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mirarla.

      –¿No?

      –Eso es –afirmó ella. Entonces, respiró profundamente y abrió su cajón para sacar el bolso. Lentamente, se lo colgó del hombro–. He dicho que no.

      –Caitlyn, ya he aguantado bastante esta mañana y no creo que pueda aguantar más.

      –Igual que yo –le espetó sintiendo que la ira se despertaba en su interior–. Ya he aguantado bastante.

      Jefferson se echó a reír. Entonces, le preguntó:

      –¿De qué estás hablando?

      –De que dimito.

      –Eso es imposible –dijo él, muy sorprendido.

      –Pues acabo de hacerlo –afirmó ella. De repente, se sentía muy tranquila, como si alguien hubiera derramado aceite sobre el mar revuelto.

      –Esto es ridículo

      Caitlyn no estaba segura de dónde había sacado el valor para hacer lo que había hecho. ¿De dónde le venía aquel espíritu de independencia y libertad? No lo sabía. Tal vez había nacido el día en el que Peter terminó con su compromiso. O tal vez cuando su prometido había sugerido que estaba enamorada de su jefe. Fuera cual fuera la razón, Caitlyn estaba completamente segura de que aquello era precisamente lo que tenía que hacer.

      Necesitaba volver a empezar. Con su vida y con su carrera, algo que jamás haría si permanecía al lado de Jefferson Lyon. Aquel hombre era demasiado poderoso. Demasiado magnético. Demasiado guapo.

      Peter se había equivocado al pensar que ella pudiera estar enamorada de Jefferson. De eso estaba segura, pero no era tan estúpida como para negar la atracción que sentía por él. ¿Cómo podría enderezar su vida tan cerca de un hombre que hacía que se le doblaran las rodillas?

      –No. No lo es –dijo.

      –¿Y todo esto por unas vacaciones?

      –No, Jefferson. Es por trabajar con un hombre que no me ve más que como una herramienta a su servicio.

      Jefferson frunció el ceño. Caitlyn sintió que su valor se derrumbaba. Entonces, el teléfono empezó a sonar e, instintivamente, lo tomó.

      –Naviera Lyon.

      –Caitlyn, cielo. Soy Max otra vez. Se me ha olvidado una cosa que quería decirle a tu jefe.

      –Ya no es mi jefe, Max –dijo ella armándose de valor–, pero aquí está.

      –¿Cómo? ¿Cómo has dicho? –preguntó Max. Su voz se fue haciendo más débil a medida que Caitlyn alejaba el auricular de su oreja para entregárselo a Jefferson.

      –Caitlyn –dijo él, tras colgar el teléfono sin más miramientos–. No voy a permitir que dimitas así como así.

      –No puedes detenerme, Jefferson –replicó ella. Entonces, se marchó antes de que se arrepintiera de lo que iba a hacer.

      Unas horas después, Jefferson estaba dando vueltas como un león enjaulado en el enorme salón de la casa que su padre tenía en Seattle. En el exterior estaba lloviendo y el golpeteo de las gotas contra los cristales sonaba con fuerza en medio de aquel profundo silencio.

      –Si tomas asiento, podemos firmar estos papeles y terminar con esto –dijo su padre mientras observaba cómo Jefferson no dejaba de moverse por la sala–. Tengo una partida de golf dentro de media hora.

      –¿Golf? –repitió Jefferson deteniéndose en seco–. ¿Con este tiempo?

      Harry Lyon se encogió de hombros.

      –Me voy a reunir con unos amigos en el club. Tu madre se ha ido a Nueva York a pasar la semana y.. ¿Por qué no me dices de una vez qué es lo que te ocurre?

      –Caitlyn ha dimitido esta misma mañana.

      –¿Tu secretaria?

      –Ayudante personal.

      –¿Y por qué lo ha hecho? Hacía muy bien su trabajo.

      –Lo sé –respondió Jefferson. Se metió las manos en los bolsillos y se giró a la ventana para observar la lluvia.

