se abrió la puerta de entrada. Un hombre alto con túnica árabe ocupó casi todo el espacio.

      —Bienvenida a mi humilde hogar —dijo el príncipe Alí Ben Saleem.

      Capítulo 2

      AL entrar en la casa, el magnífico entorno la hizo parpadear. Se encontró en un gran recibidor, dominado por una escalera enorme y curva, con puertas dobles a ambos lados.

      Cada juego de puertas estaba cerrado, pero en ese instante un par se abrió y un hombre salió. Se acercó a Alí, sin dar la impresión de notar la presencia de Fran, y se dirigió a él en una lengua que ella no entendió. Mientras los dos hablaban, miró por las puertas y vio que la habitación era un despacho. Las paredes estaban cubiertas con mapas, había tres aparatos de fax, una hilera de teléfonos y un ordenador que no se parecía a ninguno que ella hubiera visto. Adivinó que sería un último modelo. De modo que ahí realizaba los tratos que le hacían ganar millones en un día.

      Alí notó hacia donde miraba ella y le habló con sequedad al hombre, quien retrocedió al interior del despacho y cerró la puerta. Pasó un brazo por los hombros de Fran y la alejó de allí. Sonreía, pero era inequívoca la presión irresistible que ejercía.

      —Solo se trata de mi despacho —indicó—. Allí hago cosas muy aburridas que no le interesarían.

      —¿Quién sabe? ¿Y si me interesara? —provocó.

      —Una mujer tan hermosa solo ha de pensar en cómo puede ser todavía más hermosa —rio—, y en complacer al hombre cautivado por ella.

      «Vaya con la idea», pensó, irritada. Era un hombre prehistórico y chovinista…

      Alí abrió el otro juego de puertas y Fran se quedó boquiabierta ante la visión que tuvo. Era una estancia grande y lujosamente decorada con un mirador, en la que había preparada una mesa para dos. La vajilla era de la más fina porcelana brillante. Frente a cada plato se erguían tres copas de labrado cristal. La cubertería era de oro sólido.

      —Es hermoso —murmuró.

      —Para usted nada es demasiado bueno —declaró

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