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dando por terminada la conversación–. Nos olvidaremos de que esta conversación ha tenido lugar.

      –¿De verdad, Jefferson? Pues te aseguro que yo no voy a olvidarla.

      Caitlyn se marchó un instante después, dejando a Jefferson con la irritación vibrando en su interior. No estaba acostumbrado a que nadie le dejara con la palabra en la boca. Y no le gustaba.

      Capítulo Dos

      –Los hombres son repugnantes –dijo Debbie Harris, completamente asqueada, levantando su copa.

      –¡Eso, eso! –afirmó Janine Shaker, preparándose también para el brindis.

      –Ni que lo digáis –afirmó Caitlyn, tomando su copa para golpearla contra la de sus amigas.

      Después del fin de semana que había tenido, por no mencionar la última conversación con Jefferson, resultaba muy agradable estar con sus amigas. Mujeres que la comprendían. Mujeres con las que podía contar a cualquier precio.

      –¿Te encuentras bien, cielo? –preguntó Debbie, que era la que tenía el mayor corazón–. ¿De verdad?

      –Sí, estoy bien –dijo Caitlyn, sorprendida por la veracidad de sus palabras. ¿No debería estar más disgustada por el hecho de que no fuera a casarse con Peter? ¿No debería estar llorando miserablemente en un rincón?

      Efectivamente, había llorado bastante durante el fin de semana, pero, si Peter había sido el amor de su vida, ¿por qué no se sentía más… destrozada? No lo sabía. Este hecho le resultaba aún más duro que la ruptura en sí del compromiso.

      –No me puedo creer que Peter piense que estás enamorada de tu jefe –dijo Janine, en tono de sorna.

      –Creo que Peter tuvo miedo y que, simplemente, necesitó una razón para evitar la boda. Menudo gallina –comentó Debbie.

      –Sí, pero acusarla a ella de estar enamorada de Lyon –replicó Janine, sacudiendo la cabeza–. Eso sí que es pasarse.

      En aquel momento, Caitlyn no podía pensar en Jefferson Lyon sin rechinar los dientes. ¿Enamorada de él? Ni hablar. ¿Atraída? Claro. ¿Qué mujer joven y viva no se sentía atraída por él? Sin embargo, se quedaba sólo en eso. En una atracción.

      –Ni siquiera me habléis de Jefferson –dijo–. Cuando se enteró de que ya no me iba a casar, se limitó a decirme que me podría ir a Portugal con él. Nada de decirme que lo sentía o preguntarme si me encontraba bien y quería tomarme el día libre. Os aseguro que estuve a punto de dimitir.

      –Deberías haberlo hecho –afirmó Debbie–. Los hombres son repugnantes.

      –¿Dónde hemos oído eso antes? –preguntó Janine.

      –Muy graciosa –repuso Debbie. Entonces, se volvió para concentrarse de nuevo en Caitlyn–. A mí me parece evidente que a Peter le suponía un problema lo del compromiso y utilizó a Lyon como excusa.

      –Pues menuda estupidez –afirmó Caitlyn. Se negó a pensar en las sensaciones que experimentaba cuando estaba demasiado cerca de Jefferson. Sólo era deseo. Ni siquiera eso. Reconocimiento ante un hombre guapo. Eso era. Reconocimiento. Atracción. Nada más.

      –Sí, pero el resultado es que te ha dejado un mes sólo para que lo canceles todo –comentó Janine, sacudiendo la cabeza–. Al contrario que mi ex John, al que le pareció que tres días era más que suficiente.

      Era cierto. El ex novio de Janine le había dejado una nota tres días antes de su boda en la que le decía simplemente que lo sentía. A Caitlyn le pareció que Debbie tenía razón. Los hombres eran repugnantes.

      –¿Se lo has dicho ya a tu madre? –le preguntó Debbie, haciendo un gesto de dolor al imaginarse la respuesta.