      No había podido pensar en otra cosa. Durante el corto vuelo a Seattle, había repasado una y otra vez la discusión que los dos habían tenido y aún no había podido comprender por qué Caitlyn había decidido dimitir tan de repente. No era propio de ella.

      Sin embargo, aquella mañana había visto una faceta completamente distinta de Caitlyn. Ella jamás había perdido los nervios con él. Siempre había sido una profesional perfecta y aquella demostración de ira y genio lo habían sorprendido profundamente, algo que no resultaba nada fácil.

      –¿Qué vas a hacer al respecto? –le preguntó su padre.

      Jefferson se dio la vuelta y miró a su progenitor. Desde que se jubiló, su padre estaba radiante y feliz. A pesar del ataque al corazón que había sufrido hacía unos meses, o tal vez debido a éste, Harry Lyon estaba decidido a disfrutar de la vida. Precisamente por eso había hecho que Jefferson fuera a verlo aquel día. Harry había decidido entregarle por fin las riendas de la empresa familiar. Jefferson debería estar contento, dado que llevaba años trabajando para llegar a ese punto, pero tan sólo podía pensar en la traición de Caitlyn.

      –¿Y bien?

      ¿Que qué iba a hacer al respecto? Sólo había una respuesta. Recuperar a Caitlyn. Jefferson Lyon no perdía nunca. Aquella palabra ni siquiera estaba en su vocabulario. Nadie lo dejaba plantado a él. Además, Caitlyn era demasiado importante como para dejarla marchar.

      –La recuperaré –contestó.

      No hacía más que pensar en qué armas podía utilizar para hacerla volver. ¿Un aumento? Tal vez. ¿Más vacaciones? De momento, aquél era un asunto bastante delicado entre ellos. ¿Un ascenso al nivel ejecutivo? No estaba mal. No obstante, sabía que iba a tener que hacer mucho más que mejorar sus condiciones laborales para recuperar a Caitlyn. Iba a tener que… Cuando comprendió lo que iba a hacer para recuperar a Caitlyn, se dibujó en su rostro una lenta sonrisa.

      –Eso es lo que me gusta escuchar –dijo Harry–. ¿Cuál es el plan?

      Jefferson sonrió a su padre, pero decidió guardar silencio. A Harry no le gustaría su plan. No comprendería que el único modo con el que podría recuperar a Caitlyn era conseguir que ella pensara que el hecho de volver a trabajar para Jefferson era idea suya.

      Jefferson conocía muy bien a las mujeres. La enamoraría, la seduciría, la cubriría de joyas y después se comportaría como un imbécil y dejaría que ella rompiera con él. Seguramente Caitlyn se sentiría tan mal que regresaría a trabajar para él.

      –No te preocupes ahora por eso, papá –contestó, con una sonrisa–. Lo tengo todo bien pensado.

      Como estaba desempleada, Caitlyn ya no tenía razón alguna para quedarse en casa. Por lo tanto, llamó al hotel y tuvo la suerte de que acababa de haber una cancelación. Otra señal divina que le indicaba que estaba haciendo lo correcto. Lo agradeció.

      Había sentido una increíble sensación de libertad al enfrentarse a Jefferson y dejar su trabajo, pero, después de hacerlo, estaba empezando a tener sus dudas. Había conseguido ahorrar parte de su sueldo, por lo que no tendría problemas económicos durante unos meses, pero jamás había estado en el paro desde que terminó la universidad. Sentía una extraña sensación en el cuerpo al saber que ya no tendría que estar a una hora concreta en un sitio determinado. Más raro aún sería saber que no tendría ninguna obligación de la que preocuparse.

      Cuando el taxi se detuvo delante de Fantasías, sintió una sensación de nerviosismo en el estómago. Se recordó que había hecho lo correcto, pero esperaba poder creérselo muy pronto. Por eso, había cerrado su apartamento y se había marchado a la isla con casi dos semanas de antelación con respecto a sus amigas.

      Janine

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