      Efectivamente, las amigas de Caitlyn conocían perfectamente a su madre.

      –Sí –dijo Caitlyn, recordando el gesto de frustración, conmoción y desilusión que se dibujó en el rostro de su madre el día anterior, cuando ella fue a casa de sus padres para contárselo todo.

      –Imagino que no se lo tomó bien –comentó Janine.

      –Podríamos decir que no. No puedo encontrar nada a lo que comparar el golpe que esto supuso para mi madre. Se compró el vestido la semana después de que Peter me pidiera que me casara con él. Le hacía mucha ilusión ser la madre de la novia después de haber sido cuatro veces la madre del novio. Menos mal que Peter y yo decidimos organizarlo todo. Si no, mi madre habría escogido una catedral o algo así para la boda. Yo soy su única hija.

      –Va a hacerte pagar por esto.

      –Pues debería hacerle pagar a Peter –gruñó Janine.

      –No importa –repuso Caitlyn–. Todo ha terminado. Ahora, nuestro pequeño círculo de mujeres abandonadas está completo.

      Debbie la miró con tristeza.

      –No me puedo creer que Peter haya resultado ser un cerdo. Parecía tan agradable…

      Janine terminó su copa y miró con pena el vaso vacío.

      –Todos parecían muy agradables… al principio. Mike se portó muy bien contigo hasta que descubriste que ya tenía otras dos esposas.

      Efectivamente, seis meses atrás, cuando a Debbie le faltaban sólo un par de semanas para casarse interceptó una llamada a su prometido en casa de éste. Resultó que la mujer que había al otro lado de la línea telefónica era la esposa de Mike. Cuando todo quedó zanjado, apareció una segunda esposa. En aquellos momentos Mike estaba en la cárcel, que era el lugar donde debían terminar todos los bígamos.

      –Es cierto –admitió Debbie. Entonces se encogió de hombros y miró a Janine–. A ti te fue peor que a ninguna. Sólo tuviste tres días para cancelarlo todo.

      –Sí –admitió ella–. A John siempre le gustó lo dramático.

      –En realidad, ha sido un año pésimo –afirmó Debbie, mirando a sus dos amigas–. En lo que se refiere al corazón, claro.

      –Es cierto –asintió Janine mientras hacía una señal a la camarera y le indicaba las tres copas vacías–. ¿Qué posibilidades teníamos de que las tres nos comprometiéramos y luego volviéramos a estar sin compromiso en el mismo año?

      –Admito que resulta bastante raro –dijo Caitlyn–. Al menos, nos tenemos las unas a las otras.

      –Gracias a Dios –comentó Janine.

      –Las tres nos comprometimos y a las tres nos dejaron en el mismo año. ¿Qué dice eso de nosotras?

      –¿Que somos demasiado buenas para los hombres que haya disponibles en este bar? –sugirió Janine, con una sonrisa.

      –Bueno, eso por descontado –afirmó Debbie, con una sonrisa–. Sin embargo, también dice que hoy, lunes por la noche, estamos sentadas a la misma mesa del mismo bar en el que llevamos quedando los últimos cinco años.

      –Oye, que a mí me gusta este bar –protestó Debbie, haciendo de nuevo indicaciones a la camarera.

      –A todas nos gusta –dijo Caitlyn.

      On The Pier, un pequeño bar de Long Beach, había sido su lugar de encuentro desde que todas cumplieron los veintiún años. Todos los lunes por la noche, ocurriera lo que ocurriera, las tres mujeres se reunían allí para tomar una copa y charlar.

      A lo largo del año, aquellos lunes por la noche habían servido para que se consolaran las unas a las otras por la ruptura de sus compromisos, por lo que aquella cita se había convertido en algo mucho más importante. Las tres mujeres eran amigas desde el instituto.

      Como Caitlyn era la más pequeña de cuatro hermanos, había deseado siempre tener una hermana. En Debbie y Janine había encontrado

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